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martes, mayo 18, 2010

El niño que golpeó la puerta del bufete

Antes de alcanzar el nivel de fama que hoy ostenta, Boris Guevara fue un hombre no diría exactamente cándido, pero si hemos de creer en su testimonio, impresionable. Desde luego, su nombre no es Boris Guevara. Me he reservado el verdadero, no solo por no herir su susceptibilidad o la de su familia, sino principalmente porque jamás me autorizó a que la historia que voy a narrar se hiciera pública. Hecho el alcance, retomo este relato, que no tiene otro fin que contar la experiencia extraordinaria, paranormal, de la que dice haber sido testigo mi entrevistado. Decía que antes de alcanzar la fama, Boris Guevara fue un hombre receptivo. Hoy, los casos importantes que le llegan a su bufete, importantes en el sentido del rédito que le proporcionan a su cuenta corriente, lo han convertido en una persona encantadora, fría y traicionera. En los pasillos de la Corte se le observa con reverencia, admiración y temor; tanto así que a demasiados abogados de la plaza les irrumpen sudores fríos cuando lo enfrentan en un alegato, porque piensan, aunque nunca lo van a confesar, que ha hecho pacto con el diablo. No pocas veces, conspicuos hombres de bien le han ofrecido candidaturas a la Cámara de Diputados ganadas de antemano e incluso, se afirma, al Senado, y si las ha rechazado fue porque tras largas meditaciones en el seno de su hogar, con un vaso de whisky añejo en la mano y acompañado por las extrañas notas de alguna de las sonatas de Scriabin, su compositor preferido, consideró que lo poco que le quedaba de humano debía resguardarse; al menos así lo dedujo, aunque no tuviese la razón.
Tan singular personaje abrió un día el apetito profesional de mi editor, quien me ordenó contactarlo para llenar las páginas centrales del diario dominical; esto es, la sección "Personaje de la semana". Guevara acababa de ganar un juicio de connotación nacional, defendiendo a las inmobiliarias que perdieron edificios completos a raíz del terremoto del 27 de febrero, con graves pérdidas para sus accionistas y para los residentes de los mismos. Para éstos últimos no cabía reparación posible, ya que contra ellos se había ensañado la naturaleza; en cambio sí les correspondía a las compañías de seguros resarcir a las inmobiliarias por el capital perdido a raíz de la catástrofe, ya que así lo estipulaban claramente los puntos 230, 231, 232 y 232 bis de los diversos contratos protocolarizados ante notario. Guevara defendió esta hipótesis con tal elocuencia, lógica y poder de convencimiento que dejó con la boca abierta -de confusión y estupor- tanto a los profesionales de las partes contrarias como a los cerca de 500 inquilinos que se apostaron en las afueras de la Corte a esperar el fallo (preciso es consignar que el brillante abogado abandonó los tribunales por una puerta lateral).
De modo que frente a ese personaje me encontré un viernes a las siete de la tarde, un hombre encantador, frío y traicionero y agregaría fatigado, cansado de su triunfo.
Confieso que cuando su secretaria me hizo pasar me dieron ganas de quedarme con ella, tan pegado a su cuerpo tenía el vestido y tan ferozmente miraban sus ojos. Guevara, en cambio, nos echó a lo sumo una ojeada. A ella la podía ver hasta cansarse y en cuanto a mí... sí, era sólo un periodista, pensaría, pero algo lo hizo cambiar de pronto, porque durante esa leve ojeada a mi persona noté que experimentaba un leve y rarísimo temblor. Estaba sentado en una silla giratoria de cuero ubicada en el desnivel superior de la sala alfombrada y con su mano izquierda jugaba con un sencillo lápiz pasta, que hacía golpear sobre el escritorio con musicalidad. Se levantó, me dio la mano y me ofreció asiento. Abandonó la silla y bajó a sentarse a un sofá que calculadamente había sido instalado frente a otro de similar diseño para entablar "relaciones democráticas" con sus clientes. La secretaria reapareció con una bandeja con café de grano, galletas y dos vasitos de soda. Enseguida se marchó. Quedamos frente a frente.
-Es endiabladamente atractiva -ensayé una especie de entrada rompehielo.
-¿Le gusta Scriabin? -preguntó. No supe qué decirle, pero reparé en unos discos del tal Scriabin que se destacaban sobre la mesa de centro, a los cuales yo había dirigido la vista de pura vergüenza.
