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lunes, agosto 02, 2010

La tía Inés

El Julio hacía rebotar la pelotita de esponja en el patio de la Escuela 2 y yo corría a tomarla. Enseguida yo lo imitaba y corría él. Disponíamos de todo el espacio para nosotros dos. La pelotita podía saltar cuanto quisiera y nunca se nos perdía. Los botes prodigiosos contra las baldosas la desplazaban hasta las paredes del patio o las ventanas de las salas de clases. Jugábamos en un perímetro cerrado y la pelotita era la presa que nos servía para desahogar nuestra felicidad. La felicidad de esa mañana de invierno consistía en correr y perseguir una enloquecida y blanda esfera mágica.
El Julio era mi primo. Tenía cinco años y yo, cuatro. Hacía frío. Sobre nosotros, a baja altura, la niebla amenazaba dejarse caer para envolvernos.
¿Por qué estábamos allí? La memoria no registra detalles como aquellos. La memoria se deja impresionar demasiado fácilmente por voladores de luces y borra lo importante. La vida, que más bien es el recuerdo de la vida, se engaña a sí misma y nos hace creer que fuimos lo que no fuimos; o, si miramos el asunto con mayor indulgencia, perdona nuestras faltas y las deja pasar, las sepulta en el olvido o las traspasa a los demás. De los pecados, sólo quedan flotando los que generaron mucha culpa en su momento.
La Escuela 2 era la escuela de niñas donde trabajaba la tía Fani, que era mi mamá. Mi mamá era parvularia y como tal, la única que atendía niños y niñas. Si jugábamos los dos con el Julio debió de ser porque ese día no hubo clases y ella nos llevó a la escuela a pasar el rato. O tal vez nos mandó "castigados" al patio mientras todo el mundo estaba en clases. Yo asistía al kinder con el Julio porque mi mamá me matriculó un año antes, sospecho que para colgarme el letrero de superdotado aunque no lo era; el verdadero superdotado de la familia fue el Julio, muerto a los 19 años cuando se quedó dormido mientras conducía un camión en la patagonia argentina. El Julio, quien antes de morir me escribió una carta contándome sus duros días de emigrante. Tanta explicación para qué, tantos recuerdos de abrigo y de bufanda; en tardes como éstas me avergüenzo de mí mismo, de mi cobardía artística, de mi profesionalismo de academia gastada.
"Anoche llegó la tía Inés. Me trajo esta pelotita. Al Lucho le trajo unos dados y al Miguel le trajo un trompito", gritó el Julio mientras la sacaba del buzo y me la mostraba de lejos. Le dio un bote gigantesco y yo me alegré y empecé a correr. La tomé y la apreté. Sentí una sensación rica cuando se hundió en mis dedos; era verdosa, con vetas rojizas y moradas. Le di otro bote. Al elevarse hacia el cielo miré hacia arriba y vi la niebla. La pelotita era un punto negro que desaparecía en la blanca oscuridad y caía sobre el patio, sin hacer un ruido. Tenía la virtud de aparecer y desaparecer, aunque siempre terminaba quedando en nuestras manos. Digo siempre por decir durante esos quince minutos, ya que me consta que se perdió. Yo no la tengo; nadie la tiene, nadie la heredó. Hoy descansará en un escondrijo prohibido a las visitas, como descansan los muertos.
Mi mamá contaba que la tía Inés tenía una librería en Santiago. Se llamaba "La duquesa" y quedaba en la calle Independencia. Al oír la palabra librería los sentidos se me hacían agua porque me imaginaba la librería "Cervantes" con sus juguetes en la vitrina. La librería "Cervantes" se ubicaba en el centro de Rancagua, en nuestra propia calle Independencia. En la vereda del frente y a pocos metros había otra librería, cuyo nombre no recuerdo. A esa dejé de ir cuando a don Aurelio, que era el papá de la Ita Matilde, se le empezaron a olvidar las cosas. Un día se volvió loco y le dio por regalar billetes y se lo llevaron a la casa para siempre, digo para siempre queriendo decir dos o tres meses, hasta que una carroza de caballos con crespones negros lo fue a buscar para trasladarlo al cementerio.
Don Aurelio tenía una cara redonda de español, porque era español. La coronaba una boina y lucía un gran lunar en el pómulo derecho, gruesas cejas y lentes con montura de metal. La Ita Matilde era flaca, alta, rubia y también usaba anteojos. Su mamá ostentaba una eterna sonrisa compasiva. Hablaba como si estuviera pidiendo perdón. A la tía Inés, que era la hermana mayor de la abueli, la hermana buena, porque la abueli tenía una hermana rica no tan buena y otra que sin ser rica era creída, digo de la tía Inés, retomando el hilo, que se le salía la hernia dos veces al año y tenían que operarla. "A la tía Inés se le salió la hernia otra vez", llegaba contando cada cierto tiempo el Julio, pero cambiábamos luego de tema hacia otro menos rutinario.
La tía Inés permanecía dos o tres semanas en la casa de Ibieta 732, donde vivía la abueli con la tía Mirita y el Lucho, el Julio y el Miguel. Se marchaba cuando la venía a buscar su hija, la tía María, una mujer audaz que usaba uñas largas y pestañas postizas, fumaba y jugaba a las cartas.
Algún día de algún año perdido en el tiempo la tía Inés tuvo que haberse muerto, no recuerdo el día, pero me consta que murió, porque si estuviera viva tendría cerca de 140 años y su nombre estaría inscrito en el libro Guinness. Me parece que la tía María también murió, pero me han contado que la librería "La duquesa" todavía existe.

2 comentarios:

Fortunata dijo...

Qué bueno atar los recuerdos y las imagenes de la mas tierna infancia con hilos de letras para que no se fundan en la niebla del olvido.

Un abrazo

mentecato dijo...

Magnifique! Il est tres magnifique, docteur Vice.

Un accolade.