Visitas de la última semana a la página

martes, abril 03, 2007

Bocetos de vida

(I)

Siempre pasaba de largo, como un bisonte enceguecido por el miedo, pero esta vez, contra toda predicción, el tren se acercó renqueando a la estación. Al llegar, su sacudida previa al frenazo dejó tiritando techos, maderas y ventanas. De un vagón bajaron dos mujeres. El idiota, que dormitaba en el andén, abrió los ojos y corrió a la casa para alertar a su padre. Cruzó la calle barrosa con esa mala suerte propia de los idiotas, hundiendo sus botas nuevas en un charco, hasta más arriba de los tobillos. Quiso limpiarlas, pero sólo consiguió ensuciar también sus manos.
La locomotora comenzó a despedir humo negro de la chimenea y humo blanco de las ruedas mientras la campana ubicada en el lomo anunciaba su partida. El idiota se dejó seducir por la escena y se quedó inmóvil en el charco, sonriendo. No alcanzó a pasar un minuto cuando el tren desapareció en la curva. De su paso, de su extraña detención, no quedó más que una nube en el horizonte.
Cuando las mujeres tocaron a la puerta nadie les abrió. Las mujeres insistieron. Desde el tercer piso, el idiota miraba por detrás de los visillos, conteniendo la respiración. Las mujeres tocaron por tercera vez. Mientras una de ellas daba una vuelta alrededor de la propiedad, la otra tocó de nuevo, ahora en forma brusca, persistente.
El sol había llegado a su cénit, pero no calentaba la tierra. Después comenzó a esconderse detrás de la montaña y cuando la calle quedó en sombras el frío se hizo insoportable.
El idiota salió a cortar leña. Le llamaron la atención por un momento dos protuberancias bajo el lodazal frente a la puerta, especie de bolas de chocolate, pero enseguida lo olvidó.
El viento había vuelto. De un solo hachazo partió en dos un tronco y volvió a la casa. Al depositar la leña en un canasto junto a la chimenea, dos arañas salieron del letargo y se asomaron al resplandor.

(II)

El idiota daba vueltas, con los ojos cerrados y las manos tapándose los oídos. Chillaba al imaginar que un tren dejaba una estación de provincia. Lo hacía para no escuchar el tañido de la campana.
Dos mujeres bajaban del tren y se dirigían a su casa. Al pisar el andén lo veían sentado y le preguntaban por su padre. El idiota les decía que estaba muerto. Ellas apresuraban el paso.
Abrió los ojos y se asustó de verse tan solo en medio del patio del colegio. Sus demás compañeros ya estaban en la sala.

(III)

El tren se detuvo en la estación. De uno de los carros bajó una mujer. Luego bajó otra, con dos maletas. Viajaban juntas. La primera parecía ser mayor y tener cierta ascendencia sobre la segunda. Un idiota contemplaba la escena, sentado en el andén.
El idiota corrió a su casa. Tocó la campana y entró. Subió los escalones, hasta el tercer piso, y le comunicó la noticia a su padre, que dormía en su cama.
Las dos mujeres avanzaron resueltamente en dirección a la casa, ubicada a dos cuadras de la estación, una casa antigua con un balcón en el segundo piso y una buhardilla en el tercero. El idiota pensaba que lo venían a buscar.
Las mujeres tocaron a la puerta varias veces. El idiota no les hizo caso. Finalmente una de ellas giró la manilla y la puerta se abrió. Entraron sin tañer la campana, pero no tuvieron tiempo de disfrutar de la lúgubre belleza de la casona: el idiota las liquidó de dos hachazos, sin decir una palabra. Luego se fue corriendo a la escuela.
Días después la policía ingresó a la casona. El cadáver del dueño yacía en la cama en estado de descomposición. Los agentes siguieron un hilo de sangre coagulada que conducía al frontis del edificio.
En la estación no había nadie.

(IV)

Todo lo que rodeaba al idiota le transmitía la idea de la muerte. Su orina era un líquido muerto y sus excrementos, desechos inservibles de su cuerpo. El pelo que se le caía sin motivo de la cabeza era pelo muerto. Y las uñas que le cortaba su padre, uñas muertas. Las viviendas que lo rodeaban estaban hechas de materia muerta y los desperdicios que veía en los rincones eran restos de algo que alguna vez tuvo vida, pero que ahora estaba muerto. Los gargajos evaporándose al sol simbolizaban la descomposición del ser humano. Los alimentos que consumía estaban todos muertos: la carne pertenecía a un animal sacrificado, las verduras habían sido arrancadas de la tierra y las frutas, cortadas de los árboles. Esos alimentos, que alguna vez rebosaron de frescor, con los días se pudrían, tomaban mal olor.
Por alguna razón, tal vez por haber vivido apartado de los demás desde niño, el idiota aborrecía el movimiento, abjuraba de la vida.
Temprano en la mañana salió de la casa y caminó por las calles vacías, buscando algo que matar; un perro, un gato, un roedor. En el pueblo ya no quedaba casi nada que se moviera. Los ambiciosos que lo habitaban se habían marchado hacía tiempo; sobrevivían los resignados. Las cosechas fenecían, abandonadas. Flores marchitas alfombraban la hierba seca.
El idiota se dirigió a la estación. Miró hacia ambos lados de la vía férrea y luego se sentó en el andén. El tren se dejó ver a la distancia. El idiota no se levantó; apenas giró su cabeza hacia el movimiento. Una vez más pasaría de largo.
Pero el tren se detuvo.