-Creo que lo mejor para esta ocasión son las sonatas de Mozart -se dijo a sí mismo y comenzó a maniobrar su I-Pod. De unos parlantes altos y delgados surgió una suave y pareja música de piano, ausente de estridencias, que luego de estacionarse en un nivel de sonido óptimo para una entrevista sucumbió en el olvido.
-Scriabin quiere llegar más allá de la verdad y de pronto se torna demoniaco, tiene usted toda la razón -comentó, y nuevamente no supe qué decir, aunque pensé en mis limitaciones, que son las de mi oficio: qué poco y nada sabemos de todo los periodistas.
La entrevista se desarrolló dentro de los carriles normales y confieso, rutinarios. Con las dos o tres últimas preguntas sentí ese cansancio que le sobreviene al reportero al tomar conciencia de lo que le espera: el trabajo de convertir una conversación de una hora y media en dos páginas impresas de un diario, dos páginas plagadas de letras casi hasta los bordes; en otras palabras, se me vinieron encima las horas que aún me quedaban de labor. Contribuyó a ese vago malestar la certeza de que volvía al periódico sin nada extraordinario dentro de la cinta. Guevara, una vez más, se salía con la suya y daba otra clase magistral de inteligencia, buen sentido y simpatía, haciendo pasar lo malo por bueno, sin admitir ninguna barrabasada y sin declarar nada sustancial.
Me levanté, le di la mano y procedía a abandonar la oficina cuando me detuvo.
-Espere -dijo con voz firme, aunque nerviosa. De inmediato volví sobre mis pasos. El abogado retomó la palabra.
-Noté que detectó el pequeño sobresalto que sentí al verlo llegar... y es verdad, usted me recordó a un chico que conocí hace muchos años.
Lo miré, asintiendo con asombro acerca de mi gesto auscultador, bastante más insolente de lo que había imaginado. Guevara levantó el citófono y despidió a su secretaria. Creí adivinar un berrinche del otro lado de la línea, pero el abogado lo superó con una fresca carcajada que remató con un "mañana, sin falta". Sentimos una sonajera de joyas y collares y luego un leve portazo, diríase un portazo de secretaria ofendida.
Estábamos solos. Me ofreció un trago, que rechacé con pesar. Él se sirvió dos dedos de una para mí desconocida marca de whisky etiqueta negra. El primer sorbo fue largo y profundo. Dejó el vaso encima de la mesa y me habló:
-Desde que me sucedió lo que te voy a contar, que fue hace muchos años, algo me ordenaba darlo a conocer, pero el momento no llegaba. Sabía que la persona propicia tenía que aparecer alguna vez y apenas te vi descubrí que eras tú.
Me asombré de que me tratara de tú. Me estremecí. Guevara continuó.
-No he sido siempre rico y exitoso, Sergio, y lo debiste adivinar por mis apellidos. En mis comienzos fui un estudiante pobre, impresionable y receptivo.
-Como todo el mundo -repliqué erradamente.
-No lo creas. La mayoría de la gente cava su propia tumba debido a su pertinacia. ¿Has tomado en cuenta que cada ser humano se maneja en el carrusel de la vida dando vueltas y vueltas en torno a dos o tres ideas básicas que se forja apenas tiene uso de razón?
-No lo había pensado.
-Me lo enseñó la memoria de... no, todavía no lo creerías. Digamos que me lo enseñaron los pleitos. Por ejemplo, la gente insegura y vengativa generalmente se está diciendo toda la vida a sí misma "no me toman en cuenta". Es una orden interna que guía todos sus pasos y explica sus conductas externas. Los necios y los soberbios se repiten a cada minuto del día "soy el mejor" y actúan en consecuencia, para bien o para mal. Conocí a un cliente que se decía permanentemente "esto es lo más insoportable que me ha ocurrido, pero aún se puede soportar". Como te imaginarás, se trataba de un sacerdote que vivía en perpetua penitencia. ¿Cuál es tu leitmotiv?
-Tendría que pensarlo, pero no entiendo a qué quiere...
-Mi motivo conductor ha sido siempre "aprovecha, aprovecha" y por eso no carezco totalmente de problemas de adaptación, te lo digo sin un ánimo arrogante. Antes fui impresionable; hoy... (guardó silencio)... hoy... pero déjame contarte lo que me pasó hace unos años, tal vez te sirva para aclarar tus propias ideas.
