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domingo, marzo 30, 2008

El faro

A Fani Labra

En aquellos postreros días, vigoroso aún, el destino me ofreció un trabajo bien remunerado. Vivía ya entonces de mi pensión, que satisfacía todas mis necesidades; verdaderamente no precisaba más ingresos. Sin embargo acepté la extraña oferta, en parte por la naturaleza del trabajo, en parte porque nadie en su sano juicio es capaz de sustraerse a la tentación de ganar dinero bien habido si la labor que habrá de desempeñar a cambio no le es desagradable. Bastantes ya lo hacen escupiendo al suelo o arriesgando su pellejo ante la ley. Con sobrada razón mi rechazo se hubiese prestado para comentarios maldicientes.
Consistía la ocupación en atender y mantener un faro histórico situado en la ribera del Golfo de Penas. Apenas lo vi desde el mar me prendé de él. La torre blanca se divisaba desde unas 12 millas náuticas y su luz intermitente me hacía guiños matemáticos que se me antojaron un alegre saludo de bienvenida a la distancia. Cuando desembarcamos en la distante playa de acceso, ayudada por dos mocetones, mi madre lanzó un par de divertidas palabrotas. Por la noche, mientras yo asumía la responsabilidad del faro y revisaba el inventario para darle el visto bueno final, ella se metió a la cocina y nos preparó una sopa de róbalo, que acompañamos con pan amasado, queso, fiambres y una botella de vino. La nave zarpó al día siguiente, llevándose a los viejos fareros. En el lugar quedamos sólo mi madre y yo.
Recuerdo tan claramente esa noche inicial. Mientras mi madre dormía a placer me encaminé al faro y subí a reconocer la torre. Abrí la portezuela y contemplé el mar desde la altura. El viento me desestabilizaba y de no ser por mis manos, agarradas como las de un halcón a la baranda de metal, su fuerza me habría despedido por el aire. La lluvia me corría sobre la capa amarilla de servicio, que protegía mi cuerpo de pies a cabeza. La furia de Neptuno resplandecía en las crestas de las olas y de su voz eólica brotaban versos definitivos, inefables en su negro misterio. Estremecido de goce, volví a la seguridad interior de la torre, me saqué la capa, me puse cómodo y en ese momento, viendo otra vez el mar, pero ahora desde una civilizada perspectiva, sentí como si aquél fuera el comienzo de unas largas vacaciones. Y viví intensamente y traté de hacer durar ese segundo eterno detenido en el tiempo, y reuní en él todas las formas imaginables de mi goce: el océano siempre igual y cambiante, la sinfonía de la tempestad, la visión desde la torre, el graznido de las aves nocturnas, los copas de los árboles oscilando con el viento, la leña consumiéndose en la salamandra, la seguridad del buen hogar, el guiso humeante, el licor y el vino, el estante repleto de libros, la provisión de discos, el papel y los lápices de dibujo, el aroma de la moledora de café, el computador encendido y mi madre, mi madre... hasta el fin de los tiempos.

Entonces, inevitablemente, ocurrida la experiencia de sentir y la experiencia de pensar; no pudiendo rehacerla, aunque me forzara a ello, pues lo que es ya había sido, el faro se me fue haciendo familiar, rutinario, ya visto. Y con esa sensación parecida a la de haber vislumbrado el paraíso bajé a echar mis huesos a la cama.
El primer día lo dedicamos a humanizar la casa de concreto que se hallaba junto al faro y ordenar nuestras habitaciones. Ella exigió que yo utilizara el dormitorio más amplio, "por mis obligaciones". Yo contraargumenté con la evidencia de que sus años le exigían una habitación cómoda. Tras absurdos dimes y diretes decidí imponer mi autoridad de guardafaro. Ese hecho bastó para que declinara en su insistencia. No pude dejar de advertir en su gesto un aire de orgullo por la misión que cumplía su hijo. Semanas, meses y hasta años más tarde no se cansaría de recordarme lo acertado de mi golpe de mando, ya fuera por la proximidad del baño, ya por el espacio para la cocinilla, ya por el rincón sagrado que reservó para su lugar de oración. El reclinatorio, en efecto, se le transformó en una necesidad diaria -matutina y nocturna- desde el temprano día en que yo surgí del bosque con la pequeña sección de un alerce derribado alguna vez por un rayo y, tras arduo esfuerzo, convertí ese pedazo de tronco en herramienta para su alimento espiritual. Mis manos quedaron callosas por un tiempo, pero la felicidad que me proporcionaron el serrucho, el cepillo, el martillo, la pintura y el barniz las cuento entre las más intensas de esos años. Al culminar el día la veía retirarse a su pieza, desde donde nacían dulces susurros acompasados, que duraban unos veinte minutos. Luego salía a darme las buenas noches y volvía a recogerse. Su beso en la mejilla terminaba con el mismo diálogo:
-Ya recé por usted, hijo.
