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lunes, marzo 29, 2010

Crepúsculo

En los minutos previos al anochecer el camino secundario se tiñe de colores melancólicos que lindan con un mundo incierto, que estremece. El paisaje se vuelve azulado y bajo esa tonalidad las paredes del estómago agrédense a sí mismas; una leve sudoración baja del cuello al espinazo y las manos se aprietan, se agarran al volante. Son minutos eternos, allí en el camino nada es seguro y nada se saca con presionar el acelerador; desde cualquier recodo salta un producto de la imaginación al parabrisas y los puños se cierran todavía más al verlo allí, pegado al vidrio como un pulpo. De nada sirve haber encendido los focos, porque los focos no alumbran. Todo lo que se puede ver con lo que se esconde más adentro de los ojos es el canto fúnebre de la naturaleza; ni siquiera la radio ayuda a matar el silencio que hipnotiza a la tierra, a las plantas y a los animales. En ese instante de angustia, lo único que se mueve es el auto.
Entonces se ansía huir, entrar en la noche, protegerse dentro del cómodo vehículo inexpugnable y alumbrar con los focos sólo aquello que resulte necesario.
Pero los minutos no pasan y los modernos tréboles de asfalto que conectan con el camino principal se retuercen en curvas que no llevan a ninguna parte. Es la modernidad que habían prometido y que se ansiaba y se aguardó por tantos años, pero cuando se le exigió utilidad con urgencia, cuando se le rogó que salvara a la mente exhausta, cuando llegó su momento, no sirvió. Los tréboles quedaron plantados en el suelo, como muestra de una civilización extinguida cuyo único sobreviviente, el conductor de un automóvil, se debate en la más espantosa incertidumbre, pues ansía llegar y no llega, ansía entrar al camino principal en el que cientos de focos y motores se le cruzarán a cada momento, lo adelantarán o lo verán pasar; ansía el sonido de las ruedas de goma que se pegan al cemento, las bocinas de los camiones frigoríficos, el silbido de los Mercedes Benz que le devolverán la vida. A cambio de sus esperanzas, pájaros, liebres y zorros son meras figuras de una estampa colgada en la pared, se miran fijamente entre ellos, paralizados, y las hojas mustias de los arbustos que les sirven de fondo transmiten abatimiento, porque no hay comunicación alguna, todo se ha perdido para siempre.
Existe una salida diferente, hay un borde del camino a través del cual se puede acceder a la autopista; ya que nadie lo está usando podría intentarse, es la última esperanza.
Y en efecto, es posible, da resultado, a pesar de la dificultad de la curva tan cerrada, con un declive que le hace al auto apuntar las ruedas hacia el cielo gris sin estrellas.
Se ha entrado, por fin; se ha llegado a las puertas de la ilusión. Y ya que nada allí es conocido, hay que bajarse del auto para saber dónde se está. Hay que pisar esa sustancia azul brillante, húmeda, limitada, plana, plagada de recovecos, como sesos de cerebro.
¿Qué es esto? ¿Adónde vino a dar el auto? Ay, si la vista pudiera elevarse un poco para saberlo. Pues la superficie vibrante y jabonosa pareciera ser la ínfima parte de algo vivo, la milésima fracción de un cuerpo a punto de actuar sobre el ingenuo visitante, el fisgón, el extranjero. Es como una materia alumbrada a ras de suelo, con la textura de una piel de mosca, o de calamar, tal vez de abdomen de araña; en todo caso una piel que alerta y horroriza, y bajo la cual se adivina un corazón que late.
Aún es tiempo de devolverse al auto y renegar de la autopista; de ser posible, volver a los comienzos. Cómo se añora la inseguridad de los campos muertos...

2 comentarios:

Fortunata dijo...

Hay viajes que son extraños, desconocidos, laberinticos ..pero hay que hacerlos.

Un gran abrazo

Fortunata dijo...

Hay viajes que son extraños, desconocidos, laberinticos ..pero hay que hacerlos.

Un gran abrazo