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martes, marzo 09, 2010

El Lucho tonto

Mis incursiones a la población Sewell no pasaron de unas cuantas, a pesar de emplazarse apenas a una cuadra de mi casa. Mi mamá nos decía, no recuerdo exactamente sus palabras pero el sentido era ese, que allí vivía gente de inferior condición social. Aunque jamás nos prohibió ir a jugar a sus espacios abiertos de tierra dura, en los hechos su sentencia se nos marcó a fuego en la conciencia y con el Vitorio optamos por el paisaje como de cementerio de la plazuela Simón Bolívar -que se nos parecía- o por la canchita de tierra a orillas de la línea del tren, detrás del quiosco del tío Pablo, en la esquina de Bueras con Millán, donde las clases sociales se unían alrededor de una pelota.
Es difícil concluir, incluso a mi edad actual, si lo de mi madre fue un prejuicio o una verdad, pero aun hoy, por más que trato de desterrar esa idea, pienso que sus dichos sobre ese pequeño mundo encerraban algo de cierto.
En los bloques de tres pisos que conformaban la población Sewell vivían los mineros y sus familias. Mi mamá comentaba al volver de las compras, con una mezcla de burla y pica, que las mujeres de la población Sewell (así las llamaba: "las mujeres de la población Sewell") ordenaban a grito pelado tres kilos de posta en la carnicería mientras ella pedía sólo medio kilo, en voz baja pero digna. La mesura, en todo orden de cosas, fue la directriz que gobernó públicamente su manera de ver la vida; de allí que en privado sus bromas fuesen tan destempladas y hasta vulgares.
Recuerdo que una noche, para darme importancia, fui a la población Sewell a jugar con una araña peluda que habíamos cazado en el cerro San Juan de Machalí, consciente de que en mi propio círculo no tendría público. La saqué del envase de vidrio y la eché a caminar en la tierra, bajo un farol. El sector se llenó en minutos; luego la guié con un palito al envase y me la llevé a la casa. Otra vez seguí toda una mañana a un niño que tocaba la armónica, implorándole que me la prestara un minuto, pero eso ya lo he contado. Y una noche perdí un montón de bolitas de piedra cuando una pandilla pasó por el hoyo gritando ¡Matagato!
La población Sewell de esos tiempos era un conjunto de emociones básicas, instintivas, nacidas del fondo de algo incierto y corrompido que mi sentido de las cosas despreciaba -siguiendo el buen ejemplo de mi madre-. Las mujeres se pegaban a sus novios en rincones sombríos, los borrachos levantaban la mano dentro de sus muros, donde eran amos y señores; los niños se sacaban malas notas y no hacían las tareas. Obedecían no a sus nombres sino a sus apodos, en los que siempre se colaba la letra che. El Muchilo. El Chamelo. El Cochefa. Yo era el Chiruguín. Y estaba el Lucho tonto.
El Lucho tonto poseía una figura alta que a primera vista provocaba un sobresalto. Encontrarse por la noche a boca de jarro con su deficiencia mental, su sonrisa de dientes cariados y bigotillo adolescente, todo enfundando en su eterno abrigo negro, era para salir corriendo. De hecho me costaba mantener el aplomo y responder a su saludo. Parecía que en cualquier momento se me iba a arrojar encima. Pero no había nada que temer. El Lucho tonto era un manso cordero que iba siempre a la saga de los demás, arrastrando su abrigo, riendo burlonamente de cualquier cosa, penúltimo de un grupo que completaba el Terry, el perro de la población. Era extremadamente generoso y más de una vez me convidó un Cabañas, esos cigarrillos ovalados de filtro falso que ya no existen. Religiosamente, cada 1 de enero pasaba por las casas, entre doce y media y cuatro de la mañana, deseando feliz año nuevo a sus vecinos "de la otra población". Daba unos abrazos apretados que los mayores recibían y devolvían con alegría. De llapa le convidaban ponche, y de la última casa lo iban a dejar.
Una inteligencia limitada como esa poseía una memoria extraordinaria para retener los argumentos de las películas mexicanas que veía una vez a la semana en el Teatro Apolo. Solía llenarles tardes completas de tedio a los vecinos que huían de sus casas y se instalaban en el quiosco para enterarse del acontecer del barrio y disfrutar del sol de invierno. Iniciaba su relato con la música que acompañaba a los créditos y lo terminaba cuando el cine encendía las luces para dar paso al intermedio; luego lo proseguía con la segunda película y lo finalizaba con la tercera, todas no resumidas sino contadas en su integridad, magistralmente, con el escaso vocabulario del que era dueño. Los mineros de franco y los jubilados reunidos en el quiosco reían a carcajadas con su estilo y felicitaban a su crédito local.
Acabada la función, cada uno retornaba a lo suyo y frente al quiosco sólo quedaba el Lucho tonto, celebrándose su genio.

3 comentarios:

La Lechucita dijo...

Los niños viven en su mundo de esquinas y callejones poblados de sus propios sueños o miedos...

Un abrazo

mentecato dijo...

Estimado doc:

Tengo la sensación de haber vivido dentro de ese mundo tan simple, pero de vastas fronteras tan pobladas de seres medio fantásticos. Siempre he creído que mi vida debió orillar oficios menores como los de zapatero remendón o albañil o mago de circo pobre (recuerdo mis tardes provincianas en el taller de calzado del Talito -quien se 'comía' a una empleada de nuestra casa-. Se hablaba allí de cine, mujeres lujuriosas del pueblo, se retornaba una y otra vez al mundo del cine -entonces oí por primera vez de un contertulio atorrante que las mejores películas eran las de la Metro 'Guldin'-. El Talito se casó con nuestra sirvienta y años después supe que era un trashumante alcohólico. Aún recuerdo tan vívidas su manera de clavar zapatos y su risa de hombre de alma tan hermosa y sencilla).

¿En aquel modestísimo taller creció mi amor por el cine?

También allí llegaba el Lalo, un muchachón medio rubio parecido al actor y cómico Danny Kaye. Uno sostenía el siguiente y único diálogo con el Lalo: "Hola, Lalo". "Hola", decía él. "¿Pa ónde vai, Lalo?" "Pa bajo", respondía él.

En las innumerables ocasiones en que uno se encontraba con él, se repetía ese diálogo hasta el infinito. El Lalo a veces pasaba por nuestra casa hacia la estación y repetía el "Pa bajo". A su vuelta, se le preguntaba para dónde iba y él reía y decía "Pa bajo".

En mis angustias ontológicas que son innúmeras, me pregunto "¿Para dónde voy?" y el Lalo se me aparece riendo y me dice "Pa bajo".

Suelo superar mis crisis y angustias con una risotada laliana.

Un abrazo doc y agradezco sus brillantes relatos.

mentecato dijo...

Estimado doc:

Espero que se haya desprendido de mi comentario que el tal Lalo era uno de los tontitos que poblaron mi infancia.