-Gracias, mamá.
-No trabaje tanto, hijo. Buenas noches.
-Buenas noches...
Ordenada la casa, al segundo día comenzó mi tarea. Atender el faro era cosa fácil. En realidad, no había que hacer casi nada. La señal se programaba sola, de acuerdo con los husos horarios. Mi misión consistía en que el mecanismo automático funcionara y, de vez en cuando, en cargar una de las baterías o reemplazar alguna placa de energía solar. Una vez al año había que revisar las cañerías y cada dos años, repintar los muros exteriores, labor que me tomaba un buen par de meses. Mi madre se encargaba del aseo y de la cocina; yo lavaba la loza y una vez a la semana enceraba el piso de madera. Las vituallas y encargos especiales llegaban cada seis meses, por la vía marítima. Dicho esto, se comprenderá que para cualquier espíritu aventurero y movedizo tal trabajo habría equivalido a una condena a muerte; pero para mi madre y para mí esto era lo más parecido al edén. Todo consistía en confeccionar una rutina y cumplirla. La cena era a las nueve y yo la acompañaba con dos copas de vino. Ella sólo comía una fruta y antes de recogerse a cumplir con el rito de sus oraciones nocturnas gustaba una taza de té hecho por mi mano, que siempre hallaba "delicioso". En mis horas de soledad frente al computador, avanzada la noche, me permitía un vaso de brandy o de bourbon, no más, aunque siempre quedaba con deseos de beber el segundo. Para que no se piense que mi capacidad de control es envidiable, he de confesar hoy que esta última rutina llevaba implícito el autoengaño de la doble y acaso triple medida. En pequeñas y saludables ocasiones, sin embargo, nos saltábamos la norma. La noche de Año Nuevo abríamos champaña, aunque no éramos capaces de beber toda la botella. Lo que hicimos entonces, a contar del segundo año, fue lanzar el corcho y la burbujeante espuma del ávido chorro desde lo más alto de la torre hacia el océano: era mi homenaje a los dioses del mar y para ella, el brindis con su Padre Bueno. Y aunque ya lo he dicho, no está de más reafirmarlo: mi madre era creyente, católica de una devoción admirable hacia la Virgen. En otras palabras, católica desde el punto de vista dulcemente bondadoso con que se puede adoptar esta religión, pues el otro es el de la fría autoridad centrada en el temor de Dios. En su cándido espíritu provinciano no cabían dudas metafísicas de ninguna especie: Dios existía, el diablo trataba de hacerle sombra, los hombres buenos al morir se iban al cielo, los malos al infierno y el resto, que éramos casi todos, podíamos pasarnos unos dos mil a tres mil años en el purgatorio. La vida era para ella un continuo asombro, vivía el momento como no lo recuerdo en otro ser. Para proclamarlo de modo terminante, y si tuviera que atenerme a la definición que Montaigne recoge de Platón, diría que mi madre encarnaba sobradamente los tres requisitos de la auténtica filosofía: firmeza, fe y sinceridad.
