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miércoles, septiembre 26, 2007

Chocolate y kuchen de arándanos

Vargas le hizo un gesto a su mujer y al llegar a una capilla se salió del camino. El automóvil ingresó por un sendero de gravilla y se estacionó al fondo, frente a un café. Afuera hacía frío y llovía.
Bajaron y caminaron hacia el local. Era una casa de madera nativa. Aún no daban las once de la mañana y en cierto modo ya estaban cansados. Venían de inspeccionar terrenos que se acomodaran al último sueño de Vargas. Desde hacía un año se le había antojado terminar sus días en una parcela del sur, una parcela frente al lago, una parcela que tuviera una casa blanca de dos pisos, con una gran chimenea, piso de tabla, alfombras, música y un escritorio, su escritorio, por fin, donde nacerían para el mundo las más grandes de sus creaciones. Era un futuro de felicidad madura, de intelecto y arte, de severa mirada del mundo desde un perdido pueblito de la zona de los lagos. Su mujer, a quien la idea no le terminaba de fascinar, lo acompañaba en este periplo, aunque ya le había adelantado que si la compra se materializaba no se iría con él más que unos meses en el año, los meses de verano, idea que tácitamente pareció agradarles a ambos en aquel momento.
Entraron al café. Los recibió la música de un disco de Camilo Sesto. Eran los únicos clientes, nada raro para un día de semana de invierno del sur, camino a Ensenada, pero eso no les agradó. Desde siempre, y aún hoy, relacionaban los alegres cafés repletos de gente hablando y riendo con tazas humeantes y aromas exquisitos. Hubo de transcurrir un largo minuto para que un muchacho, de seguro hijo de los dueños, apareciera desde una pieza interior y les llevara la carta. La leyeron con cierto desdén y ordenaron chocolate caliente y kuchen de arándanos. Al centro de la sala las lenguas de fuego de la chimenea de doble cámara rebotaban furiosas contra el vidrio y transmitían un calor que después de unos minutos se les hizo sofocante.
Miraban ambos la lluvia, el césped brillante de agua y la capilla. No tenían gran cosa que decirse. El chocolate estaba demasiado dulce y de rebote, tibio. Las semillas de los arándanos se le metieron a Vargas entre las muelas y se exasperó. El muchacho leía una revista. Al pedir la cuenta descubrieron que la suma excedía con creces lo que habían imaginado. Vargas pagó de mala gana y su mujer se retiró del lugar murmurando. Subieron al auto y continuaron buscando terrenos. Pocos kilómetros al oriente un obrero vestido de amarillo los hizo parar con un disco rojo. Estuvieron detenidos hasta que el disco giró y se hizo verde. El hombre les hizo un saludo con la mano y ambos continuaron el trayecto. Otros trabajadores con sus palas y picotas los miraron desde la orilla y la vida siguió.
Dos meses después, una noche cualquiera, Vargas recordó esa escena mientras contemplaba el antejardín desde la ventana de su casa, en Santiago. A esa hora no había mucho que ver, salvo las ligustrinas, el farol callejero y las ventanas iluminadas de los edificios contiguos. Su mujer aún no llegaba. De vez en cuando el paso de un transeúnte alborotaba a su perrita, que se lanzaba ansiosa hacia la reja. Allí paraba las patas en el soporte y meneaba la cola. Luego volvía a sus asuntos.
No es que ahora estuviese en el infierno, ni mucho menos. Descansaba en su hogar luego de una jornada más de trabajo. Ya había cenado y se sentía satisfecho; sobre la mesa de centro reposaba una copita de menta que Vargas hacía durar. No es que estuviera malhumorado, ni ansioso, ni desganado, ni deprimido. No era nada de eso. Se sentía bastante bien, dentro de todo, a pesar de esa ligera intranquilidad que le brotaba de los celos. Pero al recordar esa mañana, ¡esa mañana!, tuvo la sensación de haber rozado la felicidad. Y recién ahora lo comprendía perfectamente.
Volvió con su memoria a ese día en el sur. Adentro, la calidez de un espacio cerrado, de un café amigable, hecho para ellos. Él y su mujer, únicos clientes, tomados de la mano, sin nada que decirse. Un muchacho detrás de la barra, leyendo una revista. Él y ella inmersos en un tiempo detenido, buscando sin prisa el terreno donde habrán de edificar una casa. Una paz, un silencio abrumadores.
Recordó detalles que en ese momento le habían parecido insignificantes: la araña que salía de su nido en la altura para aprovechar las ondas de calor de la chimenea, las manos tibias de su esposa, la carta de precios usada y manoseada tantas veces, el sosiego del joven, el sabor del chocolate en la boca, la textura del pastel, las migas en la mesa, el picor de la soda al entrar a la garganta. Afuera, una capilla vacía de paredes blancas unida a un minúsculo cementerio de lápidas grises, limpias, mojadas. Y la naturaleza, la naturaleza salvaje que se les ofrecía en una y mil formas: la de una enredadera que subía por el tronco del árbol nativo hasta disputarle sus primeras ramas, la del césped cubierto por gotitas que despedían brillos titilantes como de estrellas en una noche de luna nueva, la de un gallo chico y fantoche que daba órdenes de sultán a sus hembras en el pequeño corral, la de un perro resignado a guarecerse bajo el alero de la bodega, la del agua gris del lago unida por las nubes con el cielo, la de la gama de grises de las nubes, la del viento que mecía suavemente las copas de los pinos. La vida se les manifestaba con toda su sencillez y su grandeza, tanto adentro como afuera, pero Vargas no había sido capaz de interpretar ese mensaje. Había necesitado tiempo y perspectiva para eso.
Estuvo al lado de la felicidad, pudo rozarla, olerla y disfrutarla y no lo hizo. Ahora que la recordaba pensó si aquello que vivió había sido lo real o lo real era esto, el recuerdo. El vaso medio lleno le decía que la felicidad existe y que sólo basta darse cuenta de que se está inmerso en ella para sentirla. El vaso medio vacío le decía que la felicidad es un espejismo, que nada de lo que se vive puede constituir dicha, que nada es perfecto, paradisiaco, que el paraíso sólo está en el inicio de los libros sagrados y en el inicio, en el anteinicio de la vida.
La vida es demasiado compleja para contener además un paraíso, concluyó provisoriamente al inclinar su cuerpo hacia la mesa para tomar la copita, echando de paso una mirada de reojo hacia la calle.

1 comentario:

Thérèse Bovary dijo...
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