Adiviné que venía una confesión más grande que el último maremoto. En mi horizonte se me cruzó la imagen de la vieja sala de redacción: los aseadores pasando la aspiradora en la soledad más espantosa y al centro mi computador, el único encendido, bullendo de actividad.
-Fue en mi primer bufete -comenzó-. En Mac Iver. No tenía esa secretaria que viste recién; en realidad mis ingresos no me daban para disponer de secretaria. Como forma de combatir el angustioso tedio que provoca en los jóvenes profesionales la ausencia de clientela, una de esas tardes estudiaba una vez más a don Andrés Bello cuando de improviso sonó la puerta. Los golpes me llamaron la atención porque el eco que surgía del angosto pasillo adelantaba cualquier visita y hacía resonar hasta los pasos de un gato, pero como te decía, en ese momento el golpeteo feroz contra la puerta fue lo primero que sentí; o al menos lo que me hizo salir de ese estado semihipnótico que provoca el maridaje del Código Civil con Morfeo, ja ja ja, ¿me sigues?
-Sí, perfectamente.
-Con la agitada esperanza de conocer a mi primer cliente en meses abrí la puerta, pero no había nadie. Miré hacia el fondo del pasillo y no divisé rastro humano alguno. Imaginé un vendedor hastiado de no tener con qué llenar su estómago, un vendedor que toca puertas que jamás se le abren; en suma, un hombre desencantado para el cual el mundo se ha vaciado de incautos. Te prometo, Sergio, que al proyectarme en ese hombre invisible sentí tal desaliento que esa tarde pensé en abandonar la profesión.
-De seguro ese vendedor se iba diciendo "soy mediocre, no tengo remedio".
-¿Cuál?
-El que se alejó por el pasillo.
-No me has entendido. Mejor dicho, no me explico bien. No había tal vendedor, era un producto de mi imaginación.
-Entiendo perfectamente. Fue una manera de decir -reaccioné con ligero desagrado.
-No te ofendas por tan poco, Sergio -rió-, ya adivino tu leitmotiv, pero déjame seguir (secó el vaso y continuó). Retomé la lectura y no habían pasado ni veinte segundos cuando volvió a sonar la puerta. Corrí a abrirla y ante mí apareció un chico de unos 12 años... un chico que... tienes un aire a ese muchacho, Sergio, estoy seguro de que tú eres el próximo... cada vez más seguro, sí.
-No comprendo qué tengo que ver con ese niño -le dije, queriendo dar la impresión de que seguía sus palabras con cierta indiferencia, mas la voz me traicionó y delató mi nerviosismo.
Guevara volvió a examinarme y reapareció su ligero temblor. El recuerdo de aquel episodio indudablemente lo excitaba, más allá de lo normal. En cuanto a mí, la angustia ante el trabajo inacabado fue siendo reemplazada por un vivo deseo de escuchar su historia (debo admitir que ese deseo se justificó plenamente una vez que la hubo concluido). ¡Ay -maldije más tarde a la existencia, tecleando palabras vacías en el computador-, si la entrevista versara sobre lo que se dijo después de apagar la grabadora, de seguro mi destino cambiaría antes de lo previsto y no necesitaría andar buscando falsas esperanzas para soportar este valle de lágrimas!
Pero me desvío. Guevara abrió la puerta de su modesto bufete de calle Mac Iver y vio ante sí a un niño de unos 12 años.
-Tenía los ojos rojos y ni siquiera tuve que darme cuenta de que había estado llorando, pues de sólo verme prorrumpió en desconsolado llanto -continuó.
-Pero quién era.
-No me interrumpas, Sergio, ya pasó el tiempo de las preguntas. Te ruego que ahora sólo escuches -dijo, vivamente emocionado.
Asentí, sin hacer un ruido. Guevara aprovechó el momento para rellenar su vaso.