Me levantaba tarde, pasadas las nueve y media. Mi madre, en pie desde temprano, insistía con majadería en llevarme el desayuno a la cama y me urgía a comer el pan recién salido del horno, con mantequilla, jamón, queso y huevos revueltos, sabiendo que mi rutina consistía en un café amargo, un bizcocho y un vaso de jugo, nada más. Aquel momento se constituyó en un diario motivo de disputa, al que a veces ponía fin con mi clásico golpe de mando, aunque en otras ocasiones me dejaba tentar, lo que ella íntimamente consideraba un triunfo; he allí el porqué de su hábito. De todos modos, había una batalla que siempre le ganaba: el desayuno se tomaba luego de que yo saliera del baño, duchado y rasurado, y siempre en el comedor de diario, ubicado frente a la cocina a leña, que servía de estufa. Hablábamos superficialidades mientras generalmente afuera llovía a chuzos; ella me comentaba sobre el estado del tiempo, mas no lo hacía por romper el silencio o iniciar un tema de conversación: de verdad la impresionaba ese clima inhóspito, al que no estaba acostumbrada. Solía preguntarse si la estructura del faro aguantaría esos vientos o si un rayo no nos terminaría por caer en la cabeza, frases que remataba con una tranquilizadora noticia de indulgencia que le había entregado su Padre Bueno en la oración de la mañana, y que me incluía a mí. "Así que si nos revienta un rayo estamos salvados", bromeaba usando esos giros brutales que tan bien le conocía, pero yo permanecía en silencio, pues a esa hora lidiaba con mi mal genio matutino. Luego levantaba la mesa y lavaba la loza. Mi madre volvía a las labores de cocina y se entregaba a la tarea del almuerzo. Entonces me gustaba salir. Si el día había sido bendecido por la presencia del sol dejaba la casa con pocos resguardos y me internaba en el bosque, a veces caminando y otras en una bicicleta de montaña. Entre el faro y la playa las generaciones anteriores habían abierto un sendero de unos ocho kilómetros. Lo flanqueaban árboles nativos que por trechos metían sus raíces en el camino y lo ocultaban a los ojos. Transcurridas unas dos horas, si cumplía el trayecto a pie, llegaba al desembarcadero, que era la playa de arena, protegida del viento en todas sus direcciones. Allí tomaba el bote amarrado en la orilla y me internaba en el mar unos centenares de metros a la pesca de róbalos, congrios y merluzas. Cuando el viento y las nubes me aconsejaban desistir de tomar riesgos innecesarios me sentaba en la arena, no mucho rato, a meditar y sentir pasar la vida, sin esperar nada a cambio. Al momento de advertir que mis meditaciones no me llevaban a ninguna parte y que los huesos empezaban a reclamar acción, me levantaba y emprendía el camino de regreso. Llegaba al faro pasadas las tres de la tarde. Mi madre me estaba esperando con la cerveza helada, que bebía luego de cambiarme de ropa y mientras estiraba las piernas en la sala de estar, frente a la salamandra, inmerso en el mundo musical de Shostakovitch, Bartok, Ravel, mis preferidos para la hora del almuerzo, por su intensidad y desparpajo. El almuerzo consistía en una entrada y un plato de fondo, acompañados de vino. El postre podía ser flan, leche nevada, sopaipillas pasadas, budín de pan u otras exquisiteces salidas de sus manos. Una estancia de esas características exigía surtida despensa. Al firmar el contrato con la empresa que me encargó la misión llegamos al acuerdo de que ésta me proveería de todo lo esencial, incluyendo fruta, carne y verdura congeladas, además del vino. En la cava, pues, se contaban aproximadamente 150 botellas, unas cien de vino tinto y 50 de blanco, renovables cada seis meses, aunque de una calidad mediana. Dada esa realidad complementé el número con una cantidad nada despreciable de vinos de cierta categoría, que solía gustar en la cena. A nuestro cargo quedaron además los licores y otras delicatessen que alegraban nuestra charla del aperitivo, que se podía considerar sagrada, ya que era el momento que daba inicio a lo más importante de mi jornada, pero ya iré a eso.
Si el tiempo estaba malo, que era lo habitual, la salida se restringía a unos pocos kilómetros y me obligaba a vestir impermeable y botas. Paradójicamente, los mares encrespados se prestaban para la buena pesca de orilla. La caña y los anzuelos solían capturar hermosos ejemplares de lenguados que mi madre limpiaba y guardaba para la cena. En todo caso, fueran los peces que fueran, su exclamación inevitable al verme entrar con ellos al hombro era de admiración.
Antes de que llegara el primer verano deslizó la idea de que un huerto nos proporcionaría hortalizas frescas, "que hacen muy bien a la salud, hijo". Tomé la sugerencia como una orden y al cabo de dos semanas habilité el invernadero, a unos cien metros de la casa, en un claro del bosque. El espacio protegido del viento, el frío y la lluvia se transformó en su hobby de las mañanas y desde entonces se hicieron habituales las verduras frescas en las comidas e incluso, en ocasiones, las flores en la mesa.
