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jueves, octubre 29, 2009

El chicle

Mi primer recuerdo, mi primera noción consciente de que me hallaba ante la vida, es bastante simple.
Vamos de vuelta a casa con el tata Lucho y unos obreros por un camino de tierra bajo el sol, a la altura de la población Esperanza. A un costado corre una acequia, más bien un hilo de agua turbia. Son cerca de las dos de la tarde. En un momento yo, que marcho desafiando el peligro, por el borde de la acequia, caigo al agua, no entero ni la mitad; apenas habrá sido una pierna, es decir, el pie y la sandalia, sin siquiera mojarme el pantalón corto. El tropiezo es lo bastante evidente como para que el grupo se ría. Pero no es una risa de burla, sino de simpatía. Retomo la marcha y el recuerdo desaparece.
Calculo que debo de haber tenido entre dos y tres años; lo digo porque a los cuatro años mi cerebro ya estaba cargado de imágenes. Antes de los dos no fue, porque no habría ido caminando con ellos, me habrían llevado en brazos.
¿A qué viene todo esto?
A lo sorprendente que resulta constatar cómo a tan temprana edad el hombre ya se ha formado una idea central y definitiva de las cosas que lo rodean.
Se camina al borde del peligro, consciente de que se está ante un peligro pero también lo suficientemente convencido de que es un peligro abordable, no mortal. Se camina junto al abuelo y un grupo de obreros; es decir, ante un familiar, una persona de confianza, que va acompañada de obreros, de gente desconocida, gente incluso de otro rango, inferior. Y sin embargo vamos todos juntos porque en mi infancia la vida consiste en compartir sin mayores distingos de clase. Y por eso cuando se ríen de mí, lo hacen todos.
La risa, fuera de ser democrática, es simpática. No hay asomo de burla en los dientes que miro desde abajo, con mirada que parece de temor. El niño se cayó, don Lucho. No le pasó nada. Se mojó la sandalia. ¡Levántate, Huguito, ven conmigo, que ya vamos a llegar!
¿Y qué me ha pasado a mí, por dentro? ¿Por qué ese recuerdo se me fija en la memoria? Imposible saberlo. Sólo podría teorizar declarando que a esa edad, a los dos años, ya estaba convencido de que si bien se podía fallar, yo no podía, porque si fallaba podía ser objeto de risas, risas que podrían transformarse en burlas, algo absolutamente impropio para la mayoría de edad de mi alma, pues el niño que era en ese entonces, mi Yo más íntimo consideraba que había dejado de serlo hace mucho tiempo. En el lapso de meses había envejecido cincuenta, sesenta años, me doy cuenta ahora. A los dos años ya no podía darme el lujo de actuar como niño.
De allí en adelante, todo lo hecho en mi vida ha sido tratar de rescatar desesperadamente la niñez, de llegar a la razón de su secreto.
Ya tendría cinco años cuando una noche volvía de la sede del club O'Higgins con mi tía y mis primos. Mi tía nos había comprado chicles y yo masticaba el mío con pasión silenciosa. Era dulce y gelatinoso, no se parecía a nada que hasta entonces hubiese probado. Pero pagué el noviciado y de repente me lo tragué. Ideé la rápida solución de echarme a llorar a moco tendido. Paramos frente a una fuente de agua donde había pececillos rojos y mi tía me hundió un dedo en la garganta para que el chicle saliera, porque si no salía se me podía quedar pegado en las tripas y yo me podía morir. Entre el llanto y las arcadas el chicle se negó a salir y yo redoblé el berrinche, en la esperanza de que esa maravilla subiera al paladar a pasearse entre las muelas, pero también en la esperanza de que el llanto conmoviera a mi tía y me comprara otro chicle.
No hubo caso. Volvimos a casa contra mi voluntad y el llanto desapareció, o el recuerdo del llanto. Me quedó el sabor de la goma rosada; cuando siento uno parecido detengo mi accionar, me escabullo para viajar al pasado y ya estoy a punto de llegar al tesoro, pero el tesoro se mueve, desciende. Sigo excavando, con alicaída ilusión, hasta que miro mis manos vacías: no hay chicle, no hay pasado, he caído una vez más en la trampa del espejismo del tiempo. Entonces retomo el paso.
¿Era bueno expresarse o no siempre conseguía uno su propósito a través de las lágrimas?, pensé esa noche, acostado en mi cama. ¿No era preferible masticar con más cuidado, prevenir el peligro antes que llorar sobre la leche derramada? Porque al final de cuentas, ¿qué había conseguido sino hacer el ridículo, quedar a la vista de todos como un niño chico?
¡Cuánto envejeció Huguito esa noche!

4 comentarios:

mentecato dijo...

Querido Doc:

Muy estimulantes sus palabras. Pero para una novela tendría que nacer de nuevo. Sólo me siento capaz para esbozos, pinceladas escriturales...

Un abrazo (mañana lo leeré).

mentecato dijo...

Doc:

Sus escritos me ponen nostálgico. ¿Qué fue de esa hermosa familia que tuve? Ya todos son polvo y recuerdos. Un viejo colega (compañero de Castellano en el Pedagógico) despidió a su tío Alberto al pie de su ataúd con muy emotivas palabras. Le dije, en un aparte, "yo también tuve un tío Alberto. Fue un tío bellísimo..."

Cuando veníamos a Talca, siempre pasábamos con mi tío a la pastelería Palet: era el chocolate caliente y pasteles hasta que la panza se hinchara a lo sapo de gran laguna.

Al regreso a Constitución en el tren orillero, mi buen tío se dormía plácidamente tomado de mi mano (por su gaznate había pasado un río sangriento de tinto).

Buena pluma, doc.

Fortunata dijo...

A ustedes dos, viejos-niños o niños-viejos, siempre se les lee gustosa y se les quiere irremediablemente.

Anónimo dijo...

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