Visitas de la última semana a la página

miércoles, septiembre 09, 2009

El primer puesto

Lo he dicho antes, pero me parece que no con la precisión que intentaré decirlo ahora: si de algo he de arrepentirme cuando llegue mi última hora es de haber intentado buscar amor. Tanto daño a la fe, tanta traición al cariño recibido.
El sacerdote escuchará, como suelen escuchar los sacerdotes, y doy por descontado que me perdonará cuando alce su mano y haga la señal de la cruz, pero yo no me quedaré tranquilo: solamente habré cumplido el rito y eso, para el alma, no significa gran cosa. Lo que hay adentro, debajo de la máscara que cubre la piel, es imposible de engañar. Eso que se esconde ni siquiera es un concepto moral heredado de las tradiciones cristianas. Es una sensación, la de no haber sido honesto conmigo mismo.
El mandato que recibió mi mente, creo que entre los tres y cuatro años, fue que yo era un ser vivo, un ser humano, desde luego, un ser pensante, un ser que vivía rodeado de seres sobre los cuales debía imperiosamente destacar, para de esa forma lograr el ansiado amor, que ni más ni menos traduje como el reconocimiento de que yo era un ser vivo, único, imprescindible.
El amor se asociaba a la vida y la vida, al reconocimiento. Al reconocimiento sólo se llegaba a través de la superioridad. Mis frases de ese tiempo e incluso de este tiempo: "El ser anónimo es indigno de amor". "El desconocido no vale nada". "Ser ignorado es ser despreciado". Curiosamente son máximas que hacía y hago valer sólo para mí, pues ante los verdaderos despreciados, que son los perdedores, los encadenados al vicio, los locos y los mendigos, sentía y siento una compasión que a menudo me hace brotar lágrimas.
No hay peor afrenta para mí que ser ignorado. Soy capaz de hacer locuras, incluso de llegar a la violencia cuando me dejan al margen, me desestiman, se olvidan de mí, me miran por encima del hombro. Y no hay peor vergüenza que la ignorancia, porque abre flancos que desnudan y humillan mis aspiraciones.
Por las noches, al acostarme, repetía sagradamente la oración inventada: "¿Quién ha sido la persona más famosa del mundo? Jesucristo. ¿Quién ha sido el hombre más famoso del mundo? Jesucristo". Venía entonces el mandamiento: "Debo ser superior a Jesucristo". "Debo ser imperiosamente superior a Jesucristo". "Urge sobrepasar a Jesucristo". Y terminaba, antes de dormirme, con las preguntas y la arenga: "¿Puedo serlo? ¿Me es dable cumplir tan alta meta? ¡Sí, puedo! ¡Sí, debo!". Entonces me dormía como un pajarito.
Con el tiempo escalé en mi curso hasta conseguir el primer puesto, lo que me costó sangre, sudor y lágrimas. Ese día, cuando le ofrecí de sorpresa la libreta de notas a mi mamá, ese día en que ella saltó de alegría, ese día fui, lejos, superior a Jesucristo. Creo que el otro día fue cuando aprobé el examen de grado con distinción máxima. Estaba ebrio de alegría y había dicho puras estupideces ante la comisión. Pero demostré que se podía ser superior a Jesucristo.
En tanto, me amaban y no me daba cuenta. Porque vivía y vivo buscando amor, por los caminos más absurdos.
Ya estoy (iba a decir viejo) algo maduro en edad, aunque para muchos, sí, ya estoy viejo. Y he descubierto algo que no por ser obvio deja de tener su importancia: creo que Jesucristo no pasa de ser un mito y darme cuenta de esa verdad recubre mi ser de una pacífica melancolía, como si una tibia niebla me brindara su compañía desde este mismo momento, haciendo menos áspero el camino que me resta por transitar. Sí, a Jesucristo se lo puede superar, pero fundar un nuevo mito capaz de derribar al mencionado, eso gracias a Dios no me preocupa; pues ya estaríamos hablando de palabras mayores.
Tal vez aún sea tiempo de tomar la senda real, ausente de fantasías megalómanas, la senda que lleve al lirio del campo del que habla Blake.

3 comentarios:

mentecato dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
mentecato dijo...

Iba a comentar algo, pero era pedante, huero, ramplón...

Copio, en cambio, con agrado a Whitman:

"Todas las cosas tienen su verdad. Una verdad que no se apresura ni se resiste a salir. No son necesarios los fórceps del cirujano para traerla a la luz.
Lo insignificante es tan grande para mí como lo más grande.
(Y ¿qué es más grande o más pequeño que el tacto?).
Ni la lógica ni los sermones convencen.
La humedad de la noche entra más profunda en mi alma que todas las palabras".

Anónimo dijo...

Pa vis
Pa vos
De la que leo uno
Leo dos

Un gran abrazo para los niños grandes.

Me gustan sus recuerdos....los de ambos.

Fortunata