Mi sueño de esos días postreros era ser mago. La satisfacción espiritual se me daba al demostrar mi extraño poder, un poder mágico, revestido de belleza, un poder hasta cierto punto mentiroso, pues no había base sólida alguna en el que se sustentara. Dicha conducta se orientaba especialmente a captar la atención del sexo opuesto y de las personas que realmente ostentaran poder. Desde luego no actuaba así con mi madre, puesto que hacia ella lo natural era amarla, atenderla y complacerla. Ahora que lo pienso, sin embargo, creo que tal vez ese deseo de querer encandilar con luces artificiales al mundo entero, especialmente a las mujeres, se originara en la temprana relación entre mi madre y yo. Pudo ser que cuando muy pequeño la viese tan gigante y poderosa que, indigno de captar su atención, decidiera iniciarme en las artes de la magia. Pero aquella hipótesis freudiana no tenía la menor importancia en el faro, salvo en lo que se refiere al uso del computador. En el faro el norte de mis días eternos fueron la sencillez, la verdad, el amor. Digo fueron porque hasta los días eternos dan paso a otros días y hasta las vacaciones más largas llegan a su fin. Así es el tiempo, la única verdad que gobierna nuestros días.
El computador y la noche daban paso, en efecto, a un modo distorsionado, perverso de ver las cosas. No me bastaban la sencillez, la verdad ni el amor que me entregaba mi madre. Algo anterior a mí me exigía cumplir ciertas acciones que condujeran a la insatisfacción. A través de la vía satelital hablaba con desconocidas mujeres de todas partes del mundo, a quienes intentaba seducir con la palabra. De las teclas se desprendía un fuego, una pasión que no podían entenderse sino como la más sublime expresión de la derrota, puesto que en mi fuero íntimo yo percibía que esos mensajes eran una desesperada estrategia destinada a ser tomado en cuenta. Así, el amor lejano, imposible, y la unión momentánea con otro cuerpo despertaban sueños y fantasías pero también tristeza, desánimo, melancolía. No puede existir el paraíso sin aquellos nobles sentimientos. No basta la alegría, no basta el amor. El hombre no fue hecho para ser ciego ni para ser perfecto.
Lo había instalado en la torre del faro. Cuando no me dedicaba al dibujo, allí escribía noches enteras y daba rienda suelta a unas ansias que se extraviaban del sendero que templaba mis acciones el resto del día. Sí, entonces yo era otro, una especie de átomo que pugnaba por salir del núcleo para estallar y confundirse con las estrellas del cielo austral. Ni mejor ni peor que el del día, y sin embargo oculto por pudor a los ojos de mi madre, quien desde el sueño contenía mis actos, impedía que la noche se trastornara y me depositaba en serenas playas al clarear el alba.
Escribía de mis ansias, de mis apetitos reprimidos, creo que en el fondo escribía de mis ganas de amar. Eran éstas unas ganas que sobrepasaban el amor sagrado que le profesaba a mi madre, el que siendo esencial y bueno era no obstante incompleto, ya que no incluía esa enorme sombra, ese lado malvado y violento que contenía mis inclinaciones sádicas y mis besos profundos. Más que eso no diré, pues no viene al caso. Por lo demás, de sexo ya he hablado demasiado.
Las noches que dedicaba al dibujo eran las noches serenas. Me sentaba en la mesa del comedor, ubicaba una lámpara a mi izquierda y hacía correr el lápiz sobre el papel granulado. Cerca mío reposaba el bourbon; a mano quedaba el café. Mi madre me dejaba galletas horneadas antes de acostarse. El calor de la salamandra llenaba la habitación y empañaba los vidrios. La música lo volvía todo aun más agradable. Afuera arreciaba la tormenta y la furia del viento en ocasiones hacía volar ramas que terminaban su viaje golpeando alguna de las ventanas. Ese ruido, que para otros puede ser intimidante y desagradable, a mí se me tornaba divino al unirse a la música. Ya algo así dijo una vez Glenn Gould. Mientras dibujaba rayas que se iban convirtiendo en formas y luego en historias, las notas me transmitían timbres y colores que en ninguna otra circunstancia he sido capaz de percibir. El violín de las partitas de Bach adquiría ribetes laberínticos y se prestaba magistralmente para escenas de habitaciones y de bosques. Las Variaciones Goldberg se mezclaban tan perfectamente con los trazos, los relieves y las sombras que nacían del grafito que terminaban siendo una sola cosa, generalmente una cosa vulgar y violenta, al estilo de las atmósferas de Dostoievski; me refiero desde luego al producto que salía de los lápices. El segundo concierto para piano de Bartok, paradójicamente, llenaba el papel de campiñas y paisajes horizontales, débiles, evanescentes, en contraste con ese fuego que despiden el piano y los timbales. La tercera sinfonía de Mahler, con sus aires militares, resultaba ideal a la hora de colorear los grandes espacios de una viñeta, punto por punto, hasta acabar ambos, la viñeta y el primer movimiento, luego de 40 minutos. Dicen que la música distrae. En mi caso, no existe algo que me concentre más, mientras dibujo, que la música.
