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martes, abril 10, 2007

¡Malditas palabras!

Ya sé que estoy en el manicomio; no necesitan recordármelo. Tampoco es preciso que me miren a cada minuto por el ojo de buey de la puerta blanca, como si yo fuera uno de esos locos que andan por la calle dando de martillazos a todo el mundo o como si fuera de esos otros que en cualquier objeto ven un motivo para quitarse la vida. No, no soy de ésos. Yo diría que pertenezco a esa raza de locos lúcidos que suelen darse de tarde en tarde, a ese grupúsculo de genios que, de no mortificarse por un detalle insignificante, irían por la vida creando magníficas obras; contribuyendo al patrimonio artístico de la humanidad.
¿Quieren saber cuál es mi detalle perverso? ¿De verdad les interesa? ¿O es un juego? ¿Qué es un juego? ¿Qué es la verdad? ¿Qué son las palabras?
Está bien, accedo, pero, ¡jamás por escrito! ¡Las odio, me horrorizan las palabras! Verlas impresas, desfilando ante mis ojos, escabulléndose por los pliegues de mis sesos, riéndose de mí. ¡Un martirio! ¡Una pasión angustiante! ¡Una semana de insomnio, de alcohol y pasillos oscuros con baldosas mojadas! ¡Nunca más las quiero a mi lado! ¡Fuera, fuera!
Los especialistas me han permitido convivir con una grabadora roma de casete pequeña, la que se ha transformado en mi confidente, en la única compañera de mi vida. Somos yo, ella y mi pieza blanca. Todos los días le hablo; le cuento la historia que la gente me pide. Como dispongo de una única casete, cada noche, al igual que Penélope, borro lo grabado para rehacer la historia. No es que lo haga porque esté loco. Se trata de una tarea mental y física: la soledad es dañina y no es bueno el silencio absoluto; hay que ejercitar los maxilares y el movimiento de los labios y de la lengua. He leído por ahí sobre la existencia de casos de atrofia causada por el silencio que pueden generar daños irreparables al sistema respiratorio. Además, descubro que cada vez que grabo se van agregando detalles no percibidos la noche anterior.
Escuchen pues, la historia de mi ‘‘detalle’’.
Han de saber que yo fui un gran reportero. Si no me creen, busquen en las colecciones de los diarios y encontrarán crónicas escritas por mí. Bellas notas, repletas de metáforas y circunloquios (¿circunloquios he dicho? ¿no será retórica?). Me gustaba jugar con las palabras, porque rozaban mis sentidos misteriosamente mientras las escribía, provocándome cosquillas: eran como esas mujeres que enamoran por lo que sugieren, por lo que no muestran. Hablo, ya lo han descubierto, de la fascinación de lo desconocido, de lo que no se puede aprehender completamente.
¡Ya descubriría más tarde cuánta razón había en ello! ¡Cómo las palabras me abrirían el camino a esto que yo no llamo locura, sino lucidez patológica! ¡Cómo las palabras se transformarían en arpías comesesos, brujas de uñas rojas, putas miserables!
Cierto día -creo que fue un 23 de septiembre, al despuntar la primavera- me encontraba afanado ante el terminal de computación cuando una estúpida palabra me detuvo. Había escrito ‘‘discreción’’ y de repente me quedé pensando, como un colegial. ¿Era ese-ce-ce o ese-ce-ese?
¿Discreción? ¿Discresión?
¡Qué importa ya!
Fui al diccionario y salí de dudas. La duda había surgido, creí en ese momento, porque se me habían metido entre medio a la cabeza los vocablos ‘‘digresión’’ y ‘‘discusión’’. La cosa fue que escribí mi crónica, tomé mi café de las siete y salí luego a la calle, pleno de energías. El bar me esperaba, los cerezos reventaban de flores, las tardes se hacían frescas, agradables. ¡Qué bella era la vida!
Llegó la noche y con ella, la llamada del lecho. Me acosté, leí un rato y apagué la luz: ya vendría un nuevo día, mejor aun que el anterior.
Fue en ese lapso en que se topan los mundos real y onírico, ese momento mágico en que a uno le parece escuchar voces que vienen de adentro, en que el cuerpo suele dar un salto, cuando retornó la palabra, sin previo aviso, brillante, ambigua, sarcástica, maldita: ‘‘Discreción’’. Sí, ahora estoy seguro. Primero fue ‘‘discreción’’. Sobresalía del fondo ocre de la mente; estaba colocada delante de algo así como un telón de felpa de un teatro de provincias y poseía el volumen de una sustancia cárnea y semiviscosa. Luego apareció la otra: ‘‘discresión’’ y juro haber escuchado aplausos. Ambas se turnaron en el escenario, creciendo y achicándose, subiendo y bajando, brillando y apagándose.
Discreción. Discresión.
Desperté abruptamente y ya no pude dormir. La palabra bifurcada seguía retumbando, pero ahora se hacía acompañar de una inexplicable sensación de angustia, una especie de pánico ante algo nunca conocido, un terror imposible de combatir, porque, ¿no es de locos luchar contra una palabra que se divide en nuestra mente? ¿No me encuentran la razón?
