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miércoles, enero 04, 2006

Fuerzas inútiles

Una araña se mueve por el cielo rugoso de la habitación. Sus ocho patas de reducido largo corren tras un objetivo impreciso, como si el cuerpo estuviese desesperado por lograr tal finalidad. Avanza hacia un lado, se detiene un momento y luego se devuelve, no exactamente hacia el otro lado, sino casi exactamente. Parece que estuviera nerviosa o que le complaciera burlarse de la fuerza de gravedad, con su andar enrevesado. Es posible que sus movimientos insensatos, parecidos a los de los perros vagos que van y vienen por las calles, se deban a las bolas de billar que de tanto en tanto chocan abajo con rudeza, despidiendo secos sonidos a través del aire. Pero eso no lo sabe nadie. Yo creo que ni ella lo sabe.
De pronto comienza a bajar por un hilillo de tela igual como lo hacen los miembros de los grupos de rescate: avanzando rápido por la cuerda, frenando luego, avanzando otro poco. La araña queda suspendida a escasos centímetros de la lámpara que cuelga sobre la mesa y alumbra el paño verde. Han surgido tres elementos nuevos en su vida; ya no sólo existe el sonido de las bolas, sino también unas carcajadas agudas que la ponen nerviosa, la molesta luz de la ampolleta y el calor que ésta desprende (una forma de vibración que siempre ha buscado pero que ahora se le antoja peligrosa, quemante, según creo yo que ella siente). Como si su cerebro se pusiera a recapacitar sobre lo que ha hecho y descubriera que todo está mal y que aún es tiempo de arrepentirse, la araña arquea el abdomen y le da trabajo a sus patas, subiendo por el hilillo con una habilidad prodigiosa que le permite volver a la superficie rugosa del cielo de la habitación y estacionarse, rígida, antes de volver a correr, esta vez hacia una esquina.
Una bola blanca de marfil inicia una carrera enceguecida por una pradera lisa y suave de tela verde. La bola no tiene ojos, pero a través de la mano que le dio vida busca otra redondez, una de su misma naturaleza, que le dé sentido a su fuerza; busca algo que le robe su ímpetu y la haga detenerse a descansar luego del camino recorrido. Con una velocidad pasmosa va venciendo fácilmente al aire y al paño, que le oponen -por ahora, no digamos lo mismo más adelante- débil resistencia. La bola da de lleno en otra, una bola roja, pero en vez de reposar, ahora ambas comienzan un viaje de movimientos rectos sobre la mesa, como si no tuvieran otro destino que ir de un lado a otro del rectángulo, fabricando líneas inauditas, desangrándose por el puro placer que les provoca el periplo vacuo, mutilando sus pasiones, desgastando sus fuerzas hasta la invalidez absoluta; deseando ambas, antes de desembocar en la incertidumbre, darle vida a una tercera bola, que ya sin esperanza las contempla desde su sitio inmaculado en el paño, no ansiosa, sino indiferente, fría, no nacida.
Una mujer de tacos altos se inclina audazmente sobre la mesa de billar y con un movimiento imperfecto, pero violento, empuja el taco hacia la bola blanca. El golpe seco dispara la bola hacia la roja y eso le hace soltar a la mujer una ruidosa carcajada. El hombre que está detrás de ella, vestido de frac, ha visto por un momento lo que oculta la breve minifalda negra: unas voluptuosas, preciosas, perfectas, redondas y firmes nalgas que estarían desnudas, de no ser por un pequeño triángulo negro de encaje que surge muy arriba, casi en el lugar en que las sombras introducen el cuerpo de la mujer en una tibia oscuridad. El hombre inclina, agacha involuntariamente su cuello y observa atónito unos pelillos brillantes que se dibujan en la entrepierna de su compañera de juego. El hombre se excita e inicia un movimiento hacia la chica. Ha dejado el taco afirmado en el muro y ha debido tragar un poco de saliva, porque su boca se secó sin que él lo quisiera. Camina decididamente, pero con lentitud. En el trayecto piensa si será mejor dejar caer con fuerza su cuerpo sobre ella y tumbarla en la mesa, o rodearle la cintura con un brazo o posar viciosamente sus manos en las caderas o arrodillarse y abrazarla con pasión y humillación de enamorado. Ya va a llegar, ya va a tocarla, y aún no decide qué hacer. Todas las alternativas son correctas y él actuará según le dicte su último impulso. La mujer continúa inclinada, pues de esta escena sólo han transcurrido algunos segundos, quizás menos de diez. El hombre extiende una mano y casi le roza la cadera, pero después se retracta y se lleva la mano a su barbilla. Dobla el cuerpo hacia un costado, estira el otro brazo y toma un pequeño cubo de tiza. Ahora regresa hacia su taco y lo fricciona en la punta con la tiza, mientras la mujer, quien ya ha confirmado que su tiro no fue el correcto, desaparece de la luz baja de la lámpara y camina sensualmente alrededor de la mesa.

1 comentario:

Alex dijo...

Cresta,Dr!!!!
Usted está describiendo un multiverso del tipo III,según lo declaró hace como 40 años Hugh Everett Jr.
Cito :
"Cuando se pregunta algo a los observadores, y éstos toman una
decisión súbita y dan una respuesta, los efectos cuánticos en sus
cerebros engendran una superposición de resultados, tales
como "sigue leyendo este artículo" y "deja de leer el artículo".
Desde la perspectiva del pájaro, el acto de tomar una decisión causa
que la persona se divida en copias: una que continúa leyendo y una
que no lo hace.
Desde el punto de vista de la rana, sin embargo, cada uno de esos
dobles no tiene conciencia de los otros y percibe la ramificación
como una ligera aleatoriedad: una cierta probabilidad de seguir
leyendo o no."

Admirativamente,le saluda un mosco que revoloteaba en torno a la lámpara y que está en un repliegue cuántico del relato y por lo tanto no es advertido por el lector.