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lunes, febrero 08, 2010

Un hombre de fe, un hombre sin fe

En aquel pueblito destacaba la presencia de dos hombres: un hombre de fe y un hombre sin fe. El hombre de fe consumía cada uno de sus días, con excepción del domingo, en arduo trabajo. Al amanecer se encomendaba a Dios, al atardecer agradecía los dones recibidos y de noche dormía plácidamente. Era un hombre de bien y eso se reflejaba en el aspecto de su casa, en su hacienda, en su familia y en su jardín.
En la propiedad contigua vivía el hombre sin fe. Entrar a su mundo equivalía en la práctica a meterse en un corral de animales: todo se hallaba esparcido, impresionaba la grasa pegada al aluminio de las ollas. Las camas sin hacer y los envases vacíos de sopa instantánea alrededor del cubo de la basura acentuaban el caótico panorama. Allí el atardecer no era diferente de otras horas, y la noche y el amanecer constituían simples fracciones de su jornada. Y era sin duda hombre de bien, pues a nadie hacía daño.
El hombre de fe rezaba por él en las noches, a pesar del desagradado que experimentaba su familia al seguir sus oraciones cuando llegaba ese momento de la plegaria.
Que Dios lo siga protegiendo, rezaba. Amén, remataban a farfullos los demás.
Al momento del descanso junto al fuego los niños solían pedirle a su padre que les contara historias. Esa noche les contó la siguiente:
"Dios expulsó al hombre del paraíso y condenó con feroces plagas al que quisiera volver a levantarlo a partir de sus ruinas. Les mandó insectos que se tragan las cosechas y bacterias que se burlan de los antibióticos, hizo a la especie defectuosa, predestinada, con enfermedades escritas en el organismo al momento mismo de nacer, instaló la rueda de la fortuna en la torre de cada villa que habita, para que el hombre nunca la perdiera de vista; le planteó el espejismo de la libertad, riéndose a mandíbula batiente de sus ideologías, le propuso el hábito que adormece y la acumulación heredada que lo hace zángano, y legó la muerte como descanso".
Los niños lo miraban desde el suelo, angustiados, a punto de llorar. El buen padre continuó:
"Pero Dios se apiada del hombre y de vez en cuando le envía a un santo, que está por encima de la faz de la tierra. Él vive acorde con la naturaleza y habla con los pájaros, y morirá tan pobre como nació".
Los niños se alegraron y la historia terminó. Era tarde; se fueron a dormir, marido y mujer en una cama y cada niño en la suya, cubiertos con pieles de ovejas. Ajeno a todo acontecer, el hombre sin fe permanecía en un rincón de su cabaña, con los ojos abiertos en la oscuridad, y tiritaba de frío.

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