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jueves, agosto 14, 2008

Plasma

Hace unos días me enteré de que lo habían despedido. Pregunté la razón y se improvisaron tres teorías. La primera decía relación con el fútbol y en síntesis proclamaba que si un oficinista juega en el campeonato que organiza la compañía tiene el puesto asegurado, sobre todo si es un crack. El vendedor nunca fue crack, pero se inscribió en el equipo de su jefe apenas ingresó a la empresa, rodeándolo de alabanzas en los camarines y en la cancha, y así se mantuvo en su puesto durante dos décadas. Pero los años le pasaron la cuenta. Últimamente veía los partidos desde la banca, casi no compartía en los camarines y se había tornado prácticamente invisible para los demás jugadores, casi todos jóvenes; o sea, le quedaba solamente su talento laboral, que siempre transitó por la medianía. La segunda teoría especulaba con la ambición del ser humano. De acuerdo con ésta, el hombre asciende hasta llegar a un puesto que no logra dominar. Allí comienza a vegetar. Disimula entonces su incompetencia con mil argucias y se torna necesario mediante triquiñuelas. Si esta teoría fuese realmente cierta, el mundo entero se encontraría gobernado desde todos sus rincones, aun los más microscópicos y miserables, por una masa de ineptos. Según este modelo, el vendedor ascendió en la oficina hasta que tomó una cartera de clientes "que se le fue en collera": la consecuencia era previsible. La tercera teoría, de moda, sostenía que las personas debían acomodarse a los tiempos y quienes no eran capaces de hacerlo tenían que ser reemplazados. El vendedor continuó ofreciendo su mercancía a la antigua usanza y sus clientes mermaron. En definitiva, la semana pasada lo llamó el jefe. Él se sentó en su amplia oficina, nervioso, temiendo lo peor, que fue lo que efectivamente ocurrió.
El jefe es una persona que proviene de la clase acomodada; sensata, pero fría. No llegó como otros al cargo, producto de grandes genuflexiones, ambición e ideas ingeniosas. Llegó porque ese puesto lo estaba esperando durante años, desde el día en que nació. Por eso mismo es sensato y frío. Frío para aplastar, sensato para hacerlo con decoro. Tiene la manía de llevarse el pulgar al costado de la boca y mordérselo. Cuando su pensamiento lo captura, entonces se lo succiona con fruición, sin darse cuenta. Ante esa persona se encontraba el vendedor, intentando caerle en gracia, ya fuera a través del cálido apretón de manos que le dio al entrar, o de la sonrisa absurda con que lo miraba mientras éste hacía observaciones de buena crianza y le preguntaba acerca de la familia, o bien adoptando una postura relajada que se ejemplificó en un sorpresivo e inapropiado cruce de piernas, o finalmente en una actitud de obediente silencio. En realidad, el empleado no hallaba qué hacer, y se le notaba. Pero el jefe no se daba cuenta de eso, sencillamente porque no pensaba en eso. Lo que le preocupaba era pasar rápidamente ese amargo momento al que de vez en cuando se enfrentan los jefes de verdad: el momento en que despiden a un funcionario que ya no le es útil a la empresa. Tal vez había otras cosas que le preocupaban mayormente, pero no vendría al caso analizarlas. Por lo demás, debo admitir que las ignoro por completo.
El vendedor, sentado ante el jefe con las piernas cruzadas y uno de sus brazos rodeando el respaldo de la silla, comenzó a oír una serie de elogios que junto con ruborizarlo le confirmaron que efectivamente la noticia que iba a recibir habría de ser de las peores. Y así fue. Apenas oyó que le sacaban a relucir sus pobres resultados del último semestre e incluso del último año se enderezó y miró seriamente a los ojos a su superior, al amo, al que en ese momento le pareció más enorme que nunca. El jefe lo trataba de tú y lo llenaba de calidez mientras le exhibía la carpeta con las metas incumplidas. El vendedor se lo imaginaba como al padre afectuoso que esta vez ha decidido no perdonar, sino dar un castigo ejemplarizador, "por su propio bien", de tal manera que sus sentimientos hacia él eran encontrados: lo amaba y lo admiraba hasta el delirio pero tenía el pálpito de que en pocos minutos su alma sería invadida por una pena inconsolable originada en su propia miseria, miseria que le habría dejado al descubierto su amado jefe, de allí que por asociación mental éste pasaría a convertirse no ya en el padre afectuoso que siempre imaginó sino en la persona fría y calculadora que siempre fue. Así sentía.