-Hice pasar al chico y le ofrecí un vaso de agua; más que eso no tenía. "¡Ayúdeme!", me suplicó, con una voz que me heló la sangre de las venas. Traté de calmarlo, pero resultó imposible, no paraba de llorar. Igual como tú me interrumpiste a mí, quise interrumpirlo a él, preguntándole su nombre, qué le pasaba, dónde vivía. Al cabo de unos cinco minutos me rendí y lo dejé que llorara hasta que le diera hipo y, en efecto, cuando realmente le dio hipo acercó el vaso de agua y bebió un trago. Se calmó un momento, luego pareció recordar algo y se echó a llorar de nuevo. Así estuvo durante otros cinco minutos, hasta que finalmente pudo hablar.
-Ayúdeme, señor -me pidió.
-Por supuesto, muchacho -le contesté- pero si no me aclaras tu situación, de bien poco te puedo servir.
-Vaya a mi casa, vaya hoy mismo a mi casa.
-Pero dime dónde vives, quién eres, por qué llegaste a mi oficina.
-¿No es abogado?
-Claro que soy abogado.
-¡Entonces ayúdeme! -exclamó y volvió a llorar. Entendí que sufría de un mal objetivo, porque la suya no era la estampa de un chico normal de 12 años, sino que se apreciaba exageradamente demacrada, como si estuviese soportando una penosa enfermedad. Sus párpados azulados se transparentaban y mirar el color verdoso de su piel daba escalofríos.
-Dame tu nombre y tu dirección -le pedí y la escribió temblando.
-Aquí está.
-¿Eres pariente del socio de la famosa clínica? -le pregunté, tras leer el complicado apellido. Me miró horrorizado y gritó, gritó destempladamente.
-¡Sí!
Y volvió a llorar.
-Cálmate, muchacho. Te prometo que mañana mismo voy a tu casa.
-¡No, vaya ahora!
-Ya es muy tarde para una visita de este estilo. Ten estos pesos y toma un taxi...
-¡Me sobra la plata! -reaccionó haciendo un puchero- Vaya mañana en la mañana. No falte. Vaya temprano... ¡soy muy chico todavía! -exclamó y le brotaron de nuevo las pocas lágrimas que le quedaban.
Aun así, noté que mi promesa lo tranquilizaba. Cuando lo dejé en la puerta le pregunté por qué había venido a verme precisamente a mí. Me confesó que era admirador de la serie de televisión "Perry Mason", que por esa época daba el Canal 9. Había llegado a mi oficina preguntando en las calles del centro "dónde están los abogados", y alguien le mencionó el edificio. Debido a su admiración por la serie pensaba ciegamente que los únicos profesionales capaces de solucionar su problema eran los abogados. ¡Hasta hoy me ruboriza su inocencia!
-Aquí está lleno de abogados -le hice ver al darle la mano y estuve a punto de agregar "principiantes" o "fracasados".
-Sí -respondió con una seguridad que me volvió a sorprender- pero al verlo en persona me convencí.
Guevara iba a continuar pero se le quebró la voz y ahora las lágrimas le brotaron a él. Aguanté el complicado momento como pude, en completo silencio, sin siquiera moverme. Luego de un par de minutos me miró fijamente.
-¡No fui, Sergio!... no fui. No fui al día siguiente. En vez de visitarlo acudí a la corte a mirar la tabla, porque alguien me había dado el dato de un caso que no tenía defensor. Perdí la mañana y la tarde estudiando rostros que me dieran comida, como perro hambriento. Volví a mi departamento con las manos vacías y me dispuse a mirar el techo hasta que llegara la hora de dormir, mientras la botella que tenía a la mano se iba vaciando. A eso de las nueve de la noche sonó el timbre. Abrí la puerta y no había nadie. En el edificio en que vivía entonces los timbrazos fantasmas eran comunes y no tenían más misterio que el de los niños traviesos que no tienen otra cosa que hacer, pero el hecho me sirvió para recordar la cita pendiente, de modo que con cierto dejo de culpa me propuse ir sin falta al otro día a la casa del muchacho.
