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martes, septiembre 01, 2009

Séper y el primer cuento

Mi primer cuento relató los avatares de un hombre que se ganaba la lotería y malgastaba el dinero. Lo escribí alrededor de los 10 años, en dos hojas de cuaderno, y lo dejé encima de la mesa, como para que lo leyera mi mamá. Luego salí a jugar con mis primos. A la vuelta supe que mi mamá se lo había leído a mi papá. Me felicitaron y pusieron sobre todo como ejemplo la moraleja de la historia, implícita en el trágico final.
De los once que conformábamos el conjunto de primos rancagüinos, el Séper era el más creativo de todos y si de grande terminé convirtiendo en texto escrito o en dibujos mis fantasías, se lo debo en parte a él. El Séper creaba cómics de un detective que fumaba pipa, mientras yo seguía dibujando repetidas historietas de partidos de fútbol y de vaqueros. Él se firmaba con seudónimo; a mí no se me había ocurrido. Realmente llegó a ejercer mucha influencia sobre mí en esas cosas, tanto así que -y ahora recién lo declaro- nunca he dejado de pensar que detrás de mis obritas se esconde un secreto robo, un plagio a su imaginación.
Como buen soñador, el Séper también era hedonista, amante de la materia y los placeres que pudieran estar al alcance de un niño de 12 años. En ese tiempo se había obsesionado con unas botas que vendían en la zapatería de calle Independencia esquina de Bueras, de la que no logro recordar el nombre. Él no tenía dinero, sus papás eran más pobres que los míos, pero se las ingenió para procurárselo, no sé cómo, no me atreví a preguntarle, y una mañana, camino al liceo, lo vi con las botas puestas. Para que sonaran aún más -y se gastaran menos- les había mandado poner una tapilla de fierro en el taco, antes de estrenarlas.
Allí íbamos los dos, con nuestros bolsones, desafiando la escarcha invernal, sus botas resonando en el cemento, como las de las películas de espadachines. Al poco tiempo persuadí a mi mamá de que el zapatero les pusiera tacos de suela a mis zapatos, para que también sonaran al andar. ¡Qué fácil era ser felices! ¡Y qué inocencia se escondía en mi alma, entonces!
Una de esas tardes de vagancia me propuso que escribiéramos cada uno un cuento y luego comparáramos los resultados, digo resultados porque sería presunción desmedida hablar de "creaciones artísticas" o "trabajos". No sé si él lo escribió; no lo recuerdo. Lo que sí viene hoy a mi memoria, a medias, es el cuento que escribí yo, mi primer cuento.
Un hombre de mediana situación económica está leyendo la pizarra con los resultados de la Lotería y descubre con sorpresa que ha ganado el premio mayor, el gordo. En esos tiempos el maestro Cárdenas no pensaba incorporarse al imaginario colectivo nacional, de modo que mi personaje bien pudo ser su antecesor. De hecho, creo ahora que al maestro Cárdenas le habría resultado de provecho haber leído el cuento. El afortunado ganador se entrega a los grandes placeres de la vida, consistentes en comprar un televisor, una casa de dos pisos, un auto de cuatro puertas y sobre todo, en tomar vino todos los días. En la presentación de los hechos y la descripción de esos placeres deben de haberse ido casi las dos hojas del cuento. Los últimos renglones los reservé para el triste final. El hombre de pronto desaparece, deja de verse en la ciudad, hasta que un día alguien lo encuentra botado en una esquina. El personaje secundario lo remece, lo quiere despertar, pero el millonario, hoy convertido en mendigo, no reacciona: está muerto. Y ha muerto en la miseria porque no supo administrar su fortuna; o sea, no ahorró el dinero que le cayó del cielo.
Uno de los centros de mi filosofía, está casi de más enunciarlo porque el cuento lo dice mejor, ha sido el ahorro. Algún remoto día se me metió en la cabeza que el secreto de la vida no consistía en ganar mucho dinero, sino en ahorrar el que se tenía. Confieso que con esa forma de pensar no me ha ido mal. He podido darles un buen pasar a mi esposa y mis hijos y no nos ha faltado lo básico en el hogar. A cambio de eso, mi propia vida, hablo de aquella que se puede palpar, ha sido más bien grisácea. No hubo grandes saltos al abismo ni insólitos desafíos, y sí demasiada mezquindad.
El Séper sí que aceptó desafíos. Se embarcó en un viaje en auto a los Estados Unidos, que terminó abruptamente en Lima con los jóvenes ocupantes peleados entre sí y los bolsillos de todos vacíos; abrió y cerró negocios, tuvo una aventura con una mujer de Brasil; viajó a Paraguay, donde se dice que enamoró a la hija de Stroessner y amasó gracias a esa relación una pequeña fortuna; fue, en fin, y lo declaro por los otros diez, el primo que envidiamos y admiramos a la distancia.
Un día, no hace tantos años, volvió a la ciudad. Mi tío Pablo -su papá- lo acogió en el sitio que arrendaba para estacionar autos y allí el Séper se instaló en una pieza, ayudándolo en ese trabajo, hasta que mi tío se murió y su mujer, que no era su madre, lo desalojó. Me han contado que ahora vive con su buen hermano, el Jorge, o Maravilla Gamboa, que de por sí conformaría otro capítulo de esta ya larga y provinciana serie.

