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viernes, agosto 17, 2007

La casa de cambio Sullivan

Hice el viaje porque me contaron que acudía gente de todas partes. La casa de cambio Sullivan queda en el condado de Brown, Illinois, y durante 75 años fue dirigida por Mrs. Luvian Sullivan. Al morir la heredó su sobrino, Werther A. Sullivan, quien maneja el negocio con sentido empresarial. Mrs. Luvian Sullivan falleció a la edad de 97 años víctima de un estrangulamiento intestinal en su hogar de Mount Sterling, ubicado a dos cuadras de la casa de cambio. La casa de cambio es la estrella del pequeño condado de 6.950 habitantes. El turista no es discreto y eso acentúa los problemas. Lo primero que hace, no bien desciende del autobús interestatal, es preguntar dónde queda la famosa casa. El 34 por ciento de los visitantes del país son de la Costa Oeste, el 21 por ciento de la Costa Este y un 10 por ciento proviene del centro. Además, un 15 por ciento llega desde Europa, un 12 por ciento lo hace desde Asia, un 5 por ciento viaja desde Australia y el 3 por ciento restante proviene de Sudamérica, Centroamérica y El Caribe.
Cuando entré, la sala de espera estaba semivacía. No había más de 12 personas y sin embargo me tocó el número C-87. El visor apuntaba el número A-14. O sea, esa mañana el personal de Mr. Sullivan había atendido a 14 personas; quedaban 273 para que llegara mi turno.
Dicen que Mrs. Sullivan fue siempre una buena persona, pero otros comentan que al menos debió de pasar tres veces por las máquinas de la casa de cambio. En el hotel en que me alojé, la vieja Eleonise O'Hill viuda de R. F. Dormell, Cachimba Dormell, me aseguró que Mrs. Sullivan de joven era extremadamente impulsiva, una sombra de la mujer templada y bondadosa en que se convirtió después. Yo le argumenté que eso pudo deberse a los años, pero ella mantuvo su prejuicio:
-No, señor. ¡Ah, no, señor!
En este pueblo antes miraban a los turistas como yo de mala manera. Con el tiempo debieron acostumbrarse a nosotros, pero se me figura que ocultos en sus mentes se mantienen estratégicos bolsones con resabios de odiosidad racial, resabios sutiles, eso sí, como flechas enanas que se les fueran clavando siempre una tras otra en el cuerpo. Tal sospecha hizo que me hiciera la siguiente pregunta, cuando viajaba de regreso a Rubio, mi ciudad natal, ubicada en una de las regiones del centro de mi país: ¿Es que ellos, los del condado, no pasan o no han querido pasar por la casa de cambio con el fin de superar situaciones difíciles? La respuesta es muy simple; me surgió apenas me hice la pregunta: casa del herrero, cuchillo de palo. La forma en que resolví la duda fue el mejor indicativo de que en vano no había gastado mi dinero. Hace tan sólo una semana habría sido incapaz de hacerme una pregunta así. Hoy estaba analizando los sucesos de la vida con cierta ironía.
Pero ya va siendo hora de hablar de este mito viviente que es la casa de cambio Sullivan. Werther A. Sullivan, con su amplio sentido empresarial, la define en su página web como "el lugar en que sus pesadillas se transforman en sueños". Metáfora muy comercial, por lo demás, que le ha proporcionado pingües beneficios a la compañía que hoy dirige y que en 1983 ingresó con un éxito inusitado a Wall Street. Mrs. Sullivan siempre tuvo problemas con cualquier otro idioma que no fuera el inglés -muchos compatriotas comentaban en voz baja y con esa sorna tan ingenua y propia de los provincianos de los Estados Unidos que ella también tenía dificultades con cualquier otro acento que no fuese el de Illinois- por lo que era de común ocurrencia en su tiempo que algunos cambios no fuesen ni remotamente los solicitados por los clientes de habla no inglesa. Lo anterior provocaba molestos viajes de retorno a Mount Sterling a extranjeros disconformes, quienes volvían a tocar la puerta, no con el fin de solicitar la devolución de la mercadería sino para que se les practicara aquello por lo cual habían pagado. En este sentido, el cometido de Werther A. Sullivan es ampliamente superior aunque no tan prolijo como lo fueron los cambios que logró operar la descubridora del artificio, que fue su tía.
