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lunes, noviembre 16, 2009

El avión

Cuando mi papá nos comunicó con toda naturalidad que viajaría en avión a un congreso en Antofagasta se produjo una ligera conmoción en la familia. Mi papá nunca había viajado en avión y nosotros tampoco, aunque declararlo de este modo no es tan obvio como parece: un par de veces con el Vitorio habíamos declinado ir al afanadero -así se le decía al aeródromo, ignoro la razón- para participar en calidad de pasajeros en el festival de vuelos populares; renuncias, debo admitir, motivadas más por la flojera de caminar tantas cuadras que por el miedo de subir a un avión.
En cuanto al modo en que mi papá nos había hecho el anuncio, todos sabíamos que detrás de su aparente frialdad se escondía una enorme agitación.
La conmoción familiar estribaba menos en el vuelo que en la importancia que significaba para todos nosotros el que hubiese sido seleccionado. Sabíamos que en la Braden se estaba ganando cierto prestigio como delegado sindical, pero nunca pensamos que fuera para tanto. Este viaje venía a confirmarlo, el prestigio, y le daba motivos a mi mamá para echar a volar la noticia a los cuatro vientos: su esposo también figuraba en la nómina del congreso sindical de los trabajadores del cobre y viajaba en avión al hotel de Antofagasta, con todos los gastos pagados.
El día del viaje mi papá se levantó muy temprano, besó al Vitorio en la cara y le hizo entrega de su reloj cronómetro, "por si pasaba algo". El Vitorio se lo puso altiro y siguió durmiendo, pero en el sueño el reloj le bailaba en la muñeca y la correa metálica le rasguñaba el brazo. Minutos después mi papá, con toda delicadeza, se lo retiró y el Vitorio no se dio cuenta. Cuando despertó y se miró la muñeca, estaba vacía.
El párrafo anterior costaría entenderlo si no se explica que mi papá efectivamente volvió a la casa a los pocos minutos, desempacó la maleta y partió al taller con ese aire triunfante y superior, pero también desgarrador, silencioso, humilde, propio de las personas que son víctimas de una injusticia.
Lo que había sucedido lo supimos de labios de mi madre: "A Sergio lo bajaron del avión", le comentó esa misma mañana a su amiga, la señora Ana Fuentes, delante de nosotros. Con el Vitorio tratamos de captar los detalles y descubrimos que al momento de abordar el vehículo que lo trasladaría junto a demás invitados desde Rancagua al aeropuerto de Los Cerrillos, un dirigente de mayor rango le comunicó que él no viajaba. "Mardones, tú no", le dijo, y mi papá lo había tomado con esa misma naturalidad que exhibió cuando nos contó lo del viaje. No era su momento, se había producido un pequeño error en la lista, un exceso en el cupo (después llegué al convencimiento que lo habían citado en calidad de reserva, por si alguien fallaba). Mas para su filosofía, para su forma de ver el mundo, el balde de agua fría constituyó esa vez un aviso del destino: un ángel de bigote fino e insignia en la solapa, un ángel que se las daba de líder de los demás, lo acababa de salvar de una espantosa tragedia aérea. Así de simple. Así lo quiso entender y no hubo quien lo sacara de esa creencia, al menos de la que manifestaba hacia los demás, porque lo que sentía íntimamente se lo guardó.
El congreso se efectuó con toda normalidad y los participantes volvieron renovados, dispuestos a cambiar las cosas, pero las cosas siguieron funcionando como antes, con la vida de mi padre y la vida de nuestra familia y la vida de Rancagua mezclada entre las cosas. Los años pasaron y mi padre viajó varias veces en avión, a veces solo, a veces con mi madre, a veces conmigo. De la crueldad, de la insensibilidad de ese dirigente de terno y corbata que lo bajó del vuelo no quedó más que un recuerdo. Para mí, una amarga sentencia, una lección. Tal como en la suya, en mi vida laboral se filtró una condena: inclinarme ante el mando de mediocres e insensibles, hombres y mujeres, que me han dejado en incontables ocasiones abajo del avión sin jamás detenerse a pensar que eso me ha dolido más por el ejemplo que heredarán mis hijos que por mi propio dolor. Aguanté en silencio y me hice fuerte en ese sentimiento de superioridad que a pito de nada tenemos los perdedores. Desprecié desde el fondo de mi alma a los pechadores, a las guaguas que lloran para mamar y nunca fui parte de ellos. Si alguien desea descubrir y admirar mis méritos, pues que se dé el trabajo. Así me enseñaron.
Mi hermano fue más inteligente: tomó la historia a la chacota y cada vez que la recuerda se lamenta de ese cronómetro que fue suyo durante algunos minutos, para ser exactos, aventuremos unos 33 minutos con 27 segundos, el tiempo que va desde la ilusión de la partida hasta el dolor del regreso.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Te leo....

Un abrazo L.

mentecato dijo...

Querido doc:

Como hemos tenido vivencias de los mismos senderos (la Braden y otras yerbas), se me agolpan acontecimientos de los días rancagüinos: aún veo a mi padre con su elegantísimo traje regresando de Estados Unidos adonde fue a estudiar, a la Universidad Americana de Washington, enviado por la Braden...

Fuimos a esperarlo al aeropuerto con un primo mayor y parlamentario entonces por la zona de Maule (después éste fue embajador en Costa Rica). Digo todo esto, porque eran días en que, al decir de Guillermo Atías, "corría el billete". Tenía una hondísima sensación de plenitud que me abandonó con el correr de los años (y la compañera pobreza se pegó en mis huesos sin hasta ahora abandonarme. Una hermana siempre repite "la 'décadence' de los Arellano" al ver tanto afán cuotidiano en una brega cuasi infecunda).

Las chicas de aquellas adolescencias eran las hermanitas Meersohn (cuyo padre era ministro de la Corte), la Nana Mera (hija de un reputado abogado medio sinvergüenzón). Estaba también la Paulina Blum (después concertista en piano). Pero, mi querido doc, no me gustaban las burguesitas y mi amor de esos días ya casi desteñidos era María Elena, una muchacha que había venido a la capital desde Talca y que oficiaba de empleada nuestra (junto a ella me sentía en el séptimo cielo: cuando salíamos a comprar algo para la entrada del almuerzo íbamos de la mano. Y nuestros domingos eran de cine y parques).

Todo esto es ya banal recuerdo. Y a María Elena, como a todos los seres hermosos, la noche del tiempo la devoró...

Un abrazo, doc.