Bebió otro sorbo y prosiguió:
-Apenas cerré la puerta comencé a sentir una presión tan intensa en la cabeza que no me dio otra opción que echarme en la cama. El malestar iba en aumento y de pronto fue tan grande que dentro de mi borrachera pensé que me había llegado la hora y como buen samaritano, y encima pobre, que era entonces, me encomendé a las manos de Dios. Pasé una noche atroz, repleta de alucinaciones. En mi delirio se me figuraba que los secretos y recuerdos de millones y millones de almas entraban a mi pieza y se iban colando dentro de mi pensamiento, como si esas almas buscasen ser tragadas por un remolino gigantesco y sin fondo. Sentía gritos de angustia, aullidos de fieras, susurros, risas de alegría, quejidos de placer, fiestas familiares, campanadas de escuelas infantiles, conversaciones; veía paisajes de lugares remotos y tiempos inmemoriales, batallas a caballo y a pie y batallas aéreas, intrigas; oía sabias reflexiones, inventos en su génesis, oraciones de una pureza cristalina, ideas a medias; en suma, experimentaba esa noche la totalidad de la miseria, la grandeza, la tragedia y la comedia humanas, como si una fuerza superior las hubiese mezclado en un caldero hirviente, pero sin unir un recuerdo con otro. Al amanecer me di una ducha y partí donde el chico. Las cosas que me rodeaban eran las mismas, pero descubrí que mis ojos las veían de otra manera, como si estuviesen recubiertas de capas de aerosol. En cuanto a las personas, nada más bajar a la calle se me presentaron bañadas en halos relucientes u opacos, adornadas con infinitas texturas, tal como las percibo hoy. Miraba esos rostros tan nuevos y extraños y todos parecían querer decirme algo, mas como no sabía qué, atribuí este cúmulo de sensaciones a la resaca. Subí a una micro y partí. Me costó llegar, porque te imaginarás que la mansión se levantaba en los extramuros de la capital. Cuando finalmente logré pararme frente a la imponente reja de entrada, una voz femenina, seguramente de una de las tantas empleadas, me respondió secamente que el niño estaba en la parroquia. Fui a la parroquia, quedaba a unas tres cuadras, y al preguntar por el pequeño me hicieron pasar a una pieza lateral. Entré. Estaban velando un cuerpo. Dentro de la sala se encontraba su padre, el socio de la clínica, un hombre gordo y de mirada hosca, al cual el chico sólo se le parecía en el desplante, que es la arrogancia que el dinero les otorga a las personas inseguras. Al mirarlo a los ojos se levantó, me dio la mano y me ofreció asiento. Me preguntó dónde lo había conocido y no supe qué decirle, pero enseguida le comenté que lo quería ver. Me enseñó el féretro y al situarme ante el vidrio vi su carita exánime, pacífica, amarilla, aunque manteniendo el azulado de los párpados. No sé cuántos minutos estuve mirándolo, recordando su visita, tratando de explicarme su llanto de terror, culpándome de no haber venido antes, angustiado y semi enloquecido, plagado de imágenes que se revolvían en mi cabeza, imágenes nuevas, nunca vistas, jamás siquiera sospechadas. Volví a sentarme, aniquilado interiormente. Su padre, que había detectado mi estupefacción, me invitó a salir y me ofreció un cigarrillo. Allí me presenté con respeto, le conté la visita del chico y le expresé la culpa que sentía por no haber cumplido la promesa que le había hecho. Me miró de lado, entre incrédulo y vivamente sorprendido, y caminamos del brazo por un patio rodeado de naranjos. "Lo atacó repentinamente un mal incurable y la última semana no se movió de la cama. Nada se pudo hacer por él. Es una gran pérdida para su madre, para sus ocho hermanos y para mí", dijo en voz baja, agitado, con un aire levemente diplomático. Le pregunté a qué hora había muerto. "Murió anoche, a las nueve y cuarto", dijo. Entonces una violenta visión se me arrojó a la cara como pulpo cebado que no quiere despegarse de su presa. Algo me aseguraba que la muerte del niño no había sido provocada por causas naturales, mas no había forma de probar una sospecha tan descabellada, surgida de una mente como la mía, que en ese momento transitaba por el desfiladero. El padre pareció detectar un brillo peligroso en mis ojos. Sacó su billetera y me dio su tarjeta. "Venga a verme el martes, porque en honor a mi pequeño Esteban (así se llamaba el chico) deseo que se encargue de un doloroso asunto", me dijo y se despidió de mí para recibir al ministro de Economía, que acababa de llegar.
Guevara guardó silencio más allá del tiempo necesario. Le pregunté qué había sucedido ese martes.
-Como habrás de comprender, el empresario solicitó mis servicios.
-¿En qué consistían?
