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miércoles, octubre 21, 2009

Regalos sorpresa

Mi padre destacaba por sus regalos sorpresa, era su manera de demostrar no sólo su cariño hacia los seres más próximos a él -mi madre en primer lugar- sino la veneración, la cuidada preocupación por sus más mínimos deseos y la resolución de dedicar su tiempo libre a satisfacerlos. Hubo una temporada, por ejemplo, en que mi madre contemplaba cada tarde que regresaba de hacer clases en la Escuela 2 una cartera roja de cuero con forma de triángulo, que se exhibía en un escaparate de la calle Independencia. Apenas llegaba a casa y se cambiaba los zapatos de taco alto por unas pantuflas hacía de esa contemplación un comentario, hasta que una noche la escuché decirle a su mejor amiga: "¡Any, se la llevaron!". Mi padre le había robado su sueño en secreto y la noche de Navidad se lo devolvió, envuelto a los pies del árbol, para asombro y euforia de mi madre. Creo que la filosofía encerrada dentro de la cabeza de mi padre para elaborar ese artificio era que la alegría mayor no debía ser serena y tenía que llegar recubierta de una dosis de amargura. Las cosas de la vida tienen vueltas. Con el tiempo he llegado a pensar que la actitud tan cristalina de mi madre pudo ser realmente una muestra magistral de histrionismo y manipulación, pero sería injusto dejar establecida esa tesis ahora que no la puedo confrontar con sus descargos. Mas, ¿por qué destacó en voz alta y con tanta persistencia las cualidades de esa cartera? ¿No sería porque conocía perfectamente a su marido? Mi madre, la cerebral y espontánea; mi padre, el ingenuo apasionado. 
Un 29 de noviembre ella encontró en medio del living una inmensa caja de cartón, capaz de contener una silla. Era el día de su cumpleaños y apenas se acercó a mirarla vio la dedicatoria en la tarjeta: "A Fanicita". Saltó de gusto y me llamó a gritos. Yo estaba aún en la cama y al llegar al living abrí los ojos, pero no dije nada. La dejaba hablar a ella; era ella quien se expresaba por mí. Y así creo que ha sido hasta el día de hoy. Abrió la caja. Adentro venía otra más pequeña. Así, cual juego de las muñequitas rusas, continuó el espectáculo que mi padre sólo pudo imaginar desde el taller donde engrasaba sus manos. Cada caja daba lugar a una nueva muestra de sorpresa, hasta que llegó a un envoltorio minúsculo que contenía un anillo de oro con una piedra roja. Recuerdo que hacía frío y estaba lloviznando, a pesar de la fecha. 
Hubo una Navidad que lo pilló poco inspirado. Mi madre abrió su regalo y se encontró con un juego de vasos whiskeros. En otra ocasión descubrió un oso gigante de peluche que la hizo reír a carcajadas, lo que desorientó a mi padre y lo dejó a la deriva y al desnudo con su desafortunada elección. El mejor regalo sorpresa se lo dio en los últimos años de su vida. De un día para otro dejó de beber y eso los llevó a concretar la máxima aspiración de Homero para sus héroes: morir cada uno en su momento en la paz del hogar, rodeados de sus descendientes.

1 comentario:

Sandra (Aprendiz de Cassandra) dijo...

Quizás las mejores sorpresas son las que sin ser necesariamente sorpresivas han sido largamente esperadas. Al menos yo espero sorprenderme con una de ellas...

Me sobrecogió el relato, quizás por el peluche... quizás por identificación.

Besos para ti