Batirse a duelo por naderías, eso es lo que pasa hoy. Nos echaron a un calabozo estrecho y allí sentimos el olor, pero también una alegría. Llevaba el pandero un hombrecillo que entonaba canciones verdes. Cada cierto tiempo se dejaba caer un policía uniformado y nos hacía callar. Envalentonados, le echábamos un rosario de garabatos.
¿De qué podíamos estar orgullosos? Y sin embargo lo estábamos. Al día siguiente no habría que dar excusas. Habíamos sido detenidos por batirnos a duelo con la ley por naderías. Éramos unos héroes, no de libros ni de diarios, pero sí de casas de población.
Conforme pasaban las horas los ánimos decaían; cada uno esperaba el amanecer, sin admitirlo. No se demostraba dolor, el primero que acusó cansancio fue tildado tácitamente de cobarde. Por lo demás, en el piso no había sitio para sentarse, menos para dormir.
Fui de los últimos en abandonar el cuartel. Antes tuve que hacer una fila en el patio y enfrentar al cabo primero, que me miraba desde arriba en el estrado.
Bastaba pagar una multa para recuperar la libertad, pero el orgullo fue más poderoso que la ley.
Pero la ley siempre es más poderosa que el orgullo. Eso no se confiesa nunca en público.
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
Visitas de la última semana a la página
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario