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miércoles, abril 18, 2007

El viejo y la lupa

Una a una saltaban las palabras desde el libro hasta sus ojos. Eran pequeñas pero al despegarse de la hoja que hasta ese minuto las había aprisionado en su cárcel de paredes de cuero se iban haciendo ridículamente grandes, al acercarse a la lupa gigante que las apuntaba medio a medio. Habían sido impresas allí para fugarse. Todo el mundo lo sabía pero nadie hacía nada por evitarlo. Y era porque cientos de años atrás se había descubierto que las palabras poseían la rara capacidad del desdoblamiento, prodigio hasta ese entonces exclusivo de magos y santos. No bien traspasaban el cristal de aumento iban volviendo a su tamaño natural hasta que se metían en los ojos de su dueño. Antes de iniciar el vertiginoso recorrido por el nervio óptico, un río blancuzco lleno de rápidos que desembocaba en un dos por tres en un océano espeso, las palabras vieron por última vez el rostro de su nuevo rey: era un viejecillo mal afeitado de chaleco de lana verde que, como ya lo habíamos adelantado, precisaba de una lupa para poder leer, tan débil era ya su visión.
Una vez que entraron al mencionado océano las palabras se revolvieron como en una sopa de letras. Por momentos la confusión era tal en esas aguas grises que la escena se parecía a la de un naufragio: unas, por afirmarse, hundían a otras. Algunas desaparecían bajo el líquido, donde eran devoradas al instante por criaturas de aletas cortas, y las menos flotaban asidas a impulsos eléctricos que las mantenían con vida y las llevaban a tierra firme. A una isla, en realidad. O sea, tierra no tan firme. Eran éstas las que momentos después aumentaban los latidos del corazón del anciano o le provocaban un largo bostezo. Tenían ese poder. Pero eran las menos, como ya se ha dicho. Las otras, las que no habían sido devoradas, habían caído a una fosa abisal de insólita profundidad. Milagrosamente, una que otra emergía de vez en cuando, miraba a su alrededor para ver si se las podía arreglar por sí sola en ese entorno y volvía a hundirse. Alguna realmente heroica de pronto salía a flote, braceaba con todas sus fuerzas y se unía a las hermanas que la esperaban en la isla desierta. Desde allí las iban a buscar unos pájaros que volaban por cielos de sangre y las transportaban hacia el corazón, un órgano gastado, tal como los ojos del anciano, pero que todavía se las ingeniaba para latir un poco más que de costumbre cuando las visitas llegaban a verlo. Las menos afortunadas eran llevadas por otras aves, unos pájaros enormes que parecían naves galácticas, hacia la boca del vejete. Allí eran arrojadas de nuevo a las páginas del libro a través del ya descrito bostezo. Aterrizaban impregnadas de un hálito fétido, ya que el anciano no tenía entre sus costumbres la de lavarse los dientes por las mañanas, sino únicamente antes de acostarse.
Pero la mayoría de las palabras que aguardaban en la isla se quedaban allí para siempre. Se las llamaba las nunca bien ponderadas. Iban rotando, esperando eternamente un destino que nunca las señalaba con su dedo. Se disolvían entre las palmeras, en la orilla de la playa, mirando al cielo, haciendo señas a los pájaros que sobrevolaban también eternamente el lugar, lugar infecto que dentro de todo era lo más bello a lo que se podía aspirar allá adentro.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo bueno que tiene esta vida en la isla es que siempre queda la esperanza...las otras cumplen con su destino pero a nosotras nos quedan los sueños y las esperanzas.....

Thérèse Bovary dijo...

Es un cuento muy tierno, atípico en usted, Dr. Vicious.
¡Qué pena por las pobres letritas que no alcanzaron a llegar a la isla!

Y qué simpática la palabra nunca bien ponderada que opinó arriba.
Tiene ella mucha razón