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martes, septiembre 04, 2007

Monólogo de una apestosa rata andrógina echada en el diván de su siquiatra, el doctor Sigmund Ratóid

-Adelante, pase usted.
-Gracias, doctor Ratóid.
-Siéntese en el diván y eche la cola para el lado, con toda confianza.
-Gracias, doctor.
-¿Un caramelo?
-Bueno.
-¿De fruta o de menta?
-Prefiero de menta.
-¿Tiene problemas de aliento? Yo también. Debe ser por mi afición a los riñones de perro muerto y a la caca de alcantarilla.
-A mí también me encanta, doctor. Ayer rescaté un verdadero manjar, justo antes de que el ducto lo mandara al Mapocho. ¡Estaba a punto de caer! Lo agarré con las patas delanteras y me lo llevé al hogar. Fue una caza perfecta. ¡Viera la cara que me pusieron cuando abrí la puerta!
-¿Y con qué la preparó?
-Con ajo y cebolla que había recogido en la Vega.
-¿Y para beber?
-Agüita del Mapocho.
-A mí me gusta acompañar la caca con pañales de guagua. Esa combinación tan delicada de sabores que se parecen y al mismo tiempo se distancian uno del otro por la edad del productor... ¡es deliciosa! Pero tenga, sírvase un caramelo.
-Gracias, doctor Ratóid.
-Y ahora, comience. Y recuerde que la hora cuenta desde que echo a andar el cronómetro.
-Gracias, doctor.
-¡Corre cronómetro!
-Esta vez quiero hablarle de mi vida andrógina.
-¿De su vida andrógina? ¿Es rata andrógina usted, se siente andrógina? No se le nota. Yo la veo como una rata hecha y derecha.
-De eso le quiero hablar, doctor. Le ruego que no se ofenda por esta pregunta tan básica, pero ¿qué entiende usted por ser una rata?
-Bueno... ser una rata es ser rata. Y una rata es una rata. Usted es una rata, yo soy una rata. Usted tiene la cola pelada, yo tengo una cola más graciosa, pero las dos colas son de rata. Sobre eso no hay dos opiniones, por así decir.
-Veo que ambos estamos de acuerdo en lo fundamental, doctor, y me alivia escucharlo de sus labios. Sin embargo hay algo que me tiene molesto desde hace un tiempo. Pero será mejor que empiece por mi más tierna infancia.
-Como corresponde...
-Comienzo entonces. ¿Corre cronómetro?
-¿A ver? Qué le puedo decir... ya había... cómo se lo explico... pero bueno, está bien... ¡Corre cronómetro!
-A los dos o tres años mi mamá me sentaba en la bacinica. Hacía zurullos largos que al enroscarse terminaban finalmente en una puntita que me hacía cosquillas. Eso me gustaba mucho.
-¿Le preocupa eso? Yo jugaba con la caca. Es más, le puedo confesar entre estas cuatro paredes que metía la cola dentro de la bacinica y después me la chupeteaba igual que a un loly. Aún lo hago. Nostalgias del tiempo perdido...
-No me preocupa, doctor. Le digo que me gustaba. Con el tiempo me dejó de gustar. Creo que coincidió con que crecí y en vez de sentarme en la bacinica ya lo hacía por mis propios medios en el escusado. Me pasó entonces lo que les pasa a todas las ratas a esa edad: mi vida era jugar y hacer tareas en la escuela, pero ¿amor de ratas con ratas? Nada. Eso duró varios años hasta que un día, sin que viniera al caso, me enamoré. Y no sólo eso: por la noche soñaba con lindas ratitas y despertaba excitado. Me vi luego buscando ratas que me hicieran compañía, ratas tiernas, que me entendieran. Parecía que todo formaba parte de un proceso. Durante el catecismo el cura nos daba largos sermones acerca del verdadero amor entre ratas y a la hora de la confesión, ¡pobre del que hubiese hecho el amor con una rata! Se le sindicaba como si fuese un asesino. Pero todo aquello servía para bien, pues definía una moral: mi camino estaba claro. Me sentía rata, ansiaba pecar como todas las ratas de mi edad y, lo más importante: me gustaban las ratas; diría que en el fondo quería formar mi hogar con una rata.
-Me está contando la historia de la vida de la rata en la faz de la tierra...
-Espere, doc. Quiero decir que hasta allí estaba todo claro. Tuve amores y me casé finalmente con rata de suave bigote, uñas largas, lomo suave, pelo corto y dientes de conejo, que como usted sabe, son los más preciados. Formé una familia. Tuvimos 26 lindas ratitas. Mi hogar prosperó y así fue como los regalos de Navidad fueron cambiando de paquetes de queso suizo a televisores plasma y nintendos con juegos de humillación a gatos subnormales. Pero junto con eso, junto con el paso de los años vino algo... inexplicable, que se fue convirtiendo en enemigo de la voluntad. Satisfechas las necesidades primarias a las que toda rata aspira me fui convirtiendo en una rata cínica y ansiosa, buscadora de placeres. Las fantasías normales se hicieron turbias, pero lo peor es que la sociedad entera se fue haciendo turbia junto conmigo, o a mi pesar, daba lo mismo. Estaba cayendo en un espiral valórico sin fondo.