Precisamente en el hall un busto de Mrs. Luvian Sullivan llama la atención de los pacientes. Ella está mirando hacia abajo, con sus típicos párpados caídos y sus pómulos salientes. La barbilla casi toca su pecho. Muchos se agachan y se estremecen ante esa mirada severa y penetrante. Werther A. Sullivan, en cambio, destaca en carne y hueso por ese aire de elegancia fabricada expresamente para vender, para convencer. Usa camisa de cuello abierto acompañada de pañuelos de seda con lunares y habla siete lenguas. Inglés, alemán, francés, japonés, chino mandarín, italiano y ruso. Los clientes latinoamericanos pueden recurrir a un traductor -como yo lo hice- o chapurrear el italiano. Hay traductores en todas las esquinas, se negocia con ellos el precio, que varía según la cantidad de palabras que se requiera al momento de solicitar el cambio. Luego de cumplir su misión se marchan a sus esquinas y ahí permanecen, impertérritos, a veces días enteros, sin casi moverse, a menos que alguna necesidad los apremie o que crucen la esquina para convidarse cigarrillos y chicles. Lo que apenas acabo de narrar es un embrujo de los mil demonios, ya que el paciente, por ahorrar unos pocos dólares, marca las palabras mínimas, en realidad menos que mínimas, puesto que bien miradas las cosas una atención como ésa requeriría de una larga sesión, muy conversada. Incluso hay traductores que ofrecen el servicio extra de conseguir buenos números en el mercado negro; uno no les hace caso y termina esperando como yo. Por eso, mi primer consejo a los que vayan a la casa de cambio Sullivan es saber inglés. Mi segundo consejo es pagar en el mercado negro por un número.
Noto que me he vuelto a desviar. Cuando el visor marcó mi número dormía plácidamente en la silla de madera que está al costado izquierdo del busto de Mrs. Luvian Sullivan, mirada la silla desde la puerta que da a la calle. Habían transcurrido cerca de 17 horas y el reloj de mi teléfono celular marcaba las 05:34 AM. La casa de cambio no descansa, es una empresa demasiado próspera desde que Werther A. Sullivan, 88 años cumplidos, tuvo la visión de abrir la compañía a los accionistas anónimos. Sobre su sucesión se habla ya de una ligera disputa de hermanos: Werner F. Sullivan, Wagner F. Sullivan y Walt F. Sullivan El corto, quien aparece en el papel con las menores probabilidades debido a su defecto de nacimiento. Werther F. Sullivan Jr. falleció a la edad de 7 años y era considerado el sucesor lógico debido a su talento innato para los negocios, la sicología y las matemáticas, pero un camión de doble eje que traía madera desde Montana lo atropelló al cruzar la calle.
Pero bien. Lo que sigue es bastante extraño. Cuando me despertaron entregué mi número sin abrir los ojos. No dormía tan plácidamente como pensaba; estaba tenso. Creía que nunca llegaría el momento. "Welcome to Sullivan's changing house" me dijeron desde un parlante cuya amplificación provocaba una fastidiosa reverberancia. A mi lado se encontraba el traductor. Éramos solamente él y yo en una pieza tan similar a la anterior que si hubiese estado el busto a mi lado habría pensado que era la misma. Pudo suceder que durante mi estado de somnolencia se hubiesen llevado el busto junto con el número, aunque pienso que algo habría quedado en el suelo, como la marca cuadrada y lustrosa en el piso, algo así. No, la habitación no era la misma: era casi la misma.
