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lunes, mayo 19, 2008

Domingo

Vargas pedaleaba sin goce por un sendero cubierto de hojas secas. Su mujer lo hacía por un sendero paralelo. El parque disponía de varios; cada quien podía escoger el suyo y en ésa, como en tantas materias, resultaba increíble la diferencia de gustos y de pensamiento entre ambos. Increíble, considerando la cantidad de años que llevaban casados. Aún así, continuaban porfiando en remar para el mismo lado.
Era el paseo de prácticamente todas las mañanas de domingo, que ya llegaba a su fin. Comenzaba cuando ambos se dirigían a la cafetería, se instalaban a leer (Vargas, literatura; su mujer, sicología) e intercambiaban tres o cuatro impresiones acerca de la semana que se había ido. Luego venía el retorno y a continuación, el almuerzo en familia. El día solía culminar por la noche con su mujer recogida tempranamente en la habitación y con Vargas frente a la pantalla, bebiendo un trago ante un programa de análisis político.
El sendero, las hojas, la brisa cálida que anunciaba lluvia configuraban un cuadro de hermosura tenue, algo inquietante, otoñal, pero para Vargas era un cuadro ya visto y por lo tanto, ya disfrutado. Al día siguiente comprendería, tarde, que había desperdiciado un buen momento de sencillo placer.
No bien entró a la casa lo aquejó el mal humor, como cada domingo. Su mujer no reaccionó de manera diferente. En eso sí se parecían. Todo estaba igual. Ninguno de sus hijos les había leído el pensamiento. La cocina lucía fría, desordenada y vacía. La olla dormía en la despensa, el horno era una cripta olvidada. Las verduras reposaban en la parte baja del refrigerador. Sobre la mesa del comedor no había mantel, copas, vajilla, servilletas, panera, vino, velas. No había nada.
¿Se es esclavo de los hijos? ¿Se les debe amor y cuidado eternos? ¿Crecen los hijos y pasan a ser pares, amigos, confidentes, incluso cómplices, o nunca dejan de ser hijos? Ambos lo pensaban en silencio mientras partían rábanos, echaban el salmón al horno, papas a la olla, gritaban órdenes que más que órdenes eran quejas, y más que eso, súplicas.
La casa se iba animando. La menor disponía el arreglo del comedor; la mayor se enfrascaba en la elaboración de complejas ensaladas; la nieta se levantaba de vez en cuando del sofá, corría por la casa y repartía abrazos sin motivo, el hijo seguía ensimismado en su pieza con su batería y sus dibujos. La casa de locos, otra vez, nuestro sino, pensaba Vargas, concentrado en sus labores de chef de pacotilla, sumido en esa tensión que ya tan bien le conocían los demás y que se prestaba para tantas bromas.

