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lunes, marzo 17, 2008

El punto débil del axioma de Cerval

Basado en un hecho real

Cerval partió de la siguiente nota policial perdida entre las páginas del diario: un chiquillo enviado por su madre a comprar al almacén de la esquina ha sido interceptado a la salida por una pandilla que le roba el poco dinero que lleva de vuelto. El chico, aterrado por el asalto del que ha sido víctima, le cuenta el percance a su mamá y ésta, sin medir las consecuencias, sale a buscar a los autores. La historia ha sido tomada por Cerval para un filme que ya se anuncia en cartelera. Dirigió John Murdo.
Días atrás Edgardo Rocca tuvo la oportunidad de asistir a la première de la película, merced a su alta posición en el concierto empresarial universitario. Como se dio la casualidad de que había leído la noticia en la prensa la pudo comparar con el guión de Cerval y al final de cuentas con el filme. Resultó que la ficción superaba a la realidad en acción, profundidad y suspenso. Se lo comentó a su socio al día siguiente en el café y éste rebatió su impresión. Hizo notar que si Rocca pensaba eso era porque había comparado un guión cinematográfico con una nota policial publicada por un diario. Como en ninguna de las dos latía la cruda realidad, lo más probable era que el guión superara a la nota en acción, profundidad y suspenso. Un razonamiento sencillo y efectivo. Aun así, el debate los mantuvo en el café más tiempo del presupuestado. Rocca llamó a la oficina y avisó que se retrasaría media hora. No había mensajes de importancia, le informó Diana, salvo el del señor Butronich, avisando que en la encomienda quincenal figuraban importantes novedades. La secretaria no repitió, pero recalcó las dos últimas palabras, elevando seriamente el tono de su voz. A Rocca se le secaron los labios y se vio en la disyuntiva de suspender la discusión mediática o dejar para después el informe de su detective privado, que tanto ansiaba conocer. Su socio jugaba con el lápiz sobre la servilleta. ¿Estaría su nombre en el informe? Al cerrar el celular descubrió que estaba cazado en su propia red, de modo que su réplica fue débil; se notaba que quería dar por terminada la cita.
-Es verdad lo que dices, si no fuera porque una nota periodística habla mucho más de la realidad que un guión cinematográfico. Mientras éste justamente tiene por misión eliminar baches, seleccionar la sustancia de la historia y adornarla luego al amaño del autor, la noticia suele ser brutalmente sensacional, en el sentido de que despierta los sentidos, más todavía si está mal escrita: deja a la imaginación del lector el detalle de las cosas, el momento mismo del crimen, la última mirada que le da la víctima a su asesino, el frenesí del horror. Eso no es comparable con un crimen recreado; o sea, vuelto a cometer, no por un observador que despliega en sus manos las páginas de un diario sino por un guionista que quiso pensar como él y finalmente como todos aquellos que acuden a la sala de cine. En consecuencia, si te digo que la historia del guionista supera a la del diario en acción, profundidad y suspenso no estoy diciendo que sea más verídica o provoque emociones más intensas, sino sólo que está mejor narrada, estéticamente hablando.
Antes de que su colega esgrimiera el argumento triunfal, que despedazaría al anterior, Rocca se levantó de la mesa y se despidió sin dar lugar al contraataque. Había vislumbrado en un segundo el talón de Aquiles escondido en sus palabras. No estaba acostumbrado a perder. El poder radica en la brutalidad y la sorpresa, recordó a tiempo y se marchó a conocer las novedades que le tenía el detective. Éstas, por lo demás, ocupaban el centro de su vida desde que su mujer le confesara amoríos de juventud.
Cuando llegó a la oficina le ordenó a Diana que no le pasara llamadas. Con el paquete entre sus manos involuntariamente temblorosas se encerró en su despacho. Lo abrió: había una nota y un video. La nota decía "Llameme, don Edgardo". La falta de tilde no lo inmutó; Cerval habría reparado en ello y sacado conclusiones acerca de la personalidad, la prolijidad y la educación del detective. Antes de echar a andar el aparato su pulso se aceleró. El video contenía imágenes de una mujer rubia, presumiblemente su mujer, saliendo de la casa que ya tan bien conocía y que había llegado a odiar con todas sus fuerzas. La despedía con un beso en la mejilla el propietario, un hombre de avanzada edad. Era todo; no más de dos minutos. Mientras observaba la acción por primera vez sintió una pulsión sexual derivada del dolor que provoca la humillación. La sensación venía desde lo más profundo de su ser, pero siendo intensa no le era suficiente: necesitaba más datos. Repasó las imágenes una y otra vez, sólo para aumentar su creciente frustración: necesitaba más. Necesitaba llegar al detalle, a la entrega final, al momento supremo del éxtasis de su mujer con el Otro, necesitaba llegar aún más allá de los hechos, necesitaba meterse en el cuerpo de ella, navegar corriente arriba por sus venas y desembocar en esa ajena laguna cerebral en la que tendría que bucear obligatoriamente hasta toparse en su fondo pantanoso con el esquivo tesoro, ignorado y misterioso, que desde hacía tanto tiempo le era vedado y que, estaba completamente seguro, escondía la gran verdad acerca de sí mismo, no de ella, porque ella era sólo el instrumento, el camino para llegar a su verdad.