Nunca he entendido ese mecanismo humano de la defensa ante la muerte inevitable. Hay un principio instintivo que desconozco y que generalmente desprende al hombre del atuendo que ha conservado hasta el final: el manto de su dignidad. En esas ocasiones más bien valdría inclinar la cerviz y retirarse al valle del Hades, cruzando la laguna Estigia como lo debería hacer un verdadero hombre. Pero el instinto lo prohíbe. Hay que dar la lucha hasta la súplica; se debe uno arrodillar a los pies de la parca, si es necesario. Sólo después de eso se está en condiciones de dar paso al resentimiento.
Y así lo hacía el vendedor, que conocía el desenlace. Admitía una a una sus fallas, siempre sonriendo con esa sonrisa estúpida del acusado ante el presidente del jurado, esa misma sonrisa que exhiben en las películas los sentenciados por la mafia. Prometía resarcirse de las derrotas parciales con grandes progresos a partir del próximo mes, tengo varios contratos a punto de la firma, don Esteban, usted mismo puede llamar a la cadena de cines, si desea; no es necesario, hombre, le creo, pero no se trata de eso, este es un asunto de fondo en que ni siquiera la decisión la he tomado yo, ¿entiende? Esto viene de más arriba, ¡si supiera usted! Si dependiera de mí cambiar el rumbo de la empresa, ¿sabe lo que haría? No, don Esteban, dígame; ¡pues los mantendría a todos, sin excepción! ¡Subiría los sueldos! Haría de ésta una compañía de gente agradecida, haría que sus empleados volvieran a ponerse la camiseta, ¡eso haría! y no se sorprenda, le apuesto tres a uno que la facturación subiría al menos un 7 por ciento; qué bien, don Esteban, eso mismo pienso yo... usted... usted sabe... usted debería llevar las riendas de la compañía, yo siempre lo he dicho; pero hombre, a qué viene eso, las cosas en su lugar, nos estamos extendiendo en demasía, hay personas esperándome, tome, firme usted, tenga la certeza de que se le ha dado el mejor trato, su finiquito no puede ser mejor, encargué personalmente el mejor trato, no por nada usted nos ha entregado más de 20 años de su vida...
Todos quienes lo vieron salir cuentan que se atolondró, que a unos miraba y saludaba mientras tropezaba con otros, que retiró sus enseres personales sin cálculo ni tino, en medio de la sala abarrotada de colegas que lo observaban de reojo, con lástima, queriendo que se fuera pronto y sin escándalo. A los pocos que le hicieron señas amistosas desde lejos les decía, riendo, el rostro completamente encendido, los ojos verdes vidriosos, las manos algo temblorosas, qué me dice tatita, se quedaron sin líbero, cuiden el arco para el próximo partido tatita...
Nadie se acercó a reconfortarlo. Según las teorías, su muerte laboral estaba escrita desde hacía unos dos años, era cosa de tiempo la llegada de ese momento; incluso, había tardado demasiado.
Y, pensándolo hoy, fue justamente hace dos años, durante la fiesta de la empresa, cuando me anticipó su desenlace con una extravagante señal.
La fiesta anual es la misma de siempre. Uno describe una y las describe todas. La empresa gasta una pequeña fortuna en una cena a la que sigue un show con los artistas de moda y luego un baile en el que algunos sacan a relucir sus dotes dancísticas mientras otros se lanzan como beduinos al oasis donde funciona el bar abierto. La reunión comienza con el clásico aperitivo en el que la regla no escrita, la más inamovible de todas, impone que el presidente de la compañía ingrese al patio y se pasee junto a su esposa entre los empleados, saludándolos de mano uno por uno. Éstos lo esperan organizados en grupos espontáneos. Los de la sección A con los de la sección A. Los vendedores con los vendedores. Los subjefes con los subjefes. Los de la sección B con los de la sección B. La idea del presidente es que su gente se mezcle, trabe nuevas relaciones, comparta como una gran familia, la idea es que la compañía sea esa noche un solo corazón, pero todo el mundo sabe que aquello es una mentira, incluso los organizadores. Todos lo saben, menos el presidente. De manera que allí esperan de pie, muy unidos y separados, muy compuestos, apenas probando sus tragos, el paso del presidente. Y cuando esto sucede, aquellos que son tratados por su nombre de pila reciben cálidas felicitaciones apenas el presidente y su mujer se trasladan al grupo siguiente. Se considera una vez más que el reconocimiento les renueva su seguro anual de vida, incluso se escuchan frases de esa laya junto con los palmoteos, pero hubo tantos casos que contradijeron esta creencia, que resulta insólito que aún así los beneficiados sigan apostando sus fichas a esta muestra de afecto.