El resultado de mis ambiciones estéticas, sin embargo, solía ser desastroso. Nunca he sido capaz de resumir una obra en una sola escena; no tengo ese poder. Para escribir un poema necesito contar una historia, de modo que si dibujo, las hojas involuntariamente se van dividiendo en pequeños cuadros que encierran acciones, miradas, ambientes. En el faro, las historias iban naciendo cuadro a cuadro, sin proyecto previo. Comenzaba con trazos burdos y gruesos; luego, si me entusiasmaba, el estilo se iba volviendo prolijo. Al terminar la noche el cerebro se transformaba en un amasijo de detalles obsesivos. Cuando me levantaba de la mesa para observar el trabajo a la distancia, el desaliento me hacía beber el contenido del vaso de un solo trago. Salía entonces a empaparme con la lluvia -una especie de protesta contra Dios o en otras palabras, contra la cárcel de los talentos- y luego me encerraba en el cuarto y me dormía.
A veces pienso que yo soy como mis dibujos: suelto y relajado, al principio; abrumado por la responsabilidad, al final. Dos cosas que no se dan bien en un solo hombre.
Mi madre me observaba y creo que lo entendía todo, pero no decía nada. Se limitaba a servirme, llenarme de cariños, atender la huerta y la cocina, orar y en sus momentos de ocio, devorar las novelas policiales de Agatha Christie y George Simenon y las obras de autores pasados de moda como Romain Rolland, Maxence van der Meersch, Somerset Maugham, Lajos Zilahy y Pearl Buck, sus preferidos junto con los estandartes del boom latinoamericano, Vargas Llosa y García Márquez. Más de una vez, en tiempos muy diversos, la vi sentada frente a la salamandra, concentrada en "La buena tierra". Al hacerle ver que esa novela ya la había leído me respondía con divertida pasión que la estaba repasando, lectura que inevitablemente desembocaba en "Hijos" y para completar la trilogía, en "Un hogar dividido". Lo malo era que el solo hecho de que yo le hablara durante su lectura la hacía levantarse del sofá y disponerse a atenderme; su espíritu de renuncia a sí misma era exagerado. Por eso, cuando la veía leer o dormitar me cuidaba mucho de hacer ruido.
La primera señal de que el paraíso se acercaba a su fin y de que ambos seríamos despedidos se dio, estoy seguro, la noche estrellada en que la invité a la torre y le pedí que observara el mar desde la altura, apoyada en la baranda. Nunca debí hacerlo.
-¿Lo ve, mamá? ¿Ve el mar? -le pregunté.
Ella me dijo:
-Sí, hijo, lo veo.
-¿Lo ve bien?
-Sí, hijo.
-Y ahora, ¿lo ve mejor?
-¡Hijo, por Dios! -exclamó, sobresaltada.
Había apagado la luz del faro y por un momento quedamos indefensos ante la inmensidad. Todo se intensificó ante nosotros: el ulular del viento, el choque de las olas con los roqueríos y su bramido mar adentro, el brinco de las ballenas, el titilar de las estrellas. Vibraba el océano como un campo de trigo grisáceo, pero a la vez cristalino. Bajo el agua no se apreciaba nada con los ojos, pero con mi madre podíamos adivinar profundidades prohibidas a la vista y el baile de los peces, las sombras que dejaban los albatros al pasar y las carreras de los cangrejos sobre la arena sumergida. De no haber sido por ese falo gigante, a la vez que útero cálido y luminoso de concreto, nuestros cuerpos y nuestras almas se habrían confundido con las tinieblas del origen, porque ante tamaño espectáculo simplemente desaparecimos, no fuimos nada. La prueba fue que bastó la falta de la luz frente a los elementos naturales para que nos sumiéramos en la angustia. La suya, pasajera e inocente; la mía, profunda y desviada.