***

Encendió la estufa y se sentó a la mesa, el primero. Sirvió el vino y esperó un tiempo prudencial. De a poco se fueron integrando los demás, menos el hijo de la batería, a quien se habían cansado de llamar. Afuera parecía que se iba a hacer de noche, cuando no eran ni las tres y media de la tarde. En vez de iniciar un tema agradable, Vargas protestó a medias, desnudó su desencanto con el estado de las cosas, como si los demás tuvieran algún grado de culpa del estado de las cosas. Lo tenían, es verdad, pero ¿no era un pecado fabricado por él mismo a lo largo de los años? Su mujer fue la primera en burlarse de él y a ella le siguió la nieta, que solía analizar sus pasos en los más mínimos detalles. El hijo apareció de pronto y se hundió en su plato. Vargas farfulló un remedo de reclamo y se echó un pedazo de carne a la boca, que se comió con un placer atroz, oculto en un rostro amargo, tenso, angustiado. Mientras comía recordaba la cara que tenía su padre en momentos como ésos, de "sana alegría familiar". Cuando lo miraba de reojo, de niño, de adolescente, en la adultez, ese rostro agrio le parecía mezquino, injusto; pero ahora, al hacerlo suyo, lo comprendía cada vez mejor. El peso del destino, los sacos de tristeza guardados en el desván de la memoria, la renuncia de la alegría a cambio de la ilusión del control sobre los demás. Ese había sido, al final de cuentas, el resumen de la vida de su padre, más allá de sus vicios y de su eterno mal humor. Con cuánta claridad le enviaba hoy ese mensaje desde el más allá.
La segunda copa de vino lo tranquilizó y ya en la mitad del almuerzo comenzaron a volar bromas afectuosas, bromas buenas, tan diferentes de aquellas que dichas con las mismas palabras destilan veneno y dan inicio a encarnizados combates. Vargas al fin entraba en vereda y escogía, de las dos opciones, la mejor.
Brindó, aceptó las bromas, limó asperezas, concilió, dio consejos y se ofreció incluso para lavar los platos, pero sus hijos se le adelantaron, al considerar sabiamente que poco habían hecho hasta el momento por justificar sus invaluables existencias. La oferta le vino como anillo al dedo: se tendió en el sofá, se arropó con su manta favorita y sintonizó el concierto de la tarde. Abrió uno de los libros que tenía a medio leer, fijó la vista en el párrafo indicado y se durmió profundamente.

***

Cuando despertó, su mujer leía el suplemento dominical. El sonido placentero de las hojas al dar la vuelta lo había sacado del sueño, de modo que su retorno a la vida fue grato. Propuso entonces comprar pasteles, darle un paseo a la mascota y arrendar una película en el local de la esquina. Una a una, sus ideas fueron cayendo como el clásico castillo de naipes. Su mujer tenía otros planes, como siempre y como por lo demás resultaba lógico. ¿O consideraba Vargas que el mundo se había detenido con una pequeña siesta? El domingo ya iniciaba su descenso hacia el océano, donde se pone el sol, y ya no era momento de placeres: había que planificar la semana, planchar ropa, revisar cuadernos, en fin, navegar por los ríos que surcan entre sombríos desfiladeros, como hacen las personas hechas y derechas que saben disfrutar la luz... en el momento apropiado.
En ese punto de la tarde entró una vez más en una ligera depresión. Sintió que su vida no estaba hecha para sacrificios, que sólo el placer lo atraía; incluso más, que sólo el placer de encontrarse consigo mismo le decía algo en esta suerte de plan absurdo que lo retenía y lo doblegaba, a pesar de sus defensas. Pero sintió también lo que sentía todos los domingos a esta hora: que todo placer tiene hora de término; o en otras palabras, que nada es eterno, nada puede postergarse hasta el infinito. Y si Vargas deseaba ser un hombre bien hombre, como lo deseó desde que tuvo uso de razón, debía enfrentar este reto a lo hombre.
Salió a la calle y caminó unas tres cuadras bajo un cielo negro y amenazante, hasta llegar a su destino. De vuelta notó que el viento ya cimbreaba las copas de los árboles y plagaba la calle de grandes hojas amarillas. Si enfocaba su vista hacia los focos encendidos de los automóviles podía ver cientos de chispitas blancas que los atravesaban en diagonal. Se acercaba al galope una tormenta, el peor de los presagios que albergaba su inconsciente. Aunque podría ser -había una esperanza- que la tormenta misma no llegase a los niveles míticos del vaticinio que le daba su mente y cumpliera noblemente su sencillo rol de fenómeno atmosférico. Aunque él mismo aún no estuviera preparado para enfrentar los relámpagos mentales que alumbraban por segundos los rincones más horrorosos de su interior, aquéllos que dejaban al descubierto un vacío inefable, imposible de comprender; su casa, fundada en bases sólidas, sí lo estaba. Tal idea lo entusiasmó y cuando entró de nuevo al hogar, Vargas depositó con ingenua alegría una docena de pasteles sobre la mesa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hogar, dulce hogar, y si falta el azúcar se compran pasteles....

Un abrazo

F....