Cuando el aperitivo está en lo mejor y al menos la mitad de la concurrencia va en la segunda o tercera copa se abren las puertas de la carpa gigante, preparada durante días para el magno evento, y se da por entendido que los empleados deben pasar a instalar sus posaderas frente a las maravillosas mesas engalanadas con flores y copas de cristal. Todo este ambiente hace creer cosas raras a los asistentes, los mete en cuentos de hadas. Aparecen cenicientos convertidos en príncipes que buscan con ahínco a las cenicientas de la noche. Pero esto sucede después, me adelanté un par de pasos. Primero se engulle la entrada, el plato de fondo y el postre, se bebe vino blanco y tinto, se aplaude a los artistas del show y se ríe a carcajadas con las vulgaridades del humorista de turno, no sin antes observar a hurtadillas la impresión que causa el chiste en la mesa del presidente. Si él y su esposa ríen, las carcajadas derivan en griterío y hasta llanto. Si ríe él, pero ella no, surgen condenados chilenismos en los que de alguna forma se pone en entredicho la relación conyugal de ambos. En ese instante los hombres de la fiesta toman partido por la risa del presidente y redoblan sus expresiones de euforia, mientras las damas tienden a condenar al humorista. Así se actúa y así debe ser. Pero si ella calla y él también, el comentario es del tenor de "se le pasó la mano" o algo así. Yo mismo habré dicho algo parecido unas cuantas veces.
Esa noche el humorista se retiró entre vítores, pero nadie le pidió que regresara al escenario, pues a esas alturas los danzarines morían por estrenar sus nuevos pasos de baile. Los primeros sones de la orquesta de turno, que interpretaban lo que se da en llamar "los hits bailables de la temporada", llenaron la pista que un minuto antes se encontraba vacía, expectante. Completaban el cuadro los sedientos beduinos, los sosegados funcionarios que preferían conversar en la mesa el whisky que los mozos ofrecían a discreción, las feas que se buscaban para disimular el bochorno de seguir sentadas, y creo que nadie más. El presidente y su mujer habían escogido precisamente ese momento para retirarse: entendían que lo que restaba era el desahogo, la libertad de su gente para hacer lo que les ordenara el instinto durante un par de horas.
Cierro este paréntesis para volver con nuestro buen vendedor. Esa noche, ya comenzado el momento del baile, ambos coincidimos en el baño. No se sabe por qué, pero en el baño los hombres se dicen cosas estúpidas, más aun si el consumo de alcohol enturbia sus cerebros. En el urinario, uno al lado del otro, hablamos sobre los mejores chistes y la calidad de los platos. Concordamos en que éstos habían mejorado con respecto al año anterior y en lo personal, en que cada uno ya se había bebido dos whiskies. Mientras nos lavábamos las manos me invitó al tercero, pero decliné. Sin embargo vi en sus ojos una necesidad tan grande de compartir ese último trago que terminé aceptando, contra mi voluntad. Fue entonces cuando me entregó la extravagante señal de que hablé.
-Tatita -me dijo-, quiero pedirle un favor. Cuando se le presente la oportunidad de hablar de mí le pido que diga que soy buen vendedor. Diga que soy un gran vendedor, usted sabe, diga que me conoce hace tiempo y que soy un gran vendedor, tatita. Usted se codea con los jefes, entonces si le preguntan, diga que soy un gran vendedor.
Estaba ebrio, decía la verdad, descubría su temor más oculto. Le prometí cumplir con el encargo, aunque internamente me preguntaba cómo diablos se le había ocurrido que yo podía tener algún grado de influencia en la compañía. Por lo demás, era una promesa fácil: jamás me había codeado con sus jefes, nunca tendría la menor oportunidad de hablar ante ellos.
Esa noche me fui a mi hogar con la sensación de haber compartido un whisky con un condenado en la antesala del patíbulo.