Me agitaba en la cama y miraba las paredes. ‘‘Es una simple obsesión -me decía-. Ya pasará’’. Pero mi cuerpo sudaba, el estómago se retorcía en nudos ciegos, el pulso se disparaba y en cada latido se me representaba una de las dos imágenes, con la violencia de la locomotora que se marcha de la estación.
¡Ah, el temor a la muerte! ¡Ah, el terror a la locura! ¡Nada los supera!
Desde esa noche nunca volví a ser el mismo y mis compañeros no tardaron en advertirlo. El reporteo se tornó débil y las crónicas fueron plagándose de errores. Bajaba de peso. Sentado ante el terminal, el pánico se apoderaba de mí, sin remedio. La ‘‘discreción’’ original se fue multiplicando por seis, ocho, por ochenta. Palabras tan simples como ‘‘luz’’ o ‘‘escuálido’’ me provocaban mareos y me obligaban a acudir al diccionario de bolsillo que secretamente guardaba en la chaqueta. Uno de tantos imbéciles me consultó una tarde cómo se escribía ‘‘anverso’’ y tuve que pretextar una repentina afonía y contener mis ganas de aniquilarlo. Caminaba por las calles mirando letreros, pero ante las palabras visibles surgían de inmediato sus contrincantes, las invisibles y levemente desiguales, en mi mente. Leía más que nunca, sólo para concluir que no era capaz de retener las figuras de las palabras, sino únicamente sus sonidos.
Vino entonces el segundo golpe, ya bien entrado el verano.
Escribía nerviosamente una tarde cuando sucedió lo inesperado. Creo que el párrafo decía más o menos así: ‘‘El Presidente Eduardo Frei llamó al país a actuar con responsabilidad y madurez cívicas frente al fallo del tribunal que determinó que la Laguna del Desierto es argentina’’.
Me quedé pensando, horrorizado, en lo que había escrito. No entendía nada. ‘‘Llamó al país, llamó al país’’ -me decía-. ¿Qué quise decir con eso? ¿Cómo se puede llamar al país? ¿Se trata de una orden? Pero ¿a quién? ¿al país? ¿cómo al país? ¿cómo una persona puede hablar con un país? ¿es una metáfora o una falta gravísima de redacción? ¿No habré querido decir que llamó a cada uno de los ciudadanos del país?, aunque es de sobra conocido que los ciudadanos no son todo el país, lo que convertiría su llamado en un llamado parcial, discriminatorio. El encabezado correcto debía ser entonces: ‘‘El Presidente Eduardo Frei pidió a cada uno de los habitantes del país, incluidos los menores de edad y los extranjeros avecindados más de cinco años en Chile pero excluidos aquéllos que están de paso o aquéllos con más de cinco años de residencia pero que provengan de la Argentina, por razones obvias...’’. Había escrito lo anterior pero lo tuve que borrar al revisar la grabación, ya que ésta me seguía dictando la frase original. Frei decía textualmente: ‘‘Hoy llamo al país...’’.
Tiritaba de espanto. Noté que algunas miradas se volvían hacia mí. En tanto, mi cerebro seguía cavilando:
‘‘A actuar... a actuar. El país actúa. ¿Habla de entrar en acción o de interpretar un papel en una obra de teatro? De seguro es una actuación; se trata de una obra de teatro, ya que un país completo no podría entrar en acción simultáneamente sin un objetivo concreto. ¿Cómo podría entrar en acción un paralítico o un enfermo de hospital? En cambio ambos sí podrían actuar, bastaría que el paralítico esbozara un movimiento de ojos emulando a Marceau y que el enfermo hiciera de Estragón o más fácil aún, bastaría que Don Francisco hiciera un llamado televisivo y todo el país estaría moviendo la colita en pocos segundos. ¡Ah!, todo es una gran mentira, porque el teatro es en el fondo una mentira, una ficción. Se trata de hacer teatro. O sea, se pide al país que actúe... que mienta, que finja, que tome una posición diferente por fuera que por dentro. Por eso el Presidente llama al país a actuar... ¡ahí está! Pero, ¿por qué entonces se pide actuar con responsabilidad y madurez cívicas? ¿Y madurez no es un estado superior de desarrollo? Las frutas están maduras porque se ponen blandas, pero ¿cómo saber cuándo se actúa con madurez? ¡Actúa! ¡Ajá! ¡Ficción pura! ¿Madurez?’’
Entonces no me di cuenta y empecé a gritar: ‘‘¡Cómo mierda se actúa con madurez! ¿Hay que ser blandos acaso? ¡Y cómo cresta hay una laguna en el desierto! ¡Agua en el desierto! ¡Milagros! ¡Milagros!’’
Mis colegas me tomaron y me llevaron a mi casa. Yo traté de resistirme, pero fue en vano. Vino un doctor y me administró un calmante. Me dormí; no sé cuánto. Si fueron uno, dos o tres días no lo sé. Creo que fueron tres, por la crecida barba con que me enfrenté al espejo.
Recordaba vagamente el episodio, pero descubrí con alegría que no me provocaba angustia. Salí de la ducha y tomé el estuche de la loción. La palabra surgió clara, fresca como el agua cristalina: ‘‘Williams’’. No había réplicas ni ambigüedades. Era única, indivisible.
¡Estaba sano!
Qué iluso, pienso ahora, creer que estaba sano por un estuche de colonia. Pero así es el cerebro; se deja engañar por lo primero que pilla. Se hace el tonto, cree lo que le conviene. Se da ínfulas. Se fabrica un universo y nadie lo saca de allí. Hasta que de repente recibe una embestida y sálvese quien pueda.