-Debía tramitar el seguro de vida que había contratado hacía dos meses para su mujer y sus ocho hijos, un seguro por un monto insólitamente alto, tan elevado que la muerte del niño convertía en sujeto de sospecha al beneficiario. Era una operación delicada, que realicé en forma limpia, diría brillante para ser uno de mis primeros trabajos. Visto mi éxito, me encargó adquirir un paquete gigantesco de acciones de la clínica, de las cuales reservó para mí un 20 por ciento. Esa compra a precio de huevo, además de salvar a la clínica de la quiebra, lo convirtió en socio mayoritario. La operación triplicó el precio de las acciones; en no más de dos meses el hombre multiplicaba su patrimonio por guarismos infernales y yo me convertía en millonario. Y todo lo hice a sabiendas de que detrás de esa fortuna había un niño envenenado, pues la verdad ya me había sido revelada por el pequeño Esteban... y meses más tarde me fue confirmada por su padre, con todos los detalles.
-Entendí que el niño había muerto.
-Y no te equivocas. Bien muerto estaba dentro de la caja. Y su padre no tardó en seguirle los pasos. Disfrutó de su crimen menos de un año. Su exceso de peso le pasó la cuenta.
-Pero entonces cómo supo...
-No es obligación que creas lo que viene. Te lo voy a contar porque nadie creería tu historia y porque, no lo olvides, creo que tú eres el próximo.
Me volví a estremecer. Guevara concluyó su relato.
-La memoria de los muertos resuelve no sólo el misterio del silencio sino además el del Más Allá. Estoy seguro de que uno de sus portadores fue Scriabin, me lo dice su música. La memoria de cada hombre que ha pisado la faz de la Tierra es algo tan valioso, Sergio, que no puede desperdiciarse, como creen los ateos y en cierto sentido los cristianos, quienes nunca han logrado aclarar el beneficio que el despertar de un alma en el Cielo encierra para la humanidad. No me costó mucho darme cuenta, muerto el pequeño, de que la memoria de los muertos se ha venido traspasando de un ser a otro desde el origen de la especie. De ese modo se prolonga la vida de cada hombre efectivamente por los siglos de los siglos, sin que éste abandone el mundo, aunque su cuerpo se convierta en una pila de gusanos. La mente elegida que recibe esta herencia va registrando una cantidad infinita y siempre creciente de experiencias nimias, intrascendentes o carentes de significado en sí mismas, como sucede con los datos que contiene la Internet. Piensa en la cantidad de recuerdos que deja un ser humano al morir y multiplícala por los que han pisado la Tierra y los que continúan muriendo; te imaginarás entonces de lo que te estoy hablando. Repara además en que los recuerdos de experiencias externas son la punta del iceberg mientras que los recuerdos de las experiencias internas corresponden a la parte hundida, a la parte desconocida de la historia del hombre. Añádele a esos recuerdos internos las grandes ideas que nunca se dieron a conocer y los secretos de los muertos, especie de piezas faltantes que completan el gran rompecabezas de cada hombre. Eso fue lo que me legó el niño, penúltimo propietario de ese tesoro, y eso es lo que porto yo.
-¿Y si un accidente lo privara de la vida y no alcanzara a escoger sucesor?
-La naturaleza es sabia. Ella se encargaría, como se ha encargado, de transmitir la herencia a la persona más idónea.
-¿Me está diciendo que una riqueza así vino a dar a alguien que vive en Chile, habiendo tantos países en el mundo? -reaccioné a punto de soltar una risa histérica, por no hallar nada mejor que hacer y que decir.
-Estando yo ante un hecho consumado, que es el punto que nos diferencia en esta historia, Sergio, no acerté a darme otra razón que la misma que explica el origen de la vida en un planeta ubicado en el confín de una miserable galaxia: en la Tierra. Y precisamente por esta misma razón pienso que tal vez no sea sólo un hombre el heredero de la memoria de los muertos sino varios, tal vez cientos o miles, cómo saberlo. El caso es que en Chile me correspondería a mí, de eso estoy seguro... y de que tú eres el que sigue.
-¿Por qué no denunció al asesino?
-Mi leitmotiv es "aprovecha, aprovecha". Es increíble que a pesar de esta maravillosa carga que porto se resista a abandonarme.
-¿Por qué dice que yo soy el próximo? -le lancé a boca de jarro.
Al responder tuvo un pequeño brote de sinceridad, o me lo pareció.
