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miércoles, diciembre 31, 2008

El día que murió mi padre

A mi padre, en el aniversario de su nacimiento

El día que murió mi padre empezó la noche anterior. Con Víctor nos turnamos para velar su sueño. Podía irse en cualquier momento, aunque más tarde comprendí que cualquier momento no es cualquier momento. Para el moribundo hay diferencias gigantescas entre una hora y otra. En casos como el suyo, la muerte generalmente avisa a campanadas. 
La voz de mi madre recitaba con angustia qué hay que hacer, qué hay que hacer, no sé qué hacer. Le respondimos que no se preocupara, que por esa vez ella no tenía nada que hacer. Le dijimos que todo correría por cuenta nuestra. Pero, ¿qué era todo? Lo ignorábamos, aunque ella debió interpretar que todo era un sinónimo de tranquilidad y se fue a dormir. 
Cuando llegó mi turno me levanté del sofá y me recosté junto a él, encima de la cama. Eran cerca de las cuatro de la mañana del 28 de abril del año 2002; hacía un poco de frío. 
Le tomaba la mano y se la apretaba. Él sentía mi presión y su mano retribuía el cariño, moviéndose apenas. Manos de fierro, le decíamos en los buenos tiempos, cuando golpeaba los dedos contra el borde de la mesa, haciendo ostentación de su dureza. 
Me levanté temprano, me duché y me fui a sentar al sillón del living, cansado. Mi madre nos preparó el desayuno. Desde el dormitorio, mi padre se quejaba. Le costaba respirar; se le acumulaba mucosidad en la garganta. De modo que esa manía suya, la de carraspear y escupir a cada rato no era tal. Ahora no podía hacerlo y eso le provocaba sufrimiento. La noche anterior dos enfermeros le habían venido a despejar la tráquea, pero ya se empezaba a obstaculizar de nuevo. 
Se corría el Tour de Francia. Hizo un gesto y le sintonizamos el canal que lo transmitía. Luego hizo otro gesto. Le pusimos un partido de fútbol. Después hizo otro gesto: había que cambiarlo de posición o arreglarle los almohadones. Después hizo otro gesto: que lo sentáramos como al principio. 
Me fui de nuevo al living. Puse uno de sus discos preferidos y subí el volumen del equipo de música, para que le llegara la canción de Raúl Shaw Moreno a sus oídos. Osito de felpa, juguete de mi hijo, de mi chiquitito que una madrugada se llevó el Señor... pero qué iba a escuchar. 
Por la tarde aparecieron mis primos. Entraban a verlo; al salir nos regalaban muecas horribles. Mi padre estaba sentado, con los anteojos puestos y el rostro evidenciando un dolor insoportable. Su quejido fue el quejido más valiente que nunca vi. Se notaba demasiado que le dolía, que el cáncer se la estaba ganando, pero lo que más se notaba era su lucha, la exhibición de su última batalla. La mirada fija tras los lentes, los dientes apretados, la cara tensa. Un rostro que transmitía un choque interno, su postrera enseñanza en su última hora. Nos miraba a cada uno, como si no entendiéramos nada de nada. Una mirada violenta, pero de violencia interna, no contra él sino contra lo que jamás quiso admitir: la supremacía de algo que estaba más allá y que parecía burlarse de su dolor y encima de la trascendencia. A último minuto las almas suelen doblegarse ante la esperanza; la suya permaneció firme. 
Pudo entonces haberse largado a llorar o a gritar; tenía todo el derecho. Mas no lo hizo. 
Cerca de las ocho de la noche volvieron los enfermeros. Accionaron la máquina y la máquina comenzó a traspasar la mucosidad a una botella. Cuando se la retiraron sucedió la paradoja: mi papá respiró a todo pulmón y se murió. Los enfermeros se asustaron y arrancaron con la sonda, el motorcito y la botella. Yo los vi cuando se iban, porque no soportaba ser testigo de ese procedimiento y prefería esperar en el living. Mi madre gritaba Sergio, Sergio, se murió, pero no pudo con su instinto de anfitriona perfecta y salió a despedirlos, incluso a darles las gracias por la molestia que se habían tomado por venir esa noche de domingo a casa. Me crucé con ella en el pasillo y corrí al dormitorio. Mi padre respiraba con los ojos abiertos. Volví al living y le dije no mamá, está vivo, está vivo, llorando con alegría, por qué, pienso hoy. Entonces fuimos todos a la pieza, pero estaba muerto. Su mirada era una mirada vacía, la mirada de un muerto. Y el aire que le salía de los pulmones, aire atrapado durante horas por esa asquerosa infección, era aire muerto. 
Con Víctor lo rasuramos, lo peinamos, lo vestimos y le hicimos el nudo de la corbata dos veces, porque a él le gustaba que las dos puntas calzaran perfectamente y la primera vez habían quedado muy separadas la una de la otra. 
Esa noche la pasó en su lecho de muerte, de terno y corbata. Mi madre durmió a su lado por última vez. Al día siguiente nos encargamos del rito funerario. 
Con el tiempo, durante los almuerzos familiares, me he sorprendido mirando al vacío, contestando con monosílabos, irritándome por pequeñeces, tal como actuaba él en esas mismas ocasiones. He terminado por comprenderlo como no lo comprendí en vida, cuando lo miraba tan en menos, siguiendo el ejemplo de mi madre. Cada vez más a menudo pareciera regresar a la Tierra para alojarse en mi figura, mientras mi hijo estudia mis movimientos y mis pensamientos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Bello homenaje....Un dia escribi "La noche que murio mi padre...." pero no he conseguido pasar de esa primera frase...

Besos

La Lechucita

mentecato dijo...

Conmovedor. Aún, como los lobos de las estepas, suelo levantar la nariz hacia el lugar desde donde soplan todos los vientos. Algún día, llegará a la casa el viento amargo que me llevará, ya rotas mis alas, hasta las oscuras comarcas de la muerte. Antes sólo quiero conocer Estambul y enamorarme de una bella turca que sea la más maldita de todas las mujeres...