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miércoles, mayo 10, 2006

Las puertas del cielo

(Ilustración: Sergio Mardones)


Una noche brumosa me perdí y fui a dar a un lugar que nunca había visto en un sector pantanoso de Valdivia, cercano a San José de la Mariquina. En un claro del bosque me encontré de pronto frente a una puerta descomunal, mejor dicho bajo una puerta descomunal. Presumí que la inscripción en bronce del vocablo "Cielo" en un ángulo superior de la hoja derecha de la entrada era la metáfora ideada por un chiflado o el nombre de fantasía de alguna próspera empresa maderera que desconocía. El suelo despedía vapores de hojas en descomposición, la niebla se tornaba más y más densa con el correr de los minutos, haciendo que el paisaje redujera notablemente sus elementos: sólo la puerta, unos pocos arbustos, el murmullo del riachuelo, la sombra que no dejaba ver el bosque.
Había que hacer algo, pues obviamente a la intemperie no lograría sobrevivir ni siquiera una noche; tal era el frío y la lluvia que se había dejado caer a baldazos. La puerta se me hacía más alta no bien le dirigía la mirada, lo que trataba de evitar, ya que su sola visión me despertaba una inquietud infinitamente superior a la de la situación que vivía. Era una puerta maciza de alerce de dos hojas, como ya he dicho; una anchura de unos seis metros y una altura de unos 25 metros, digo 25 porque superaba a un edificio de seis pisos.
Con cierto alivio, si se pudiese usar ese término para describir la pesadilla que protagonizaba a mi pesar, recordé que lo que estuviese viviendo en ese instante, fuese realidad, sueño o ficción, era la experiencia de volver a estar ante las puertas del cielo, de modo que algo bueno podía salir de aquello. La primera vez que tuve la oportunidad de traspasar ese umbral fue a los ocho años, cuando me caí del parrón y perdí el conocimiento. Durante unos minutos un hombre de barba blanca me tomó de la mano y me condujo por un sendero que terminaba en una puerta como de sala de clases. La abrió un poco y me dijo: "Estas son las puertas del cielo. Observa con atención lo que hay más allá pero no entres, porque todavía no lo puedes hacer". Me asomé a mirar y una luz enceguecedora me despertó y no pude ver lo que había en el cielo: el doctor Dintrans alumbraba mis ojos con una linternita.
La segunda vez sucedió un otoño en que estuve en un tris de lanzarme con mi auto al río Maipo para poner fin a mis días. En ese momento vi de nuevo las puertas del cielo: eran verdosas, de un metal oxidado. Llegué a sentir el inmundo sabor de las aguas y el dolor de la fractura en el cráneo. Todo no fue más que un mal momento, un estallido que se frenó y dejó que gastara su energía en un incesante recorrido por la sangre hasta que volví a ser el de antes.
La noche que relato ha sido la última. Toqué dos veces y las puertas se abrieron de par en par sin que chirriaran los goznes. No se veía nada, el agua ya me llegaba a los talones y las ramas que arrastraba me herían las piernas; en el cielo no se oían voces, no se escuchaban oraciones ni notas de arpa. Pensé que San Pedro se haría presente junto a San Juan el Evangelista, Abraham, Moisés, Jesús, pero el aguacero era demasiado intenso y no se prestaba para la meditación ni para el perdón, ni siquiera para consultas o inscripciones en listas de espera. El agua ya me llegaba a las rodillas y me arrastraba hacia adentro, cada tres o cuatro pasos resbalaba y caía y tragaba un líquido pastoso, que me dejaba restos hilachentos en la garganta. Me vi obligado a nadar, las brazadas me llevaron a una cascada que me sumergió durante unos segundos en un agua espumosa, plagada de salmones que pugnaban por vencer la corriente, pasándome a llevar las orejas con sus aletas filudas. Era tal mi desesperación que me agarré a lo que pude y no lo solté: una raíz nervuda que me permitió ver un nuevo amanecer, cuando lo creía todo perdido...

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