-Eso ya es más interesante. Prosiga, que anoto.
-Un día me pregunté, a solas, qué suma de factores objetivos hacían que yo fuese una rata. Concluí que mi apariencia, tal como usted me lo dijo recién, era la de una rata hecha y derecha. Eso me llevó a la conclusión siguiente: si mi apariencia era la de una rata hecha y derecha, resultaba forzosamente natural que mi preferencia sexual se dirigiera a las ratas del sexo contrario. Y de hecho, la naturaleza había logrado ese efecto en mí: me gustaban las ratas del sexo contrario. Era, en buenas cuentas, una rata heterosexual que gozaba la cópula con otra rata heterosexual. Pero eso no me dejó conforme, pues de pronto me pareció que mis gustos pudieron haber sido determinados por la sociedad ratera en la que vivía. Un día, para probar, me probé el vestuario de mi pareja: al mirarme al espejo observé en el piso una horrible pata de laucha. Sin embargo las dudas crecían. Una noche, ante el televisor de plasma, dieron un programa acerca de los vicios del Imperio romano en el canal History Channel. ¿Lo vio usted?
-En realidad, veo poco ese canal. Prefiero HBO, en especial Los Soprano. Siga, por favor, pero vaya resumiendo, que ya le queda poco...
-En la pantalla las ratas cometían todo tipo de excesos y perversiones. ¿Sabe lo que acompañaba las imágenes? Pues era una voz fuera de cámara que decía que esas conductas no eran consideradas pecaminosas y no generaban sentimiento de culpa alguno, pues se las aceptaba de buen grado. No eran delito. No estaban prohibidas. Eso me dejó pensando largas horas y me hizo ver mi entorno con otro cristal. Y así, me vi a mí misma con otros ojos. Me pregunté si de verdad era una rata o al contrario, era una asquerosa rata andrógina. Usted me entiende. Traté de llevar la duda a la mente, de alejarla del cuerpo, del deseo. Es la mente la que desea y no el cuerpo, y basta que el deseo de mi mente se oriente hacia el camino que yo quiero darle para que el deseo del cuerpo la siga. Basta que ciertas obsesiones tomen una dirección prohibida para que la rata tenga derecho a hacerse la pregunta. Intenté entonces hacer varias pruebas un poco más audaces que la de la pata de laucha, pero no se me dieron bien los resultados. Descubrí que, o mi deseo estaba demasiado anclado en los laberintos de mi subconsciente o que, sencillamente, mi naturaleza era la de una rata común y corriente. También podía ser que los deseos de la mente tuviesen su fuente en la niñez, más bien en los ejemplos que la rata infantil ha observado en ratas maduras, ratas viciosas, ratas de sociedad. En fin, sigo preguntándome si no seré una apestosa rata andrógina, de ésas que se han puesto de moda.
-¿Le teme usted a eso?
-Sí, doctor. Le temo. Pero no sé por qué. No sé si es por los sermones de infancia, por la imagen autoimpuesta o por la desviación que lleva al vacío más profundo que rata alguna haya vivido jamás: el vacío existencial. De allí que desde hace un par de semanas, preso de angustia, me haya puesto a leer "Las confesiones de San Ratonil", padre y doctor de la Iglesia; así como a la sabia rata china Lao-Ratotsé, quienes a través de sus enigmáticos escritos intentan guiarme por el camino de la moral, del espíritu, el abandono y la debilidad, pero mientras más leo más me caliento, doctor, y creo que tal como se están dando las cosas, lo más conveniente...
-¡Suena cronómetro!
-¡Pero cómo!... justo ahora... ¿No puedo... completar la idea... o al menos escuchar su dictamen de rata siquiatra de cola larga?
-Lo siento. Son las reglas que tan bien conoce usted. Y ahora tenga la bondad de tomar hora con la secretaria.
-¿Al menos me dará pastillas, doctor?
-¿Quiere otro caramelo de menta?
-Sí, por favor.
-Sírvase. Y llévese dos para la casa.
-Gracias, doctor.
-Gracias a usted. Buenas tardes.
(Se va. La rata siquiatra toma el citófono).
-¿Secretaria?... ¿Secretaria?... ¡Secretaria!...
-¿Sí, doctor?
-¿Hay más pacientes?
-No queda nadie, doctor.
-¿Puede apagar la luz de la sala de espera y venir a mi despacho?
-Enseguida, doctor...

1 comentario:

Alejandra dijo...

Asquerosamente entretenido tu texto. Me quedó la duda de por qué usar una rata para graficar el tema de lo andrógino ¿por qué ella y no otro animal? Interesante... saludos amigo.