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miércoles, diciembre 23, 2009

La multitud

Los rostros desafían a mi memoria en la escalera mecánica del Metro. Mientras la multitud y yo vamos subiendo, otra multitud viene bajando. Los miro uno a uno, hago un esfuerzo por retener todos los rostros. Cuando piso el Paseo Ahumada trato de recordar los que me llamaron más la atención, como tantas veces lo debió de hacer Fellini en las calles de Roma. Surgen uno o dos, tal vez tres. La figura perfecta de un asesino. Un deforme. Un hombre sin dientes. Una dama de lascivia reprimida. Los demás ya han desaparecido, no existen. Y la multitud que venía conmigo se dispersó. De nuevo estoy solo.
Las personas caminan de un lado a otro, como buscando algo de prisa. ¿Quién soy yo para ellas? Al llegar a las esquinas no respetan los semáforos y en el ancho Paseo cada uno construye su propio camino, con senderos, cruces y diagonales invisibles en los que suele triunfar el más rápido, el más fuerte.
Una chica que emerge como una ola atrapa mi atención y mis ojos la siguen hasta que otra ola, la tela de un abrigo masculino, la cubre. Surge de nuevo más allá, desaparece y vuelve a salir de pronto, hasta que el mar se la traga para siempre. Me dejo llevar entonces por un hombre con una cicatriz, por otra chica que dobla hacia Agustinas, por un traje bien cortado, por un perfume, por el acordeón de Enriquito.
Un malestar, producto del exceso de estímulos, se va adueñando de mí. Pienso que si no estuviera aquí y una bomba arrasara con este montón de gente yo no sentiría nada. Descubro que casi lo deseo. Habría menos habitantes y menos problemas. Viviríamos en una ciudad sin esmog, sin tacos, como en las provincias; sin muchedumbre, sin rostros amenazantes, vacíos, violentos. La muerte de mil, de diez mil personas sin nombres y sin historias no tiene mayor importancia.
Yo tampoco importo para ellas. Yo sólo consigo ser alguien en la mesa redonda de trabajo, en el café del frente, en el saludo del quiosquero de la esquina, en las lentejas con queso rallado que me sirve mi mujer y en la ilusión de mi pequeña cuando me pide láminas para su álbum. Aquí en el Paseo estoy solo, pero a mi funeral irán ocho, diez, y eso ya es bueno. Los verdaderos solitarios son los pobres que vagan entre la muchedumbre y hacen de la muchedumbre su hogar. Los locos, los drogadictos, los alcohólicos y los mendigos que duermen a los pies de una iglesia, los que no tienen a nadie y viven del amor que les puede prodigar la multitud.
Sea de ellos el reino de los cielos.

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