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martes, julio 29, 2008

Recuerdos de la montaña mágica

Aunque el mundo no marchaba como Dios manda, yo me sentía demasiado bien, como Hans Castorp, el "niño mimado por la vida". Me levantaba a buena hora, dejaba a mis hijos en casa y salía a tomar el café del mediodía, que acompañaba de un buen libro. Al principio llegué como todos, como un desconocido. Luego los mozos me reconocieron. Me parecía que la tímida joven de ojos verdes se ruborizaba al preguntarme ¿lo mismo de siempre?, pero ahora que hago memoria, creo que el que se ruborizaba era yo al decirle que sí. Allí fue donde terminé de leer "La montaña mágica", un 28 de julio de 2008, casi dos años después de que abriera el regalo y leyera en la primera página "con mucho amor a mi esposo". Allí leí además tantos libros, el Rey Lear traducido por Parra, La conjura de los necios, los Viajes con mi tía, los ensayos de Montaigne, los cuentos de Marcelo Lillo, poemas de Pessoa, de Cernuda, de los clásicos ingleses. De todos guardaba algo, todos me influenciaban. Luego acudía al ciber café, donde escribía. Al entrar a la galería comercial les echaba una mirada a los locatarios. La deformidad profesional me hacía pensar que eran personajes de cuentos. En la peluquería había una rubia aprendiz con su maestro el peluquero maduro. En la tienda de excentricidades, una mujer entrada en años de arqueadas cejas dibujadas sobre el arco superciliar, labios rehechos y abrigo de piel. No miraba, sino que perforaba con unos ojos que se adivinaban detrás de sus lentes oscuros, insólitos para el subterráneo donde había armado su nido. En la perfumería nunca había nadie; era un misterio que un local ofreciera en venta productos tan caros a una tropa de fantasmas. Otro local lo ocupaba un grupo de señoras que se reunían a estampar figuras en género o en platos de porcelana. En el ciber echaba mis huesos delante de un computador y comenzaba a imaginar mundos posibles y mundos imposibles. Los posibles me sumergían en el desánimo; los imposibles despertaban mi parte lúdica. Para Ximena también fui un extraño que se comenzó a desenrollar con los días. Sus miradas severas, originadas, ya lo sé, en mi ceño adusto, que despierta rechazo a primera vista, trocaron en familiaridades, como ofrecerme siempre "el 5", mi favorito, "lo está esperando".
No puede uno evitar enterarse de las vidas de los demás cuando está con los demás. Ximena vivía discutiendo con su hermano, arrendatario del local de bicicletas próximo a ella. Había una tercera hermana, la dueña de todo. Era dueña también de una suerte de sensualidad exquisita que no compartía con nadie, lo que la tornaba más bien fría. Los tres no podían vivir el uno sin el otro. La gordura de Ximena era colosal. En el fondo del alma de los gordos habita una inmensa sensación de fracaso. Consiste en no aspirar, no merecer, ni siquiera vislumbrar. Ximena abría el local temprano, al almuerzo comía resignadamente un plato de pescado frito o de hamburguesas servidos en una bandeja y comprados en el local de al lado, y al oscurecer cerraba con llave y se marchaba en microbús a su hogar, ignoro dónde. Esa era la vida que le conocía, más el sueño de volver algún día a su lluviosa ciudad del sur, donde pasó los años de juventud. Su hermano hablaba con voz de marica. Con el tiempo he aprendido a recelar de las apariencias. Voz no significa vocación ni conducta. Sospecho que su tono escondía el apresuramiento de la víctima. De allí las eternas discusiones con Ximena por una cuenta olvidada, una decisión errónea, un favor que se pide a destiempo.
En el ciber también me enteraba del producto de mi trabajo del día anterior. Mi labor, por esos días, consistía en seleccionar noticias para publicar en el periódico. Era una labor nocturna, que había elegido yo mismo luego de años y años de haber pisado el asfalto caliente, reporteando hechos insustanciales que no dejaron huella alguna en el país. Así me había ganado la vida y así me la ganaba ahora, seleccionando noticias. En mi diario existía un índice de lectoría, especie de oráculo divino. Si al día siguiente la barra se elevaba producto de mi selección yo me alegraba; si resultaba al revés me decaía. Hasta el día de hoy me pregunto cómo pude haber trabajado con la mira puesta en cosas como ésas. Cómo pude haber sido tan sensible a cosas así. Había sido un completo orangután de zoológico pendiente del maní y del plátano, pero ya era tarde para remediarlo.
Siempre quise levantarle la voz al mundo. Incluso había días en que mi voz tomaba la peligrosa forma de una advertencia. Peligrosa para mí, desde luego. Mis amigos afirmaban con cariño que yo tenía dos personalidades: la del tipo ansioso y responsable y la del sarcástico brutal. En mi trabajo, los más jóvenes me respetaban, pero me temían. En mi casa, mis hijos decían que los vigilaba como hacen las lechuzas.
Quería ser yo mismo, individuo egoísta, pero me atormentaba la imperfecta relación con mi mujer y el futuro de mis hijos. Tuve la fortuna de tener tres hijos artistas. A la postre, coseché lo que sembré: el deseo de hacerse notar para ser querido por una autoridad invisible. Mi sacrificio periodístico no valió de mucho o al menos no fue ejemplar.
Había momentos en que el más artista de los tres entraba en estados de depresión que me angustiaban más que a él mismo. Cómo acercarse a un hijo, pensaba, qué decirle, y lo que hacía era evadir, tratar de olvidar, seguir viviendo la vida en la montaña mágica.
Creo que mi hijo necesitaba tanto un padre de verdad. Ansiaba desprenderse del otro, matar al otro como fuera. Pero nos queríamos y nos comprendíamos, con qué fuerza. Habíamos descendido ambos a los túneles mojados, conocíamos la fuente donde brota la belleza.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Cómo acercarse a un hijo,,,,,,,,

mentecato dijo...

Personajes, personas, vidas que conforman un mundo inmortal...