4 comentarios:

mentecato dijo...

Frase genial: ¡Qué fácil era ser felices!

Así era por esos días de la niñez. Tuve una infancia increíble: con un camarada de la cuadra, Mario T., actualmente arquitecto en Temuco, y con el turco Muza, ingeniero, armábamos unos batallones de diminutos soldados y las batallas eran fabulosas (ni Napoleón fue tan buen estratego como nosotros). Eran días enteros que, metidos entre la menta, el follaje de los cebollines, las hojas rasantes de las lechugas, los terrones que el jardinero removía de tanto en tanto, sucedían ataques y retiradas de los combatientes (los heridos eran dados de baja y se les pintaba una rayita negra para que no regresaran al campo de batalla)...

¿Se recordarán estos camaradas de esos días de barricadas y ataques?

A Mario nunca más lo vi. Sí hace unos años pasó por la casa preguntando por mí. Al turco Muza tampoco volví a verlo (tenía unos ojos verdes que derretían a las muchachas del liceo cuando ya éramos adolescentes).

Un abrazo a la distancia a esos veteranos de guerra...

Y un abrazo a usted, dr. Vicious. ¡Qué fácil era ser felices! fácil

mentecato dijo...

Confesión de un miserable:

A decir verdad, el turco Muza fue mejor estratego que Mario y yo. Lo descubrí una vez que entré a su habitación a terminar una tarea: en el piso, al lado de la cama, había cientos de figurillas de papel semejando batallones de soldados. Era ahí donde estudiaba ataques y retiradas...

Con un espíritu hitleriano urdí venganza, que olvidé con el paso del tiempo, pues crecimos y nos matricularon en el liceo. Ahora vendrían otras conquista que serían las compañeritas de estudios. Cierto día, el turco me confesó que se había enamorado de Fanny A. y, repentinamente, la llama de la venganza que permanecía mortecina en mi alma ardió con fuerza. Urdí a lo Goebbels un siniestro plan. Como todo enamorado es un bobo, comencé a decirle que Dulcinea lo miraba a hurtadillas en clases (lo cierto era que ella enloquecía de amor por otro muchacho). Día tras día, le machacaba: ¡Cómo te mira, turquito! Planificamos el ataque final: lo conminé a sustraer dinero de la tienda de su abuela para la compra de un carísimo chocolate. Además, para la ocasión del asalto a balloneta calada le hice beber unos traguitos de enguindado. Se acercó a su amada con el chocolate en ristre y ella, a punto ya de suicidarse por su amado, le gritó: "¡Qué te has imaginado, turco borracho!"

Mi buen amigo lloró en mi hombro y yo, arrepentido de mi canallada, sólo logré decirle: "¡Qué extrañas son las mujeres. Nunca lograremos entenderlas!"

De ahí, el turquito inició el trabajo manual de los despechados, arte en el cual llegó a ser experto...

mentecato dijo...

Fe de erratas:

Dice: ...vendrían otras conquista...

Debe decir: ...vendrían otras conquistas...

Un abrazo, dr. Vicious.

mentecato dijo...

Error imperdonable: escribí sin darme cuenta 'balloneta' en vez de 'bayoneta'...

Estaba tan metido en el contenido que me olvidé revisar la forma.

En todo caso no desmerece la historia.

Un abrazo.