(V)

Días antes de morir los dolores se le hicieron insoportables. Previo a eso las dos preocupaciones principales de Simón Ravanales, en el mismo orden, eran la suerte que correría su hijo, el destino de sus cuentos y un relato a medio escribir que parecía no dirigirse a ninguna parte. Solucionó lo primero escribiéndole a sus hermanas. Ellas le respondieron que vendrían a buscarlo en dos semanas. Ravanales no les quiso informar que estaba desahuciado. Cuando llegaran simplemente les entregaría al muchacho junto con la escritura de la casa.
El segundo problema era angustiante. Siempre había escrito, pero ahora que su carpeta estaba llena de papeles, se preguntaba dónde irían a parar. Recordaba con dolor al hijo bueno y al hijo malo de Bach. El hijo bueno recibió la mitad de los manuscritos del compositor y los conservó: hoy forman parte del tesoro de la humanidad. El hijo malo los vendió por dos chauchas y los manuscritos se perdieron. La angustia de Ravanales, no obstante, no residía allí. Después de todo él nunca sería Bach, ni Van Gogh, ni Kafka. La angustia residía en una pregunta surgida de ese problema. Ravanales se preguntó por qué escribía, qué sacaba con escribir cuentos. Aunque cada tema podía tener mil ramificaciones, mil posibilidades, acababa comprobando que todas lo llevaban al mismo final. Por más que deseara hacer algo nuevo le salía siempre algo diferente, pero igual. Quería escribir con el genio de Rulfo y de Chejov y de Maupassant, pero terminaba escribiendo como Ravanales. Quería sugerir y racionalizaba. Quería que un párrafo fuese tan denso que en él cupiera una enciclopedia y no podía, no podía. Estaba atado a su estilo. Con ningún otro se sentía bien, pero el suyo le causaba dolor.
¿Por qué escribía? Porque le gustaba crear situaciones, porque gozaba inventando en soledad, se decía. Pero entonces lo mortificaba otra obsesión, que punzaba su mente: ¿tenía aquello algún valor? Razonaba además en que por más vueltas que le diera a sus argumentos no hacía otra cosa que contar su vida.
¿Tenía eso algún valor?
Toda su existencia se había limitado a recordar su existencia. Vivía para recordar y luego recrear. No podía solamente vivir, no le bastaba; se sentía vacío. Necesitaba recordar lo vivido para que adquiriera un sentido. Pero, ¿tenía aquello algún valor?
No, concluyó amargamente. No valía la pena escribir para sentirse vivo. Era mil veces mejor vivir a secas. Un millón de veces preferible atender a su hijo enfermo, caminar por las calles de su pueblo de provincia, ir de vez en cuando a cenar a la posada, dejar pasar la tarde en el andén con un periódico en la mano, escuchar la campana del colegio; era diez millones de veces preferible vivir, llenarse de rocío, olores, tempestades, ruidos, emociones o sabores, que pasarlos de largo para después, sentado ante la máquina, hacer como que los vivía en un pedazo de papel impreso.
Era diez veces diez millones preferible. Pero ése no era el estilo de Ravanales. No le acomodaba. Días antes de expirar retomó el último cuento, inspirado en su hijo, y le dio mil vueltas hasta que los dolores se le hicieron insoportables. El cuento quedó sin final y la vida siguió su curso.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Buena historia: convincente el personaje y los sentimientos de derrotas cotidianas, de vidas mínimas, que son, sin duda, todas las vidas.

Admiro especialmente la manera que el personaje-escritor asume su oficio, haciéndose siempre la misma pregunta que todos nos hacemos, ¿qué importancia puede tener contar nuestras vidas?

Yo pienso que, a pesar de todo y de nada, siempre vamos a escribir porque nos gusta hacerlo, porque eso acaso sea una de las pocas cosas que nos hace finalmente plenos y felices, como casi ninguna otra cosa en el mundo.

La insatisfacción permanente, la extrañeza ante lo que nos rodea, el sentirnos ajenos en el mundo es lo que nos mueve a escribir. ¡Qué duda cabe!

Mis cariños