De modo que llamó a Butronich y al hacerlo fue al grano.
-¿Es ella? -le preguntó.
El detective quiso dilatar la conversación, pero Rocca le cortó el paso.
-Dime si es ella.
-Sí, don Edgardo, es ella.
-¿Estás seguro?
-En un 99,9 por ciento, don Edgardo.
-¡Maldito gusano! ¡Cuántas veces te he repetido que yo pago por cien de cien!
Estaba descontrolado. Al hablar daba puñetazos en la mesa.
-Pero don Edgardo, estamos hablando del 99,99 por ciento, que es lo mismo que cien.
-¿Es exactamente lo mismo?
-Prácticamente lo mismo, don Edgardo.
-Vente altiro a la oficina.
-Voy volando, don Edgardo.
Mientras revisaban el video juntos, el detective le enseñaba detalles de la figura femenina. El tono rubio del pelo, el vestuario, el modo de caminar. Rocca no decía nada. Pero le inquietaba que la imagen estuviese borrosa. Luego de unos minutos de silencio, sumamente incómodos para el detective, quien sólo atinaba a mirar el marco y la foto en el escritorio de su cliente, Rocca habló de nuevo, nervioso.
-¿Y ahora, qué vamos a hacer?
-Usted dirá, don Edgardo.
Hizo una pausa breve, no más de ocho a diez segundos. Luego dijo, con voz áspera:
-Lo vamos a matar.
El detective palideció. No esperaba una frase tan brutal, tan apartada de la ley. Sólo atinó a balbucear en forma casi infantil:
-¿A... ella?
Rocca se enfureció y lo echó de la oficina. Qué curioso, odiaba con toda su alma a los traidores, pero los odiaba porque inconscientemente les admiraba su amoralidad y desparpajo. Sin embargo, a rastreros e ineptos como Butronich los despreciaba a tal punto que no podía dejar de experimentar un ligero temblorcillo de satisfacción cuando los humillaba en público. Diana vio pasar cabizbajo y sonrojado al enigmático personaje mientras su jefe lo despedía a viva voz:
-¡Ven a buscar tu plata el lunes!
Conque era dinero, pensó la chica. Eso contenía el sobre que el señor Butronich retiraba quincenalmente a cambio de sus encomiendas. Lo había sospechado siempre; ahora tenía la certeza. Pero le faltaba el motivo. ¿Por qué no se disponía para él un depósito en una cuenta corriente, como a los demás proveedores? ¿Es que se trataba de un proveedor especial? ¿Quién era, qué hacía Dante Butronich? ¿Qué contenían las encomiendas? Hubiese deseado ser detective para averiguarlo y por una vez lamentó la sagrada discreción de su oficio.
Rocca volvió a su hogar un poco antes de la hora acostumbrada. Su mujer notó de inmediato el brillo en sus ojos. Era el mismo de otras veces, afiebrado, rojizo, brillo de pupilas dilatadas que le encendía la mirada, lo dotaba de extraña fuerza y pasión. Las primeras veces le habían gustado las consecuencias de ese brillo, porque luego de un breve paroxismo remataban en caricias y promesas dulces. Pero desde hacía un tiempo aquella forma de presentarse por la noche estaba derivando nuevamente en delirantes discusiones centradas en la idea del engaño, que le rompían su frágil equilibrio.
Cenaron en silencio. Él se puso el pijama, se lavó los dientes y se acostó. Ella se sentó al tocador. Al apagar la luz del velador, él le dijo:
-Lo volviste a ver.
Ella respondió, cansada, pero temerosa, sin dar vuelta la cabeza:
-Ya empezaste...
Él le dijo:
-El viejo se va a arrepentir.
He tenido la suerte de acceder al nuevo trabajo de Cerval. A diferencia del trato dado al asunto de la madre que persigue a los asaltantes de su hijo, en el que luego de poner durante todo el filme el acento en el suspenso remata inesperadamente en una orgía de horror y brutalidad que pulveriza los valores más sagrados que laten en el alma del ser humano, esta vez su mirada se detiene en la compasión por la miseria humana.
Cerval nos anticipa la furia del protagonista en la gran escena inicial del mar estrellándose incesantemente contra los roqueríos, toma eterna y estática y sin embargo pletórica de acción en la espuma que salta, las gaviotas que se elevan para caer en picada, la bandada de pelícanos que desfila militarmente a ras de agua, el bote que aparece y desaparece a lo lejos entre el vaivén de las olas. De pronto la cámara se aleja y la pantalla se llena con un muro y luego con la forma arquitectónica que le da sentido: la casa en que se cometerá el crimen. Enseguida se dirige al sol, al fuego del sol, que se pierde en el océano.
