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miércoles, mayo 20, 2009

El cobarde

Me pregunto si el precio del poeta será la cobardía.
A los niños los obligan a definirse desde la más temprana edad. No hace cosa diferente la gente que transita por las calles. Los gobernantes tienen el presupuesto de la nación en sus manos. Las masas desfilan la víspera de la decisión y las protestas llegan al palacio de gobierno. El dolor estremece a la urbe y el territorio se tiñe con la sangre de la revolución. Ha llegado la hora de las grandes definiciones, las definiciones del pueblo originadas en la definición del gobernante. El poeta lo escucha y lo ve todo desde su café, mientras bosqueja sus cantos. Ya que ha sido tan cobarde, el mundo aguarda algo de él, al menos una palabra.
Cuando hablaba de mi niñez solía caer en estados de dulce melancolía. Las imágenes me transportaban a un mundo de inocencia no del todo pesaroso. Mi discurso íntimo era recogido por una fina selección de almas quebradizas como la mía de ese entonces, almas que temblaban de emoción después de la once, a la hora del crepúsculo. Eran poderosas, tenían influencias en la elite y me habrían llevado lejos, pero la hora de los pueblos cambia la esencia de las almas y la mía se replegó y decidió matar con las palabras. Los obligué a desenvainar y así edifiqué un estado de violencia, aquél que le iba bien a mi propia cobardía. Si corría sangre, ¡también los cobardes podían disfrutar la visión de su transcurso!
Descubrí justo a tiempo las delicias de los signos indescifrables y los cuartos escondidos. El hermetismo me alejaba del planeta hacia cielos quiméricos y los cuartos me daban libertad, la moral durmiendo en el ropero. Por las tardes, café con leche y sopaipillas pasadas; por la noche, pernil de chancho; de día vendía sonrisas de víctima insegura. Mi mujer creía en mí y hasta debió de amarme de verdad, pero nunca creí en ella, y mis hijos me adoraban. Me devoraba la angustia de no poder sacar del alma algo que desconocía. La gente se mataba en las calles, los demás iban a dar a la sala de torturas. El verso del cobarde refulgía, qué tiempos, aquellos.
Un buen día se cansaron y llegaron a buscarme. Me llevaron a la cárcel. Quise escapar por la ventana, a la manera de Fouche, pero había guardias por todas partes y la maniobra trocó en lástima ridícula. Me acusaron de azuzar a las masas, proclamaron la hora de la razón y el buen sentido. ¡Cómo cambian los pueblos, cómo giran en la rueda de la ardilla! Me mataron, me guillotinaron; descubrí algo tarde el error, cuando la cabeza se separó del resto de mi cuerpo al golpear la base del canasto.
¿Qué hacer entonces? He decidido, ya que aún me queda vida y aún no se expande mi mensaje, aún aguarda en las hojas manchadas con gotas de café de grano, el poeta ha decidido ser honesto y hablar de lo que sea, de lo que se le ocurra, haya o no mensaje en eso.
Nadie esperará sus palabras, nadie se beneficiará de ellas, nadie irá al cadalso por seguirlas con fe ciega. Porque entonces ya no habrá libros impresos y ni siquiera estará el ahí, para intentar una defensa.
El cobarde se habrá ido, calladito.

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