El traductor se acercó al parlante. Yo le había pedido que tradujera "alivianar el peso del pasado", "demostrar mayor seguridad en mí mismo" y "hacer que la vida sea más llevadera". Él dijo en inglés: "Weight pass", "great self-confidence", "today dog's life". Al escuchar sus palabras textuales recuerdo que me horroricé. Fue demasiado parco; me habría gustado un diálogo fluido, con preguntas y largas respuestas. Cada una de esas frases necesitaba de un desarrollo, de una explicación que las hiciera inteligibles; realmente, tal como habían sido dichas, la casa de cambio podía entender cualquier cosa. ¡Ahora me explicaba las peripecias de Mrs. Sullivan! A continuación escuché del parlante palabras sueltas como "what", "very good", "well", "thanks". El traductor, a quien había pagado de antemano varios cientos de dólares, me comunicó entonces que su trabajo había acabado y se retiró. Me sentí estafado pero no le dije nada. Yo era un extranjero en territorio extraño. Cuando cerró la puerta advertí que su bota derecha tenía un hoyo en la suela.
Quedé solo. Pasaron diez, quince minutos. Eternos. De pronto el parlante volvió a hablar, ahora en imperfecto español: "Muchas gracias, señor. Casa de cambio Sullivan muchas gracias de preferir servicio casa de cambio Sullivan, no olvidar cierre de puerta saliendo. Adiós".
En la sala de espera vi a tres amigas que se notaba que venían de Hawai, amigas entre ellas, no mías. ¡Me miraban de arriba abajo, y con una picardía!, luego cuchicheaban en un inglés que se me antojó californiano; se veían tan alegres que no pude dejar de pensar en el motivo que las congregaba en la sala. Por más que pensara, no encontraba ninguno. Fuera de este trío de cierta edad la sala estaba vacía. Después de 18 horas salí a la calle defraudado y me fui a desayunar al Mc Donald's más cercano, tan cercano que era como contar hasta cuatro y entrar. De lo que me contaron allí entendí que el cambio ya había comenzado a operar. Era una chica de 17 años de nombre Alice Kupbern, quien "en su tiempo" había hecho una gira por Sudamérica que comprendió Machu Picchu, Isla de Pascua y la Antártida, periplo que le hizo ganar confianza en sí misma respecto del dominio del español. Se alegró de verme y comenzó a practicar de inmediato. Le pregunté cuál era "su tiempo"; a mí me daba la impresión de que aún no le llegaba. Me contestó: "Cuando yo ser joven". Deduje que el viaje lo había efectuado entre los 13 y los 14 años. Me invitó a que me escondiera detrás de la barra y allí se echó al suelo, sobre un charco de cerveza. Me atrajo hacia ella y cargó uno de sus muslos encima de los míos. "Esto no poder saber nadie, aquí hay fucking people que siempre voyeur", me dijo. Le expliqué lo que me acababa de suceder y no se sorprendió. "A veces llegan tipos like you, pero yo no les hago caso, pero usted me ha sentado bien, se ve cansado". Desde aquella vez, siempre me ha parecido que Alice Kupbern es una embustera, lo sigo sosteniendo. Se adivinaba en su rostro fino de niña mimada. Su sintaxis y su vocabulario eran imperfectos, pero dominaba a la perfección el uso de ciertos pronombres, como "les". En ese sentido me quedo con la intransigencia de la vieja Eleonise O'Hill.