Es magistral, asimismo, la resolución de la escena del clímax. Un viejo que dormita en el sofá en la comodidad de su hogar, sin imaginar que le quedan minutos de vida. Afuera, ruidos de motores que se apagan, puertas que se cierran, pasos, el timbre. El viejo, que les abre la puerta de par en par a sus asesinos. Los ojos de Rocca, aquellos que tan bien conoció su mujer. La sonrisa de Rocca, su voz de caballero ansioso. Luego -en tiempo real y con el asesino siempre visto de frente y en contrapicado; o sea, enfocado casi desde el suelo- la bencina derramada en la habitación, el golpe eléctrico a la víctima, la chispa maldita que enciende la pieza en un segundo, el plan fallido, la serie de torpezas que le hacen descender los escalones envuelto en llamas y huir de la casa entre aullidos escalofriantes.
Es imposible graficar en imágenes los sentimientos de un personaje si el espectador no se ha compenetrado e incluso adueñado de la personalidad de éste. He allí el mérito de Cerval: nos convierte en celópatas y en asesinos dentro de la sala de cine a través de tomas claves. Lleva la realidad más allá del que la vive y la inserta en nuestras vidas. Nos mete dentro de un pensamiento ajeno, tal como Rocca se metía en las venas de su mujer para navegar corriente arriba en busca de su propia verdad.
Tal vez la verdad está en los demás, no en nosotros. Tal vez nosotros somos solamente depósitos de verdades que vuelan en el universo y de pronto se nos incrustan, así como las gaviotas se hunden vertiginosamente en el mar. Cerval convierte dicha hipótesis en axioma; esa y no otra sería para mí la interpretación de la escena final, tan eterna como la que da inicio a la película. Rocca, cubierto de vendas, siente transcurrir los días en la clínica, uno tras otro, aguijoneado por un dolor inenarrable, entre tremendas agitaciones internas, incrustaciones de picos de gaviotas en cada molécula de su cuerpo. Ni un solo agregado a esa imagen descarnada, nada de música: sólo Rocca y sus vendas y la luz, que crece, inunda la pieza, lo baña de rayos de sol, se debilita, se hace suave, lo arrulla, da paso a la tiniebla, a la oscuridad, a la noche, entonces a un nuevo amanecer. La cámara fija, instalada en el techo, nos invita a inundarnos de esa luz y de esa oscuridad, a vivir las fases que vive Rocca, a sentir su dolor en nuestra carne, los picotazos de las gaviotas, el momento de la huida por la escala encendidos en llamas, el dolor de su fuego en nuestra piel, el dolor de los celos en nuestra mente, el momento del beso y del supuesto engaño en nuestra imaginación, el estertor de la desesperación en nuestra carne, y todo ello gracias a la imagen de un moribundo que se agita imperceptible en la cama y que nuestro pensamiento traduce en insoportable destino. Por unos minutos el dolor, nuestro dolor, se hace tan desagradable que desconcierta: es lo más que nos hemos logrado acercar al sufrimiento de otro hombre. La butaca nos cansa, cambiamos de postura de la misma forma en que cambiamos de postura al leer estas líneas que se alargan en forma innecesaria. Cerval lo intuye muy bien, extremadamente bien: sabe que no hay otra manera de profundizar en la experiencia del otro que machacándola, reiterándola, repitiéndola hasta el cansancio, aún a costa de la fea redundancia y del sacrificio estético. Pero nosotros, los espectadores, no tenemos por qué saberlo; ni siquiera lo sospechamos. De allí que apenas la palabra fin aparece en la pantalla nos regocijamos de volver a ser quienes somos y en ese instante, aquel en que transitamos lentamente hacia la luz en una especie de procesión adornada con restos de cabritas y latas vacías, la fallida apropiación del dolor ajeno troca en compasión por el otro y con esa sensación abandonamos la sala. Cerval es tan diabólico que me temo que ha calculado el último paso de su axioma; diríase la debilidad de su axioma. A pesar de la fuerza demoledora de las imágenes, creo que puede haber de parte suya un goce exhibicionista de su fracaso a través de nuestras reacciones. Es como si él estuviera proyectando en su mente esa verdadera escena final, la de la retirada del público de la sala de cine. Y es que si la verdad estuviera efectivamente en el universo y sus pruebas se nos incrustasen e hicieran de nosotros meros receptáculos, creo que Cerval apuesta finalmente, diciéndolo de modo tácito, por la idea de que únicamente nosotros, cada uno de nosotros, cada ser único en su individualidad y humanidad puede sentir como siente. Y ésa es más que una migaja de la vida: es la vida misma. De allí que en este filme haya decidido darnos un último regalo a la salida de la sala: el alivio que nos proporciona la piedad ante el dolor ajeno. No me cansaré de agradecérselo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Dr. Vicious logró captar mi atención. El clima se está creando y me imagino que cualquier similitud con la realidad es sólo coincidencia ...

juanita

Thérèse Bovary dijo...

Sólo coincidencia!!!!