A lo lejos, una nave invisible nos disparó sus propias luces en señal de alerta. Sorprendido en falta, volví a encender el faro y todo pareció retornar a la normalidad. Volvimos adentro de la torre, cerramos la ventana, bajamos la escala y entramos a la casa.
Al día siguiente me llegó un correo electrónico. Decía así: "Favor responder reporte barcaza Guaitecas III acusando falta funcionamiento faro entre 05:43 y 05:47 GMT, momento surcaba Latitud: 46° 49’ 18’’ Sur. Longitud: 75° 37’ 18’’ Weste gracias".
Respondí a la oficina en Talcahuano que la involuntaria desconexión de una de las baterías había dejado sin energía a la lámpara por unos minutos.
Días después el violento choque de un cuerpo contra el ventanal de la sala de estar nos interrumpió uno de nuestros momentos de ocio. Mi madre terminaba una de sus novelas y yo dormía la siesta. El ruido me despertó y salí de la casa. Había una gaviota muerta bajo la ventana que daba al norte; esto es, a la luz del sol. No eran usuales esos choques; en nuestros años fuimos testigos sólo de otros dos. Sin embargo el de esta vez era especial. Una pequeña flecha blanca atravesaba a la gaviota, misterio absoluto pues, que supiera, nadie más habitaba el lugar en decenas de kilómetros a la redonda. La examiné cuidadosamente. La flecha había ingresado por el lomo y salido por el pecho, lo que aumentaba el misterio. Denotaba que quien disparó el arco probablemente lo había hecho desde un nivel superior al de la gaviota. El tubo de la flecha no era de madera sino de carbono. Aquello quería decir que un cazador experto rondaba nuestros dominios. La intención del disparo no podía explicarse de otro modo que como un mero ejercicio, dado que a una gaviota no se le saca provecho, aunque en mi mente comenzó a rondar la idea de la advertencia, el escarmiento.
Extraje la flecha y la lancé al bosque. Arrojé la gaviota al mar, para que los lobos marinos la despedazaran entre los roqueríos. Volví a la casa y fingí que no había pasado nada. Mi madre nunca supo nada de esto.
La angustia tiene fácil solución: basta que acontezca aquello que la provoca para que ésta se vaya. A la salida de la consulta del dentista se experimenta una absurda alegría, la misma que se apodera del niño después de que le han colocado una inyección. Si hay que improvisar unas palabras delante de una asamblea, el nervio deja de retorcer el estómago apenas se oyen los aplausos que cierran la reunión. Pero la angustia no suele mostrar su horizonte cuando no se conoce su causa y por lo tanto, su remedio. En mi caso, una noche estrellada a merced de los elementos dentro de un faro apagado, el descubrimiento de una pequeña falta desde la lejanía o el flechazo a una gaviota bien podrían constituirse en las causas concretas de la angustia que me dominaba y ya casi no me dejaba dormir, pero, ¿qué remedio había para eso? Mi madre advertía el cambio de conducta, pero no me preguntaba nada; se limitaba a redoblar sus cariños, aumentar el tiempo de sus rezos e insistir con majadería en hacerme comer. Yo trataba de disimular la situación, pero mis actos no hacían más que subrayarla. A veces le levantaba la voz, otras me sumía en un mutismo sádico. Sin ofrecerle explicación alguna, desarmé el invernadero y le prohibí salir de la casa. Ella no emitió una sola queja, pero se paseaba en las noches por su habitación, a puerta cerrada, y en esas ocasiones sí me parecía escuchar de sus labios un leve murmullo quejumbroso. Como se vio privada de su hobby me pidió que le enseñara el manejo del computador para usarlo en mis horas de ausencia. Por mi parte, dejé de escribir e intenté dibujar, sin éxito, de modo que mi hábito diario, tan matemático, se trastrocó en interminables caminatas hacia las profundidades del bosque, anhelando dar en una de ellas con el extraño arquero de las flechas de tubo de carbono, como si enfrentándolo aunque fuese a mano limpia pudiese deshacerme de la angustia, que era mi verdadero cazador.
