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jueves, septiembre 24, 2009

Basura

El pensamiento de Vargas se llenó, de un momento a otro, de basura. Descendió los doscientos escalones de la nave y se encontró con su sombra en el muelle, bajo el sol afilado del sur. Sus acompañantes venían más atrás, se esforzaba en dejarlos atrás, se complacía rabiosamente en dejarlos solos. Venían tranquilos, cada uno con un pensamiento en la mente. Vargas habría jurado que dentro de ellos bullían pensamientos normales, pacíficos, que guardaban relación con ese mundo vulgar que habita la gente vulgar que puebla el mundo y que son todos, unos examinándose a otros, el mundo convertido en una oleada de caparazones, en millones de acciones, mejor aun, actuaciones, según el postulado que proclama el autor de "La bestia en la jungla", cuyo libro llevaba en la maleta.
Entre las que lo seguían se hallaba su mujer. Contra su voluntad admitió -puesto que admitirlo le dejaba su falla al descubierto- que luego sentiría una gran compasión hacia ella, compasión que por supuesto ella nunca le había pedido. En favor de nuestro personaje habremos de reconocer que dicha compasión no pasaba de ser un plan; o sea, una compasión ficticia, por venir y por lo tanto falsa, demasiado lejana de la rabia que lo envolvía en ese momento; peor aún, de la desazón, que es la antesala de la angustia. De modo que cabía la posibilidad de que la compasión no apareciera y en su lugar, si es que algo le podía nacer después de esto, surgiese un sentimiento mayor, más elevado.
La desazón dio paso al miedo: a estas alturas de su vida conocía perfectamente lo que había un escalón más abajo, revolviendo la basura que flotaba en ese resumidero expuesto al brillo del sol. Allí estaba, espesa y gris como siempre, la laguna fantasma. Cada vez que tropezaba y caía en ella trataba de huir a toda costa, se ponía bueno, generalmente entraba a una iglesia y rezaba oraciones inventadas, porque la laguna fantasma era una laguna de temer; huir de sus aguas fangosas devenía en ilusión, escapar de su légamo pútrido, andar a saltos sobre ella era la fórmula ridícula para no sumergirse para siempre, pues ya debajo se pierden el hambre y la sed, y el cuerpo se marchita y entonces ya nada vale.
Se esforzaba en sacar a flote toda su basura, en derramarla desde sus ojos al paisaje del sur y a esos autos que iban y venían por la costanera y a las inmundicias que flotaban en el mar, basura real, no imaginada, y a los graffitis en las esculturas y a los estudiantes que se besaban a las tres de la tarde.
Pero eran toneladas de basura, riadas interminables que vencían la gravedad cuando salían por sus ojos, su boca...
Pensó, desesperado: qué me haría feliz, qué me haría feliz, qué me haría feliz. Mas de qué servía pensar, si sabía la respuesta. Pensar justamente en esas cosas no hacía más que enriquecer la basura.

Debes esperar
Es un estado pasajero
Ya todo volverá a la normalidad
Y querrás disfrutar nuevamente del sabor del té
Y te complacerá la sonrisa de los tuyos
Y dirás: todo bien, todo está bien
Y sentirás pena de ti mismo
Y al sentirla
Compadecerás a los que sufren
Eso te hará inmensamente feliz
Y querrás llorar
Pero ahora estás inmerso en la basura
Y debes esperar

Esperaba, tratando de cometer la menor cantidad de insensateces. Deseando, deseo absurdo, de que nadie se diera cuenta de su sentir. A veces tuvo que esperar días. Hubo una vez que esperó varios meses; analizando las cosas con frialdad, tres años.
Ahora las esperas eran cada vez más cortas. Antes su pensamiento le exigía proezas para salir adelante; hoy le bastaba con apostar que el taco del riachuelo se abriría de repente y la basura dejaría fluir de nuevo el agua por donde se movían sus pensamientos.
Pensó que el pensamiento se deja cazar a menudo, queda aprisionado por estos desagradables tacos y la basura que se amontona consta de palabras sucias cuyas similitudes aturden. La basura se manifiesta a través de voces, frases hechas, vida interior pura (un siquiatra diría algo así como "recuerdos que neurotizan", "estados incompletos"; una larga lista de definiciones que de nada le sirven a la víctima). Sabía que en ese momento le era imperioso salir de sí mismo, que no debía seguir atrapado por esa sensación lacerante y autodestructiva.
-¿Qué te pasa? ¿Ya te sientes mal?
Qué le podía responder.
-Si quieres irte solo, vete, basta que lo digas.
¿Quería irse de verdad? ¿Deseaba estar solo? ¿Qué quería?
-Sentémonos un momento.
Vieron esos graffitis, esos muchachos besándose, perros dando vueltas en una plaza, las fondas vacías, acabado el 18; el Club Alemán, el edificio de Ripley, Paris y Falabella, espejismo de esperanza; y recortando el horizonte, el mar, el mar... más amenazante aplastado por el sol de primavera. El mar podía ser la escapatoria, tal vez la solución que abriera el taco del pensamiento. Pero si se ha venido del mar, si ya se ha vuelto del mar, si el mar se aleja hacia el pasado, si las tiernas caras, las noches y la contemplación de los bosques que lo acompañaron desde la nave van retrocediendo en la estela que se dirige hacia la profundidad de la memoria, ¿qué queda entonces?
No, el mar no era la esperanza.
La única esperanza era esperar.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Esperar que pase pronto la marea....cuanto antes mejor.

Un fuerte abrazo mi querido D.

Sandra (Aprendiz de Cassandra) dijo...

Cuál será el desenlace de la espera?
El fin de una esperanza o el inicio de la verdadera tormenta?

Besos

mentecato dijo...

Muchos (en especial mi generación que vino desde el mar a Santiago) hemos iniciado nuestro retorno al mar: ¿Qué encontraremos? Quizá vestigios de una juventud desangrada en resplandores...

Un abrazo.