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jueves, abril 05, 2007

Fiebre

Era una cabaña básica en la precordillera. Allí pasábamos las vacaciones, pero de preferencia la usaba sólo yo. Me iba un fin de semana de invierno, cuando a nadie le apetecía la naturaleza, y me encerraba entre sus paredes a leer lo que fuera, en especial revistas.
En la última de esas ocasiones -hablo de la época de los cataclismos- fui demasiado lejos. Recuerdo que había un puente de piedra, no hecho por la mano del hombre. Atravesarlo era cosa fácil, pero en circunstancias normales, no las que se vivían entonces. Medía unos 45 metros de largo y el abismo que se abría a sus costados era imponente. No debí hacerlo, los temblores eran demasiado intensos, pero lo hice. Alcancé el extremo superior y volví la vista: el borde en el que me encontraba se había elevado con desmesura a raíz de la acción enfurecida de los elementos. Desde las profundidades el vómito de una lava roja y espesa voló el puente en pedazos y separó la tierra en dos. Mi parte de montaña continuaba ascendiendo. Veía volar cóndores a mi misma altura y luego los vi más abajo. El ascenso parecía ser eterno, pero al cabo de unas horas se detuvo.
Viví años en ese lugar, separado del mundo. Las cosas eran bien parecidas a las que había conocido, mas las sutilezas hacían la diferencia. La princesa me quería, pero me alentaba a saltar al vacío y me daba la sensación de ser inaccesible. Vestía con tules transparentes de color marrón y normalmente hablaba desde un canapé. El sultán o el rey, nunca me quedó clara su majestad, no se apareció nunca por el valle, pero aún así la princesa se me pasaba escabullendo. Era una princesa esquiva, distante y diríase que en el fondo malvada, pues día a día me impulsaba a saltar al vacío.
Un aciago atardecer las insinuaciones se convirtieron en orden. Ella reía desde el canapé, se encogía de hombros y me indicaba el risco. Me asomé: era espantoso. Los blancos arabescos del balcón que servía de defensa se doblaban con la fuerza del viento. Bajo el precipicio cortado a pique, a unos diez mil metros de distancia, estaba mi ciudad. Los automóviles circulaban por las autopistas; se había hecho de noche. Uno de los guardias me señaló un pequeñísimo punto, al fondo del abismo. Correspondía a una poza de agua de gran profundidad y equivalía a la salvación. Salté, no de frente sino de espaldas, como lo hacen los buzos, y cerré los ojos. Durante largos minutos me dejé tentar por la suave brisa de los cielos; la caída se hizo llevadera.
En mi casa las cosas estaban harto diferentes. El piso resplandecía y había muebles nuevos. Un hombre calvo ocupaba mi lugar y me hacía ver el enredo que estaba causando con mi aparición. Mi malhumor era visible hasta para mí mismo. Los niños se me echaron a los brazos, aunque no tan efusivamente como hubiese esperado. Faltaba el encuentro con mi mujer y todos estaban pendientes de aquello. Si tuviera que definir el tema central de esta historia, éste sería el del reencuentro con mi mujer. Ella llegó del trabajo, alta, bien vestida, e hizo como que no me veía, aunque me había reconocido perfectamente. No hubo drama, pero horas después me fueron tomando en serio cuando las plantas que traje de la comarca crecieron a la velocidad del rayo.
-La casa está siendo vigilada desde arriba, les dije.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es un cuento extraño y miterioso. No creo que sean delirios febriles. Son deseos de otras vidas los que mueven el acontecer y resumen el conflicto del personaje.

Me gusta como "aterriza" el personaje desde los altos riscos a la vida cotidiana.

Me parece que es un cuento de atmósfera más que de acontecimiento.

Me gustó mucho.: