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jueves, julio 09, 2009

El día en que se iba a acabar el mundo

Cuando Muñoz Ferrada anunció por el "Clarín" que el mundo se acabaría en cinco días no pude dejar de sentir un dolor de guata. Era lunes, eso quería decir que el mundo se acabaría el sábado, contando los días a partir del martes; aunque podía ser el viernes, si se contaban a partir del lunes, creo que eso no quedaba claro en la nota. Incluso, podía acabarse el jueves, ya que era posible que Muñoz Ferrada le hubiese puesto fecha de tope a su anuncio a contar del momento en que dio la entrevista, que fue el día anterior a la publicación de ésta en el matutino. Pero ahora que recuerdo mejor, la noticia entregaba la fecha exacta: era el sábado, pero no decía la hora.
¿Había que seguir estudiando? ¿Había que seguir yendo al colegio? Por las dudas hice ambas cosas, aunque el nerviosismo me impedía concentrarme en las materias que dictaba la señorita María Eugenia. Los recreos resultaban aburridos; era como si un velo gris hubiese cubierto mi pueblo, que para mí era mi patria, mi mundo, mi universo. Me tranquilizaba descubrir que la gente deambulaba igual que siempre por las calles, mas al menor comentario que escuchaba al pasar entre dos vecinas acerca del vaticinio la falsa calma se hacía trizas como por arte de magia y volvían los terrores, que eran terrores bastante relativos, ya que no daban para esconderse debajo de una mesa, sino como mucho para sentir las cosas de manera diferente, como si me estuviera despidiendo de un sueño -ni agradable ni desagradable, pero muy real y por lo tanto, amado- que recién comenzaba.
Los días pasaron con una vertiginosidad indeseable; se me antojaron similares a los minutos que precedían la llegada de la señorita Fresia con su famosa inyección mensual de penicilina que tanto me hacía sufrir. Pasó el jueves y pasó el viernes. El mundo no se acabó. Pero llegó el sábado, día, hablando en términos dramáticos, en que el planeta se jugaba el todo por el todo. Me levanté cabizbajo y con mi hermano fuimos al rotativo del cine San Martín. En cada intermedio me asomaba por la cortina a mirar la calle, por si las moscas. Cerca de las siete de la tarde se comenzó a proyectar "La calavera del marqués", con Peter Cushing en el rol estelar. En el momento del clímax la calavera descendía volando la escala de mármol del palacio del marqués, pero una falla en los efectos especiales dejó a la vista el hilito que la suspendía en el aire. Eso le quitó algo de terror a la escena y a mi alma, que también estaba suspendida en el aire.
A la salida nos fuimos caminando por las calles oscuras de invierno, y en ese momento tuve la certeza de que el mundo no se acabaría, al menos ese día. Debo de haberme dormido como todas las noches, moviendo la cabeza de un lado a otro en la almohada y contemplando la fantasmagórica mancha del naranjo difundiendo su aura tenebrosa a través de la ventana.
Recuerdo otro momento en que, con menos espectacularidad, viví la misma sensación. Caía la tarde y el viento de otoño daba muestras de una ferocidad desconocida. Mi tía se asustó y se fue a rezar a la Iglesia San Francisco, "porque parece que se va a acabar el mundo", dijo antes de salir, dejándome indefenso ante los embates de la naturaleza y de Dios.
El fin del mundo es como el fin de nuestra vida, pero se le teme menos a lo primero que a lo segundo, porque es social, compartido. La muerte es un viaje solitario por senderos desconocidos, y por lógica eso lleva a pensar que a uno le podría suceder algo peligroso.
El astrónomo aficionado Muñoz Ferrada, que en realidad fue un poeta de la profecía, anunció dos o tres veces más el acabo de mundo, hasta que su nombre se desacreditó y pasó al olvido. Juraba a pie juntilla que el majestuoso planeta Hercóbulus o Hercólubus, nunca pude afirmar en mi memoria el nombre correcto, se saldría de su órbita y arremetería, furioso, contra la Tierra, haciéndola mil pedazos. Un buen día, ya muy anciano, cerró sus ojos y se durmió en paz en su modesta casita de Villa Alemana. Los pocos chilenos que aún lo recordábamos suspiramos con una cuota de alivio, al tiempo que le dedicamos unos segundos de nuestro pensamiento, que fueron como prestarle segundos de vida extra.

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