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miércoles, noviembre 30, 2005

La comadreja voraz

Me dijeron que en las fondas se podía ver a la mariposa encantada y partí de mi casa en la mañana, como a las 11, rumbo al estadio municipal. Me colgué de un coche victoria y anduve a la mala como seis cuadras hasta que un viejo que iba fumando por la vereda gritó ¡huasca atrás! y el conductor largó un huascazo que me partió la cara. Llegué a la fonda sangrando. Como el día anterior había llovido a cántaros en Rancagua el barro casi no dejaba andar, menos al niño que yo era entonces.
Había borrachos durmiendo la mona; salía olor a anticuchos. No se veía movimiento en La mariposa encantada, las cortinas colgaban muertas sobre el tubo de fierro de la puerta, miré y adentro no había nada. Empecé a preguntar y me dijeron que parece que abría a las tres de la tarde, de modo que consideré estudiar otras opciones. Estaba el tiro al blanco con plumillas, el tiro a los patitos, la lotería y la argolla mágica, también el juego de la comadreja. Consistía éste en adivinar cuándo aparecería la comadreja y las mujeres hacían apuestas, arrojando sus fichas al aserrín que cubría el barro. Cuando aparecía un animalito en la pista se producía un gran barullo y las mujeres, fuera de sí por la emoción, no se daban cuenta de que los hombres les miraban las piernas con espejos ubicados en el empeine de los zapatos. El niño a cargo del juego retiraba las fichas perdedoras, ya que el primer animalito siempre era una lagartija amaestrada. Cuando todas las fichas habían sido jugadas el niño soltaba a la comadreja, que devoraba en segundos a la lagartija, a un par de ratones, a una rana y hasta a un conejo. El griterío era infernal, ahí sí que se corría mano.
Con los años vi algo parecido: se esperaba con ansias la llegada del general Charles de Gaulle, una especie de Gran Califa con gorrito militar. El pueblo reunido en el estadio el 2 de octubre, en su candor, creía que sería el primero en bajar del helicóptero. Nadie había previsto la existencia de la comitiva, aquélla que mucho antes del helicóptero le iba preparando el camino y que luego de guardarle las espaldas se quedaría recogiendo los cables. De Gaulle no era más que un destello, no podía ser otra cosa, de allí su endiosamiento y la reverencia mítica que se le prodigaba. Era una suerte increíble verlo alzar la mano derecha, la experiencia era motivo de conversación en los almuerzos familiares, los niños apenas podían tragar la sopa cuando escuchaban el relato de sus mayores.
Eso fue hace mucho tiempo. Ahora los grandes califas van a las ferias y la gente se alegra de verlos, pero al rato se olvida de ellos, apenas generan comentarios, incluso maliciosos.

1 comentario:

Alex dijo...

Aunque ya entiendo mejor su estilo alegórico,estimado Doctor,debo decirle que este texto me comenzó a entusiasmar,por el aire de época,por la nostalgia,por el niño(Silvio:siempre que se hace una historia,se habla de un viejo,de un niño o de sí);también por el disimulado desencanto.Pero me falta el anticlímax,parece como inconcluso o con un final demasiado abrupto.
Espero no le moleste el alcance de alguien que cree ser mejor lector que escritor.