La mejor definición de la casa de cambio Sullivan, mejor aún que la que proporciona Werther A. Sullivan en su página web, la leí en un paper escrito por el doctor Pernell H. Roberts, a quien no se debe confundir con el actor del mismo nombre que participó en la serie "Bonanza". Pernell H. Roberts es un académico de la Universidad de Iowa que investigó durante años el fenómeno de la casa de cambio. Producto de dicha investigación resultó un documento de dos páginas, que registra al menos 128 citas en el ámbito científico en el último año. Aclara Roberts que la casa de cambio no sería ni una estafa ni un número artístico de magia entre cuatro paredes. Agrega que pareciera haber allí un descubrimiento verdadero acerca de la transacción o intercambio de caracteres entre seres humanos. Roberts sostiene que si los caracteres nacen de las emociones; o sea, del temperamento, más que de la impresión que al ser humano le generan los hechos externos, entonces la casa de cambio intervendría resueltamente en zonas concretas del cerebro como el hipotálamo y el tálamo, que son las responsables de llevar a cabo respuestas emocionales integradas, proporcionando a la corteza cerebral la información requerida para poner en marcha los mecanismos cerebrales de conciencia de la emoción. Los especialistas se centrarían además en ciertos procesos fisiológicos del sistema linfático y en la acción endocrina de ciertas hormonas. A pesar de que no logra descubrir la técnica, supone que el cambio opera a partir del adormecimiento del paciente. En este punto de su trabajo descarta en absoluto cualquier tipo de intervención quirúrgica o la invasión del cuerpo con algún aparato eléctrico. En cambio especula con la posibilidad de un tratamiento químico a base de píldoras.
"Me sometí a la prueba tres veces y cambié de carácter tres veces. La primera vez la casa Sullivan me cambió el miedo, el rencor y la desmoralización por una suerte de intrepidez a la hora de usar la palabra; la segunda vez me cambió el despilfarro y la pereza por una actitud dubitativa mezclada con el interés constante por los fenómenos cotidianos; la tercera vez, a petición mía, me fue retornado mi carácter original", dice casi al finalizar el paper. ¿Su conclusión? La casa de cambio no es una superchería sino un instrumento efectivo de cambio de carácter del individuo. Opera a base de píldoras que se administran una sola vez, en estado de sopor, y que fueron fabricadas sobre la base de 727 tipos de caracteres clasificados en su momento por Mrs. Luvian Sullivan. La dosis sólo presenta dos efectos secundarios indeseables: halitosis crónica y tendencia al fanatismo deportivo, sea o no el sujeto amante de los deportes.
Hace unos días, ya en mi hogar, revisando internet, encontré una teoría similar, pero adjudicada a otros investigadores y referida a un tema diametralmente diferente ("Efectos colaterales de la morfina en personas desahuciadas"). He tratado de encontrar el curriculum del dr. Roberts pero me ha sido imposible. Una de las pocas menciones de su nombre se relaciona con la lista de accionistas de casa de cambio Sullivan, de la cual forma parte con un porcentaje ínfimo de papeles: 0,0007 por ciento del total, lo que equivale a unos 12 mil dólares canadienses, ya que el accionista Pernell H. Roberts ostenta dicha nacionalidad. Pero puede que no sea el mismo.
En Mount Sterling la publicidad es alarmante y todo gira en torno a la casa de cambio, como ya se ha dicho, lo que no significa que la gente del pueblo confíe en el método. Más bien no, íntimamente lo desprecian, como si estuviese dirigido a destinatarios de una raza débil. Mas por algo Mount Sterling es un pueblito de pragmáticos: lo realmente importante es que les sirve para llenar las arcas del condado y que con eso ya se está muy bien, sí señor. En primavera el Carnaval Sullivan, que compite con otros del mundo en cuanto a transformaciones, alude irónicamente a esta idiosincrasia. No utilizan disfraces, al menos en lo que a vestuario se refiere. Pero de que se disfrazan, se disfrazan. He aquí algunos de los textos de los diarios locales que acompañan a las fotos publicadas al día siguiente: "La pesimista Merli Stamps, de reflexiva", "Mr. Goldberg Matt, el animalito tímido, de testarudo". "Sanguínea Sharon Colomac, de rutinaria". Los mencionados aparecen retratados en medio de la calle, detrás de la banda, simplemente caminando.