-Tú te empeñas en destapar lo que todos tapan, Sergio, pero creyendo hacer grandes descubrimientos solamente muestras a los demás tu propia candidez. ¿O piensas que la gente no repara en sus asuntos y en sus pecados? Alguien quiso que este tesoro fuese de propiedad de los cándidos, que son los niños eternos. Esa misma fuerza que nos gobierna lamenta que aun el candor tenga fecha de término. Pero el mensaje se renueva con cada seguidor.
Vaya que me conocía bien. No sacaba nada con ruborizarme, pero tampoco lo podía impedir.
Guevara terminó de hablar y me acompañó a la puerta. Antes de despedirme le pregunté con cierta incomodidad si había anotado mis datos. Rió a carcajadas, como si mi frase rubricara su pálpito. "No es necesario, Sergio", me dijo con cariño y me palmoteó la espalda. La cita llegaba a su fin, pero aún me quedaba la última pregunta:
-¿Cuál es mi leitmotiv?
-¿De verdad quieres saberlo?
-No estaría de más.
-"Creen que están ante un tipo fácil de pisotear, pero esperen un poco y verán".
Horas después escribía mi soporífera entrevista, tal como la había imaginado, es decir, con los aseadores revoloteando en torno a mi computador y las letras que se salían de los bordes de la página. Obsesionado, al día siguiente me fui al archivo y di con la muerte del niño. En los diarios de ese mismo mes el balance de la clínica aparecía efectivamente con graves pérdidas, y días después del funeral, las páginas económicas informaban de una fuerte inyección de capital de parte de uno de sus socios, lo que la salvaba de la quiebra y convertía con ese acto al padre del malogrado niño en socio mayoritario. El operador de la transacción resultó ser un desconocido abogado dentro del círculo financiero: Boris Guevara. Todo era cierto.

Han pasado dos años. El asunto me ha tenido intranquilo desde entonces, pendiente del reloj, lo que ha mermado considerablemente mi rendimiento profesional. Días atrás me topé con un ensayo de Steiner que habla del silencio, la imposibilidad de medir si un pueblo habla más o menos que otro, lo misterioso que es el contenido del silencio, lo aterrador que éste le resulta al hombre de nuestros días y cosas así. ¿Sabrá Steiner que en Santiago de Chile vive la persona que amplía su interrogante a límites metafísicos?
Dada la promesa que se me hizo de ser el continuador, confieso que desde hace dos años vivo esperando con malsana curiosidad la noticia de la proximidad de la muerte de Guevara, como si ella fuese sinónimo del traspaso de una fortuna incalculable. Fantaseo pensando en la idea que tuvo el empresario para sacrificar a su hijo por una fortuna y he llegado a deducir que escogió de entre los hermanos como víctima a Esteban precisamente porque era el "cándido de la familia", aunque no logro establecer la relación entre una cosa y otra. Tendré pues que esperar para saber, como también tengo que seguir esperando para conocer por fin las verdaderas dudas de Jesucristo en la cruz, las Pasiones perdidas de Bach, la memoria y los miedos de Borges, las reflexiones de Beethoven ante su sordera, el razonamiento de Newton, los terrores de Fouché, las oraciones de María Estuardo en el cadalso, la incredulidad de la mujer que le vio la suerte a Pinochet en 1972, los tesoros que los avaros escondieron debajo de la tierra, la idolatría que sintió Moctezuma por Cortés. No es mi propósito llenarme de oro, aunque sé que vendrá sin duda a mis manos. Mi propósito es conocer al desnudo los pecados de los hombres, los secretos que los hacen surgir a costa de los demás, las ideas ajenas que me impiden no ser sino quien soy; en el fondo, la causa de mi mediocridad y el remedio para erradicarla de mi mente. Pero el abogado no da luces de enfermedad; tiene la salud de un roble americano y la longevidad de una tortuga de las Galápagos. A veces nos hemos encontrado en una ceremonia; yo en mi modesto papel de recogedor de comentarios y él, llevando esa carga de hombre asediado por el poder, el dinero, la gloria y sobre todo las mujeres. En tales ocasiones me parece que me ha dedicado un gesto de complicidad, como si recordara la promesa, pero luego descubro con pesar que es el mismo gesto que les regala a los demás.




(Inspirado en el cuento "El velo negro", de Charles Dickens)

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