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sábado, mayo 19, 2007

Carta de Mishima sobre la compasión por el mundo

Le escribía Mishima a su mentor Kagawata que había días muy raros en su vida en que, sintiéndose demasiado bien, experimentaba al mismo tiempo una gran compasión por el mundo, lo que no tiene nada de extraordinario, pues cuando uno se siente demasiado bien, en esas ocasiones -que durarán cuando mucho unos 20 minutos- descubre con facilidad los vacíos del mundo y de la gente, mas no de sí mismo, puesto que si así fuese -y cuando finalmente aquello llega a ocurrir- el estado paradisiaco se esfuma.
Cierto día un niño se subió al bus con su papá. El papá lo había invitado a ver un partido de la selección chilena de fútbol al Estadio nacional. Este hecho ocurrió en 1961 y el niño tenía en ese momento ocho años cumplidos. Su padre tendría 30 o 31. El niño estaba feliz, no se sabe exactamente por qué, si porque iba a ver a la selección o porque compartiría el domingo con su papá. No es que en esa época haya sido inusual para él compartir con su padre los domingos, pero sí era raro que lo hicieran solamente los dos. Acaso entonces haya sido ésa la causa de su felicidad, pero no hay que desmerecer el juego de fútbol, pues se trataba de un encuentro entre Chile y Alemania, nada menos. Por Chile jugaba Leonel Sánchez y por Alemania el tanque Uwe Seeler.
Cuando el bus partió desde la esquina de las calles Bueras y Millán, en la ciudad de Rancagua, distante 86 kilómetros de la capital, el niño miró por la ventana. Vio a su madre y a su hermano menor, que los despedían, ambos de la mano, ella con una amplia sonrisa en los labios y él, con la mirada fija en la ventanilla y algo de intranquilidad general en su cuerpo, como si aún esperara que alguien diera una orden y lo subieran a última hora a la micro. Nadie supo ni sabrá lo que pasaba realmente por la cabeza de la mamá y el pequeño tomado de su mano, pero el niño que miraba desde el asiento, por el sólo hecho de contemplar dicha escena, sintió una gran compasión por el mundo. A sus ojos, afuera no había ningún ser humano enteramente feliz. A todos quienes él veía, incluso a los que se imaginaba en sus casas o en cualquier otro sitio, les daba apenas para sobrevivir. Eran tantas sus carencias que si alguien osaba sonreír lo hacía para disimular una gran pena, imaginaba. Su misma madre, por dar el ejemplo más cercano, había quedado sola, sola con su hijo menor, es verdad, pero a fin de cuentas desarraigada de aquello que la sostenía en el mundo, que era la familia que había formado al contraer matrimonio y separarase desde ese mismo día de sus propios padres. Su vida, ese domingo, sería cuando más una réplica destinada a llenar las horas de vacío que se le venían por delante. Resultaba clarísimo también que su hermanito quedaba en la más profunda orfandad luego de haber sido discriminado, eliminado de una lista de pasajeros por su extrema niñez. Intentaría jugar consigo mismo, haría algunas preguntas, acudiría al llamado maternal a la hora de comer (a regañadientes) y esperaría sentado en el sofá a los viajeros, hasta quedarse dormido con la boca abierta y la corbata puesta. Y qué decir de los otros, del hombre que caminaba con una bolsa de género blanco hacia la panadería, del conscripto que encendía un cigarrillo mientras leía los titulares de los diarios en el quiosco, de los niños que corrían tras una pelota con esa inconsciencia propia de los animales, de las dos vecinas que también miraban partir el bus con sendas escobas en sus manos. Fuera de la máquina estaba la vida. Y la vida, ese domingo, por decir algo optimista, era un día de sol, triste y vacío por excelencia.
Adentro las cosas no andaban mucho mejor, salvo en un detalle: él, al igual que su padre, era dueño del futuro. El niño y su padre sentían en ese momento que había algo por qué vivir.
Treinta años después el niño de ayer, hombre ya, sintió algo no parecido, sino exactamente igual, tras desahogarse en la cama con su mujer. Se habían entregado por entero. No se había tratado solamente de una sesión de malabarismo sexual, sino de una hora y media de completo amor. Se sintió tan dichoso, tan demasiado bien que experimentó una gran compasión por el mundo, por sus padres, por su hermano, por sus hijos, por todos aquellos que se le antojaba que vivían incompletos, que algo les faltaba, que no podían dar con la clave por más que la buscaran, por todos aquellos que no poseían el secreto de la felicidad, que en ese momento obviamente era aquél que el hombre estaba viviendo.
Veinte años más tarde, entrado en canas y algo barrigudo, se topó con las palabras de Mishima y se sintió contento de que alguien sintiera lo mismo que él había sentido, pero también se alegró sinceramente por la felicidad momentánea que en esa carta confesaba un hombre que no fue feliz. Sin embargo, le pareció al mismo tiempo que pecaba de ingenuo como él pecó tantas veces de ingenuo con su felicidad compasiva.
"Ya que ahora mismo no doy con ese estado, quisiera que un alma de niño esté pensando en tipos como yo y me compadezca al menos quince minutos, aunque ese corazón peque de ingenuo", deseó.

2 comentarios:

Thérèse Bovary dijo...

Qué gran cuento!

Y las madres... siempre las madres con su cuota de sacrificio para la causa del matrimonio y los hijos.

Cariños Dr. Vicious

Fortunata dijo...

Una compasión llena de magninimidad y de indultos. Pero, como es efímera enseguida vienen las condenas a muerte...

Un beso