El acápite sobre el vicio resulta sobrecogedor. En el condado existe la firme creencia de que la génesis del libre albedrío está en el vicio. La “sumisión a los mandatos del vicio” o la “ruptura de las cadenas del vicio” es el inicio obligatorio del sermón dominical del pastor C. S. Atchakerikis frente al púlpito. Acudí a un oficio religioso a la hora de abandonar el pueblo, pero mi nulo conocimiento del inglés me impidió desprender de su perorata si el pastor Atchakerikis estaba a favor o en contra de la existencia del vicio. La casa de cambio posee estadísticas que demuestran que el 44 por ciento de los clientes piden en primer lugar erradicar un vicio adquirido a temprana o mediana edad, pero al momento de la verdad retiran la demanda. Pareciera ser que las personas que acuden al condado a tratar sus males síquicos culpan de sus problemas a sus vicios. No toman en cuenta que sus vicios podrían ser la consecuencia de sus problemas. Cuando la casa de cambio, mediante alguna desconocida artimaña, los enfrenta a la realidad de vivir sin el vicio, la vida se les presenta amorfa, falta de brillo y cambian de parecer. Tal vez en ese instante el parlante les pregunta si efectivamente quieren erradicar su vicio o si prefieren seguir como están, del mismo modo en que las computadoras le consultan a uno por cualquier decisión que uno va a tomar. Pero una vez más, y para proteger su secreto, la compañía no informa cuál es el “momento de la verdad”; tal parece que casa de cambio Sullivan jamás revelará sus técnicas de tratamiento; he llegado a pensar que esto en alguna medida es como la fórmula de la Coca Cola.
Reparo en detalles que con los días están empezando a cobrar importancia. No deja de llamarme la atención, por ejemplo, esa dificultad que me ha nacido para sintetizar asuntos de fácil argumento. El mes pasado mi historia no me habría demandado más que dos o tres párrafos; ahora no hallo cómo contarla; siento a veces también que escribo como si me estuvieran traduciendo. Del mismo modo, se me está despertando una curiosa manía por las cifras y los porcentajes; por primera vez siento una gran ansiedad ante las próximas elecciones municipales. Regresando a casa escuché en el bus interestatal con destino a Nueva York, aeropuerto John F. Kennedy, escuché dos teorías de turistas peruanos sentados en el asiento de atrás. Uno le aseguraba al otro que le habían cambiado su forma de ver las cosas por la forma de ver las cosas del finado Sutherland Preiss, muerto la semana anterior, ya que era lo que en ese momento más se asemejaba a su pedido. El compañero de viaje rió de buena gana. "¡Te han metido cuco, Mario!... ¡Ja ja ja!". Entonces pasó a relatar una historia que había oído el primer día en el hotel, y que asumió irresponsablemente como una teoría científica, según la cual los caracteres se extraían al azar de personas que caminaban por las calles de Fresno, ciudad del estado de California que se venía usando como laboratorio experimental desde 1985, sin que sus ciudadanos tuvieran conocimiento de ello. Según la versión, las "víctimas" quedaban circulando sin carácter. "¿No has notado la cantidad de gente sin carácter que vive en Fresno?", le hizo ver, pero Mario le contestó que nunca había estado en Fresno y que le importaba "un carajo" lo que pasara con la gente de Fresno y ambos rieron de buena gana. Enseguida Mario le consultó a su amigo si recordaba la formación exacta de Alianza de Lima el día de la tragedia, le dijo que le había nacido una repentina urgencia por conocer la formación. El amigo empezó a enumerar los jugadores pero le faltaron dos. La ansiedad les impedía dar con los nombres, los repetían hasta el cansancio pero siempre les faltaban dos; incluso preguntaron a viva voz si alguno de los pasajeros del bus era peruano. Les dije que yo era chileno y les di los dos nombres de los jugadores de Colo Colo que reforzaron al equipo. "Pero eso fue después", se lamentaban, prácticamente al unísono. Deduje que Mario y su compañero de viaje habían sido hasta ayer seres pesimistas, necios y acaudalados.

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