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viernes, junio 12, 2009

Kermesse infantil

Demasiados años después de que corriéramos con esa frenética inconsciencia infantil por los patios del Instituto Inglés de Rancagua profundicé en un fenómeno que en ese instante se me antojó extraño y feliz. Con mi hermano hallábamos tickets en el suelo como si se tratara de cajetillas vacías. Nunca antes había escuchado la palabra ticket; desde ese día la asocio con suerte, desinterés, negligencia.
Asistíamos a una kermesse infantil, invitados en calidad de "hijos de la tía Fani". No era como las fiestas de la Escuela 1, que se dividían en entonación del himno nacional, discurso del director, recital de números artísticos y para el final, partido de baby fútbol o revista de gimnasia, dependiendo de la fecha de la fiesta. Ésta era una fiesta con todas las de la ley: sala de cine con películas de dibujos animados, juegos de feria con jugosos premios fáciles de ganar, carreras de ensacados, torta, chocolate caliente y helados a destajo. Cada una de estas posibilidades valía un ticket y nuestro presupuesto, que alcanzaría a lo más para cuatro, pasó a segundo plano con el inesperado regalo que encontrábamos a cada paso en el suelo.
La recuerdo como una de las tardes más felices de mi infancia. Era increíble; ningún otro niño reparaba en los tickets descuidados. Para ellos era tan natural tener dinero que se podían dar el lujo de extraviarlo y sus vidas no sufrían cambio alguno. Mi hermano y yo, en cambio, andábamos con la vista pegada en el suelo, recogiendo tickets para disfrutar de ellos. Las argollas resultaban inexplicablemente anchas, entraban como si nada en las botellas; el mesón con los rifles a postones estaba demasiado cerca del blanco; nadie perdía, todos ganábamos, era una fiesta fabricada para ganar, una fiesta hecha para un mundo acostumbrado a ganar y sus organizadores la habían planificado inocentemente así, de la manera más lógica, pensando en la diversión de sus hijos. Allí no cabían ni el esfuerzo ni la suerte ni los talentos ni la ambición. La riqueza que viene del cielo provoca somnolencia y en ese medio me vi de pronto como pájaro raro, pechador desvergonzado.
Cada cierto tiempo mi mamá nos llamaba la atención, haciéndonos ver que no era educado andar recogiendo tickets del suelo. Con el Vitorio le hacíamos caso solamente para la foto; apenas se daba vuelta proseguíamos la búsqueda: ya estábamos cebados.
Mi madre era parvularia. Con el perdón de las parvularias, definirla hoy de ese modo la rebaja de categoría. En tiempos en que no existían parvularias y apenas había un kindergarten en Rancagua, mi madre era la "tía del kinder" y nosotros, por consiguiente, pasábamos a ser los "hijos de la tía Fani".
Un par de semanas después de transcurrida la fiesta mi mamá nos contó durante el almuerzo que la invitación había tenido por objeto convencerla de que se incorporara a ese colegio. Ella lo tomó como un halago y a pesar de que su sueldo se habría triplicado, rechazó la oferta. No recuerdo sus palabras exactas, pero sí la idea que primó en su decisión. Ese era un colegio pagado y ella enseñaba en un colegio gratuito; ella les abría los brazos a todos los niños, no era una maestra exclusiva para niños ricos. Mi padre, mi hermano y yo aplaudimos su decisión y nos pavoneamos un buen tiempo del asunto. La casa siguió sufriendo estrecheces, los años fueron pasando. Su ejemplo se me grabó a fuego en la mente y me llegó la adultez. A la primera de cambio acepté un trabajo mejor que el que tenía; no era ya tiempo de ideales.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bien por la "tía Fani" que siguio con sus niñitos públicos....

Los tiempos han cambiado.... para todos....Hasta en las escuelas publicas....
Que día tan estupendo ...seguro que disfrutaron mas que todos esos niños ricos que estaban tan acostumbrados a tener , a ganar.......
Todas las monedas tiene dos caras, unas veces sale cruz otras cara....la misma moneda al din y al cabo.

Besos