Sentado en medio de la selva sentía cómo me recorría el cuerpo y se instalaba por fuera de todo; era ésa su gracia. Me resultaba imposible capturar el sentimiento y asfixiarlo, porque no estaba dentro de mí, no formaba parte de mí, lo aseguro. Como inverso campo de fuerza, la angustia convertía lo que me rodeaba y lo que sentía por aquello que me rodeaba en una masa muerta, desprovista de alma y sentido. No se puede amar a los muertos, se ama el recuerdo de ellos cuando estaban vivos. No se puede amar al mundo si está muerto, si la energía de la angustia lo mata. No se puede amar a Dios si hasta esa fuerza palidece ante esta serpiente venenosa. Inmerso en la inhóspita selva, entonces, sentía la muerte alrededor mío y rezaba, sí, rezaba a un Dios muerto para que la tenebrosa vibración me dejara de una vez en paz.
Para quien no la ha vivido, es difícil explicar esa desesperación de ver con los propios ojos que todo está igual que antes, y sin embargo está muerto. Como no se halla la causa del estado, ninguna acción que uno acometa lo sacará de esa prisión. Querrá entonces la mente fabricar planes de evasión y todos conducirán al mismo punto. Aumentará la obsesión de salir de esa caja sellada y el riachuelo de pensamientos turbios que la alimenta conducirá sin excepción sus brazos al mismo punto; y así llegará el momento, diría el momento triunfal, en que el alma se dará cuenta de que el muerto no es el mundo sino uno y su espíritu, vacíos de Dios. La pregunta brotará, espontánea, y la decisión quedará por fin en manos propias. ¿Deseo ser parte del mundo o deseo permanecer en esta forma de muerte? Cualquiera de las dos opciones incluirá la causa de la angustia, que al ser descubierta deberá promover el retorno de la sensación a la bruma de donde salió. Pero no será una victoria fácil. Si se opta por la muerte, ya no habrá más Dios con nosotros y el resto de vida que nos quede se nos irá en la contemplación del vacío. Si se opta por el mundo, la angustia, al alejarse, nos traerá de vuelta a Dios. Ambas opciones implicarán el destierro, pues no se podrá vislumbrar el paraíso desde el vacío. Y con Dios vendrá inevitablemente la expulsión, ya que un mundo con un Dios gobernando en los cielos es un mundo de vida y agonía.
Fue una tarde borrascosa de invierno cuando volví del bosque con la decisión tomada: aunque me pesara, viviría en esa forma de muerte, inmerso en la nada, dejando que la vida pasara, sin pensar siquiera en la esperanza de la evasión, menos aún la redención. Abandonaría toda forma de placer, todo sustituto de la muerte y me concentraría sólo en la muerte, la esperaría desde ya, aunque mi cuerpo estuviese sano; la esperaría como a fin de cuentas la esperamos todos, aunque sin reconocerlo. Sería a partir de ese momento el ejemplo perfecto del hombre sin fe, sin tristeza, sin ambición, pleno de entendimiento. La locura y la magia dejarían de guiar mis actos, los que tomarían el camino de la contemplación de las cosas, contemplación ociosa, que no aprehende sino deja ser, saca del mundo. El faro desnudo de adornos humanos sería mi único origen, mi única verdad.
En el faro me esperaba mi madre con un inefable gesto de dolor y una gaviota en las manos, atravesada por una flecha. Varios mocetones investigaban en las cercanías el origen del disparo, pero al cabo de una hora regresaron derrotados. El capitán de la nave examinaba los registros del faro y no se movió cuando entré a la casa. Habían vuelto sin aviso, antes de la fecha del aprovisionamiento. ¿Para qué? Con el rabillo del ojo observé a un matrimonio de mi edad que reconocía las habitaciones. Un hombre y una mujer sumamente silenciosos. Luego de revisar en detalle el libro de novedades el capitán me invitó discretamente al faro y allí me comunicó que se había dispuesto mi relevo. Me pasó el inventario, ya chequeado, y lo firmé. Al preguntarle por la causa de la decisión, sospechando de antemano que me sacaría en cara la audacia de esa noche estrellada, giró su cabeza sin motivo a todos lados y luego habló resueltamente, mirándome a los ojos, como si me estuviera regañando:
-¿Es que no se ha dado cuenta? Su madre está muy enferma. Creo que padece un tumor ramificado y en tales condiciones es preferible que se la lleve a morir al continente.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Te leo .....

La lechucita

Anónimo dijo...

Lo leo y lo releo...lo tengo ya en la lista de mis favoritos.
La lechucita

Thérèse Bovary dijo...

¿Es una novela?

Thérèse Bovary dijo...

Es en realidad muy bueno