Pasaron los días y volví a mi trabajo. Los jefes, comprensivos, me asignaron responsabilidades menores. De reportero estrella me transformé en revisor de crónicas en el taller. Había que ir al taller y cortar las notas que estuvieran largas. A veces tenía que suprimir una bajada. Cuando más, cambiar un título. Eso era todo. Yo lo aceptaba porque en el fondo aún me sentía inseguro. Me había dado un plazo secreto de dos meses para volver a reconquistar los laureles perdidos. Era un desafío, sabía, porque otros dos colegas jóvenes habían conseguido escalar y quitarme el principal sector noticioso, que por muchos años había sido de mi total propiedad. A veces acudían al taller y me daban una palmadita en la espalda. Y yo, que nunca he tenido delirio de persecución, les creía, porque veía en ellos una buena intención, de apoyo al compañero en desgracia.
He reservado para el final lo peor. Lo advierto de antemano, por si alguien desea concluir la historia en esta parte. A los que prefieran continuar les ofrezco ‘‘mi’’ descubrimiento, ‘‘mi’’ aporte a la humanidad, ‘‘mi’’ esperanza de haber servido de algo en esta vida. ‘‘Mi’’ detalle.
Tuve una amante. No lo había mencionado hasta ahora, porque créanme que no era importante hacerlo. Era una mujer famosa, cuyo nombre me voy a reservar. Aunque no era agraciada en lo físico, su inteligencia la hacía brillar por sobre los demás, con chispas de genialidad que sobrepasaban con creces mi intelecto. Nuestra comunicación era riquísima; nos pasábamos tardes completas conversando sobre historia, música, literatura. Tenía la sensación de aprender siempre algo con ella, pero a la vez me dolía olvidar tan luego las ideas que escuchaba de sus labios. Mantuvimos durante unos meses una relación discreta, que concluimos cordialmente, nunca entendí muy bien por qué. El fuego que alguna vez ardió entre nosotros debió apagarse para siempre, ya que un día cualquiera nos dejamos de ver, simplemente.
Aquella mañana nos volvimos a topar. Noté que al descubrirme entre el gentío quiso atravesar la calle, de lo que se arrepintió tras darse cuenta de que yo también la había divisado. Entonces caminó insegura a mi encuentro. Yo lo hice con aplomo. Su mirada seria me rehuía, levemente turbada; yo le sonreía y la miraba a los ojos. Al cruzarnos, la saludé:
-Buenos días.
Ella me contestó:
-Buenos días.
Seguimos nuestros caminos; todo no había quedado más que en un mero saludo. Al llegar a la esquina, sin embargo, adquirí conciencia del horror. No se trataba, como las veces anteriores, de que las palabras tuvieran distinta grafía o distinto significado, de que las personas hablaran con metáforas o lugares comunes que se prestan para malos entendidos. ‘‘Buenos’’ viene de bien, de bondad, y ‘‘día’’ es el tiempo que la Tierra emplea en dar una vuelta alrededor de su eje. Por lo tanto no cabe duda de que ‘‘buenos días’’ es un deseo positivo a nuestro interlocutor y nada más. El problema era más profundo, tenía que ver con el significado vivencial que les damos a las palabras. ¿Qué quise decirle con eso? ¿Y qué me quiso decir ella? Yo le dije ‘‘Buenos días’’, está bien, pero ¿en qué sentido? Quizás le transmití mi creencia de que era un buen día porque había sol, pero lo que nadie sabe es por qué el sol visible debe ser sinónimo de buen día; tal vez le expresé mi ingenuo convencimiento de que ya estábamos ante un buen día, únicamente porque yo me sentía bien. Ella quizás me deseó vanamente que tuviera un buen día. Era posible también que yo le hubiese transmitido la orden de que tuviera un buen día y que ella la hubiese puesto en duda con una ironía tan sutil como la de responderme de la misma forma. Incluso cabía la posibilidad de que ella pensase que mis buenos días, dichos con una dosis de cinismo, reconozco, quisieran darle a entender que estaba mucho mejor sin ella y que en ese sentido los interpretara como una manifestación de despecho. Recordé que al momento de hablar me había mirado con una vaga sonrisa, entre burlesca y compasiva.
Separé los dos vocablos de la frase e intenté descomponer sus letras, una a una, para dar con el significado único, preciso, de su sentido. Pero las letras se me enredaron en el cerebro; fue como si quisiera entender en una hormiga la vida de la especie. Escarbé las raíces de ambas palabras y no surgió nada, sólo hilachas de incertidumbre. De pronto me golpeó un rayo de pánico y el corazón se me quiso escapar del cuerpo, al vislumbrar un túnel oscuro que me colocaba al borde de la locura. Con un poco de suerte ‘‘mis’’ buenos días los conocía; pero me di cuenta de que ‘‘sus’’ buenos días eran un puerto al que mi imaginación jamás sería capaz de arribar. Me había saludado y yo creí entender sus palabras, pero ahora comprendía cuán traicionera es la mente humana, que se autoengaña segundo a segundo para sentirse tranquila creyendo que ha logrado comprender el mundo... Ahora se me hacía claro que ‘‘sus’’ buenos días eran el fantasma visible que no se puede descubrir, el horror de lo ignorado, lo impensable, lo inasible.
