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martes, abril 17, 2007

Dientes perfectos

El dentista, perplejo ante el tipo de paciente que le pedía atención, llamó aparte a la hija de éste y le habló en voz baja, mientras el anciano permanecía reclinado en la silla, con una servilleta de papel bajo la barbilla. La mujer le respondió que se trataba de la voluntad de su padre, voluntad que siempre se había cumplido. Le agregó que ésta no sería la excepción. El dentista le explicó que al paciente bastaba verle la cara para darse cuenta de que era un hombre desahuciado por la medicina, al que a todo reventar le quedarían dos meses de vida, lo que tendió a enfurecer a la hija, quien le contestó que ella sabía eso mejor que él, precisamente por ser quien era. Entonces el dentista, en aras de la ética, le preguntó a la hija por qué el padre quería gastar plata de más arreglándose la dentadura, la que de paso no exhibía caries sino, cuando mucho, tapaduras gastadas o antiestéticas. Acto seguido le suplicó que lo convenciera para desistir en el proyecto. La hija entonces le respondió lo que sigue:
"Doctor -le dijo-, mi padre quiere renovarse totalmente la dentadura. Si no me ha entendido le cuento que quiere hacerse los dientes de nuevo, blancos, perfectos, como los de las modelos. Mi padre me lo dijo hace unos días. Mi padre me dijo: Mira hija, quiero pasar a la otra vida como la gente. Pero papá, le dije yo, qué cosas dice usted, si no se va a morir, si ya se está mejorando. Él me dijo, me dijo, cómo me dijo, ah ya, me dijo no es necesario que digas esas cosas, mi niña, porque sabes de sobra que yo no soy huevón. Si sé, papá, le dije yo, pero no le estoy mintiendo, porque se está mejorando de verdad. Doctor, cuando le dije eso yo creía que se estaba mejorando y fue él quién me sacó del error, se lo cuento para que vea lo lúcido que está. Pero sigo. Entonces le pregunté qué quería decir con eso de pasar para la otra vida como la gente. Mi papá me miró a los ojos; estaba recostado en la cama y se apoyó en el almohadón, me pidió que le convidara un poco de jugo de naranja y me dijo: Hija, una cosa es morirse y otra muy distinta es rendirle cuentas a Dios mal presentado. Yo quiero estar bien presentado y no me refiero con eso a la ropa, porque la ropa ni las joyas se van al cielo. Lo único que se va al cielo es uno mismo, y para que lo vayas sabiendo desde ya, uno mismo no es el alma, como podrías imaginarte, porque nunca nadie ha demostrado la existencia del alma, de modo que basta de tonterías, uno mismo es uno tal cual es. O sea, yo soy el que ves. Y quiero que Dios vea, cuando me vea de frente, a un ser bien presentado. Perdóneme papá, le dije yo, pero si yo quisiera ser cruel le diría que usted no está tan bien presentado, porque está harto amarillo y flaco. Te equivocas, hijita, me respondió, porque esas cosas no tienen que ver con si uno está bien o mal presentado, sino con la naturaleza del momento actual, que sólo representa lo que soy, no lo que he sido ni lo que seré, de modo que ese alcance, a los ojos de Dios misericordioso y eterno, es pueril. Perdóneme papá, le dije yo, pero no sé de qué diablos está hablando. Hija mía, me respondió, en buen castellano lo que te quiero decir es que a los ojos de Dios quiero llegar con los dientes perfectos".
El dentista no se dio por derrotado y entró a la sala con el ánimo de convencer al paciente de que no se le fuera a ocurrir seguir adelante con esa burrada. Antes le pidió para callado a la secretaria que le recordara el nombre del anciano. Entonces le habló fuerte y claro, como hablan los dentistas.
-¿Así que andamos mañositos? Pero mañas conmigo no, Don Alberto. A ver, abra la boca.
El anciano no le respondió. Seguía recostado en la silla.
El dentista se sobresaltó:
-Pero si este hombre está muerto -exclamó.
La secretaria dio un gritito y se acercó a mirarlo. No me di cuenta, doctor, le juro que no me había dado cuenta, se disculpaba. La hija también se acercó y le cerró los párpados, diciendo papá, papá, papá, tres veces. El dentista dijo lo siento, señora, pero por dentro estaba súper complicado, pues no sabía qué hacer con el cadáver. Ahora lo llevamos a la casa y yo mismo me consigo el certificado de defunción, no se preocupe, yo me encargo, pero llevémoslo altirito, ordenó. Entonces la hija, que venía preparada, sacó del bolso un revólver calibre 38 corto modelo Olympic y apuntó al pecho del profesional.
-Mi papá se va de aquí con los dientes perfectos.
Cuento corto, como dicen algunos que no saben cómo contar un cuento y creen que acortándolo lo harán más interesante: el dentista suspendió todas las horas de ese día y trabajó exclusivamente dentro de la boca del anciano. Primero le tomó muestras de todas sus piezas, luego se las extrajo una por una, enseguida mandó en taxi a su secretaria al laboratorio para que fabricaran los dientes en un plazo record, con pingües incentivos económicos de por medio, y tras una espera de unas cuatro a cinco horas, que fue matizada por una conversación sobre los problemas del Transantiago y los líos que provocan los hijos malcriados cuando hacen la cimarra, fijó las flamantes piezas en el hueso muerto del paciente. A esas alturas se habían olvidado por completo del arma, tanto la que apuntaba como el apuntado. El corazón del dentista no le cabía en la caja torácica. Henchido de satisfacción, le abrió la boca al viejo y se la mostró a su hija, como si descorriera un telón:
-¡Mírelo al pobrecito, ahora sí que se va derechito al cielo!... ¡derechito al cielo!... ¡qué macanudo!, no se cansaba de repetir. La hija respondía, emocionada, se cumplió su voluntad, gracias doctor, se cumplió su voluntad.
Pero estaría faltando el final, o sea, cómo trasladaron al muerto a su casa. Eso quedará para otro día, mas desde ya se puede adelantar que fue llevado en taxi y que al chofer le hicieron creer que Don Alberto estaba malito.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me llevaría la dentadura postiza, tan nueva y refulgente. Si no fuera que yo ni con dentadura postiza entraré en el reino de los cielos. Se la dejaré al viejito para que sea feliz.