Recuerdo que al día siguiente día los sobrevivientes de la fiesta comentaron con desparpajo, vergüenza y curiosidad los escándalos de la noche anterior alrededor de una mesa, en el café más próximo. Me incorporé al grupo con retraso y hube de rogar que me repitieran las anécdotas en que un empleado le regaló su corbata de seda al director mientras otro, completamente borracho, le ofrecía conducir su auto para llevarlo sin peligro a casa. En fin, se habló de las habilidades de Guíñez en la pista de baile, que contrastaban con su habitual carácter taciturno, apagado, ausente; también se habló de un auto estacionado que se movía por dentro, de un condón hallado en el baño de mujeres, de una pareja masculina sorprendida por los guardias detrás de la cancha de tenis, chismes que abrían un nuevo cárdex en el abultado historial de la empresa. Cuando se me preguntó si podía agregar una ficha al cárdex, a falta de algo realmente sabroso relaté la conversación que se inició en el baño y que culminó con el tercer whisky. Mi torpe comentario rompió de inmediato la atmósfera de distensión que reinaba hasta entonces entre los contertulios, incluyéndome. Algo en el aire se hizo relativamente amargo, desagradable. Afloró, como para despejar esa sensación, el lado sarcástico, cruel, de nosotros. El líder natural de la mesa era Ortega. Le encantaba usar la palabra para provocar; poseía un estilo endiablado que podía dejar en ridículo al mismísimo cardenal, o haciéndolo más difícil aún, a su propia madre. Recordó entonces Ortega que la conducta del sujeto, así lo nombraba, no le llamaba demasiado tanto la atención, pues si se trataba del mismo que había visto en Falabella pocos días después de recibir el bono de Navidad, resultaba lógico que actuara así. Sus palabras, muy calculadas, concentraron la atención del grupo y exigieron un relato de la historia con todos sus detalles. Ortega dijo simplemente, brutalmente, sabiendo que los pocos elementos de que disponía no daban para un relato extenso, que se había topado con "el sujeto" justo cuando un empleado de la tienda procedía a entregarle "un televisor de plasma de cinco mil pulgadas que apenas cabía en el living de su casa". La risotada fue general y Ortega se encargó de aumentarla. Relató que "los ojos del sujeto estaban entornados, plenos de romanticismo ante la adquisición que lo había desprendido hasta de la última chaucha del bono, pero cuya pantalla gigante le prometía tardes felices a la iñora y a sus hijos", así le había comentado en la tienda, pero Ortega completaba el cuadro inventando una escena en que "los cabros chicos con los mocos colgando veían la tele sentados en un baldosín cerámico cubierto de papas fritas mientras el sujeto y su mujer disfrutaban la película de Batman desde el sofá arrinconado contra la pared, lo más atrás que se podía en la sala de estar, pues de otra manera la visión se les tornaba ligeramente dificultosa (le dio un tono engolado a estas dos palabras). Y el serafín -culminaba- porque de chico le habrán dicho Serafín, por sus rulitos rubios, sus cachetes colorados y sus ojitos verdes; el serafín estaría por fin en las puertas del cielo mientras por la calle pasaba un huevón haciendo sonar balones de gas con un fierro y en las otras casas las viejas menopáusicas agarraban a chuchadas a sus propios querubines". Qué desubicado comprar algo así, dijo alguien en la mesa, no se supo si con sinceridad o con un dejo de envidia. Pero un colega agregó que esa compra no era nada si se comparaba con el destino que le había dado al mismo bono el Cara de gallina, qué destino, preguntamos, adivinen, una moto, no, un auto usado, no, se compró un nicho familiar en el Parque del Recuerdo, dijo, desatando un vendaval de carcajadas.
Pagamos la cuenta y volvimos a la oficina. Allí estaban en sus puestos todos los de la noche anterior, trabajando como si nada. Guíñez entre un fardo de documentos, el dueño del auto que se movía por dentro escribiendo a máquina, la chica anónima del condón del baño haciendo quién sabe qué, el Cara de gallina completando unos datos, el empleado sin corbata de seda llamando por teléfono y el vendedor, el buen vendedor, revisando su lista de clientes con la misma cara alegre de cansancio y vaga tristeza que le vi en la tienda, ante su juguete soñado. Pasamos por su lado sigilosamente, como saliendo de un velorio, y corrimos a ubicarnos en nuestros respectivos lugares de trabajo antes de que alguien nos llamara la atención.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Realmente los humanos somos antropófagos nos devoramos entre nosotros....

Besos fiel lector