Mientras viajaba, atontado, hacia el paradero del microbús, me puse a pensar en algo que, de tan obvio, nunca se me había cruzado por la cabeza: ¿quién me garantiza que las palabras, las ideas que yo expreso, sean entendidas de la misma manera por la persona que me escucha? ¿Y qué garantías reales hay de que entendí cabalmante lo que mi interlocutor ha querido decirme?
Las palabras van adquiriendo consistencia en la cabeza de acuerdo con las experiencias que vamos recogiendo de la vida y de nuestras aptitudes intelectuales para aprehenderlas. Lo lógico es concluir que ninguna significará lo mismo para dos personas, porque bastará que una persona tome el té con dos cucharadas de azúcar y otra con una sola, para que esas dos personas alteren sus esquemas de pensamiento y se bifurquen para siempre a partir del sabor del té. Ambos toman el té, pero querida ¿tu té es mi té?, qué digo, por Dios. Si eso opera con las palabras, qué decir entonces de las ideas, que son sumas de palabras. Por lo tanto, ¿qué le puedo entender a una persona que me habla? ¿Y qué me puede entender ella? ¡Aproximaciones! ¡Minúsculas aproximaciones!
Hasta ese momento habría jurado que los seres humanos se entendían como si nada. Que si uno decía ‘‘buenos días’’ el otro contestaba ‘‘buenos días’’ y ambos quedaban felices. Pero he aquí que llega una mujer y me saluda con un ‘‘buenos días’’ a todas luces superior al mío, un buenos días que abarca los tres buenos días míos y quizás otros catorce o quince más, los buenos días de ella, que no conozco. ¿Qué puedo hacer ante eso?
Intenté regresar y exigirle una explicación por su saludo. Corrí, en efecto, por la avenida, pero ella no me vio y tomó el microbús que la trasladó a su oficina. Yo quedé exhausto, en medio de la calle, flanqueado por dos corridas de árboles que batían sus hojas con los primeros vientos del otoño.
‘‘Por fin entiendo lo que quiso decir Borges al escribir Pierre Menard’’ -me resigné, resoplando de furia. Pero no era verdad. No estaba satisfecho, sino aterrorizado. Había mundos diferentes, había formas diferentes de coger una misma flor, de entender la misma flor. Recién me daba cuenta de que mi amante me había menospreciado y de que por más que me esforzaba en crear ideas, éstas eran eternamente inferiores a las suyas.
¡Nunca pudimos entendernos! ¡Nunca pudimos amarnos!
Somos gusanos de distintas especies, babosas desiguales que nos arrastramos por el mismo charco, buscando el excremento que nos nutra de vida. A cada momento nos rozamos con las antenas y unimos nuestros cuerpos desiguales en forma desesperada hasta que el calor nos sofoca y nos lanza al costado y nos lleva por la alcantarilla. Cerramos los ojos sin haber sabido nada de nada, sólo intuyendo algo único de ese barro en que nos acostumbramos a vivir. Nunca tuvimos ni una opción, ¡ni una sola! de meternos en las otras cabezas, de vivir las otras vidas, siquiera de intuirlas. ¡Nunca jamás!
Corrí hasta uno de los puentes del Mapocho y miré el río hacia abajo. Ahí estuve, a punto de arrojarme, durante unos veinte minutos, revolviendo frases y palabras sueltas en las aguas pestilentes del caudal, hasta que alguien me trajo al manicomio.
Ahora que han pasado algunos años me siento bastante bien y creo que pronto deberían darme el alta. Desde ya, todo andaría mejor si no fuera por esas malditas palabras que rondan por mi mente... esas malditas... ¿‘‘todo andaría mejor’’, he dicho? Pero, ¿cómo puede andar todo mejor? ¿Quiere decir que las cosas malas también pueden andar mejor? Y si fuera así, ¿significa que las cosas malas que andan mejor andan más mal o andan más bien? Y al decir todo, ¿hablo del aire, de las mesas, de los paraguas italianos? ¿O sólo quiero decir ‘‘todo para mí’’? Aun así, ¿cómo puede andar mejor todo para mí si en el cuerpo existen órganos que no dependen de la voluntad y marchan igual que siempre a pesar de todo... ¡de todo!, de nuevo esta palabra. Y dije marchar, aunque bien pude haber repetido andar, porque ¿no es ridículo que todo pueda ‘‘andar’’ mejor?... ¡Andar! ¡Como si el ánimo pudiese caminar, como si la alegría y la esperanza tuviesen patas con uñas!... ¡Patas!... ¡Patas!... ¡Las patitas!... Mejor no sigo grabando, je, je, je. Les había prometido un final de pánico, pero temo que los que esperaban algo así no hayan quedado satisfechos. O tal vez se estén riendo de mí. La risa abunda en la boca de los tontos. La risa es el remedio infalible, dice el Reader’s Digest.
¿Encuentran que no fue tanto?
¿No entendieron lo mismo que yo?
¿Les faltó desarrollo a las ideas? ¿O no había nada de horrible en los hechos? ¿Le dieron otro significado a este relato?
­¡Malditaaaaaaas palabraaaaaaas!
Je, je, je.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pasaba por aqui. Me entró la necesidad imperiosa del plagio. Aqui transita poca gente, parece un lugar seguro.

Después de escuchar la grabadora ya no sé...si robar quiere decir lo mismo para usted o para mi. Si las palabras pueden ser robadas. Sólo son fonemas carentes de significado hasta que el que las dice o el que las oye se lo dan. Aun así no será el mismo, y si no es el mismo entonces ya no es robo....

Me siento mal.... Si no puedo robar ¿cómo tranquilizar mi ansiedad? .... ¿será tranquilizar o clamar la palabra adecuada?. Es igual no le daré mas vueltas.

Lleno la bolsa de palabras...Las necesito. Tengo que escribir un cuento, debo entregarlo esta misma tarde o me echarán los perros.... Aunque pensandolo bien no sabía que las editoriales tuvieran perros...¿donde los guardarán?....

Como no me de prisa en salir de este manicomio me dejarán encerrada..... la grabadora mejor no me la llevo......

Thérèse Bovary dijo...

Malditas y benditas las palabras...

Recuerde usted que las palabras al nombrar, fundan lo nombrado; le otorgan existencia física a todo aquello que por innombrado, no existe.

Excelente su cuento, Dr. Vicious.

Mis saludos y mi cariño para usted en esta ciudad casi fría, casi lenta, casi plena, casi otoñal en medio de las callejuelas casi vacías de esta tarde.

Creo que Marny, está en el camino correcto al preguntarse si robar quiere decir lo mismo para usted o para mí, porque la consecuencia también depende de aquello que es robado.

Perdone, usted, doctor, pero creo que la tarde me ha puesto reflexiva y taciturna.

Hasta pronto, Dr. Vicious