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jueves, octubre 28, 2010

El hombre que crecía y decrecía

Entre tantos ejemplares deformes y diría extraordinarios, hasta bellos en su deformidad, el caso del hombre que crecía y decrecía ha sido relegado a espacios secundarios en la historia de los records Guinness, a pesar de sus enormes alcances, sospecho que desde que alguien de la compañía alertó acerca de la naturaleza de su descubridor, el irlandés Jack Jameson. El libro de 1962 describe al hombre que crecía y decrecía en su página 112 mediante este somero texto: "Existe un ser humano que crece y decrece en el transcurso de un día. Es el único caso registrado de este tipo. Vive en...". El artículo continúa con los detalles de su nombre, la ciudad y país de residencia y otros. En total, dos párrafos y su fotografía, que para efectos visuales es la de un hombre común y corriente. La edición de 1963 y siguientes ya no lo contemplan, no porque su récord lo batiera otra persona sino simplemente porque lo que yo me imagino como una suerte de capricho editorial lo hizo desaparecer de las páginas. Digo capricho, ya que hace unos meses me tomé la molestia de enviar un mail a la compañía Guinness World Records, consultando el motivo de esta ausencia, y la respuesta dejó mucho que desear. Traducida al español decía algo así como "lamentamos no poder servirlo, distinguido lector, pues las políticas de la compañía nos impiden proporcionar ese tipo de información".
Jamás una mujer medianamente seria podría ser llevada a un haloupen. Ella tuvo la suerte de librarse del acento y así fue como nos embarcamos a la tierra del hombre que crecía y decrecía, apenas con un par de datos básicos que logré reunir. Llegamos un viernes por la noche, mala señal y sin embargo matemáticamente estudiada: ella le pudo dedicar todo el fin de semana al placer de los casinos flotantes y yo debí esperar hasta las nueve de la mañana del lunes para volcarme a las oficinas públicas. Me costó dar con su paradero, pero terminé el día con una cerveza en la mano, asumiendo mi gran triunfo. El hombre que crecía y decrecía estaba vivo y aunque residía a unos 400 kilómetros de donde nos hallábamos, me aseguraron que era perfectamente abordable, lo que quiere decir que el personaje no disponía de mucho dinero.
Se nos planteó entonces una singular disyuntiva: o ella me acompañaba o se quedaba a esperarme, corriendo el riesgo de copar las tarjetas de crédito en sus visitas a los casinos, algo que no pocas veces en nuestra vida ha sucedido, y ha sido bien desagradable. Me prometió que jugaría "hasta más acá de lo razonable" y yo subí al bus muy satisfecho, pero por el camino pensé que me debió decir "más allá" y no "más acá" de lo razonable, ya que más acá implica un menor esfuerzo de acercarse a la razón y más allá, el agotador tormento de no dejarse llevar por el vicio. Entre tanto la ventanilla del bus me ofrecía cuerpos extraños a la salida de los bares, pueblos que se encendían y se apagaban, polvaredas monstruosas que entraban por hendiduras en el piso de la máquina. Hacía un calor insoportable cuando los tres últimos pasajeros llegamos al terminal, cerca de las cuatro de la mañana. Calculé que el hombre que crecía y decrecía debía de andar por los 72 años, pero lo primero que hice fue no averiguar su paradero sino buscar un hotel. Me atendió un indígena, a juzgar por sus rasgos. No había forma de hacerle entender que necesitaba una habitación al momento; se negaba a dármela. Hablábamos el mismo idioma, con las variantes que se dan entre uno y otro país, de tal forma que parecían lenguas diferentes, pero no era eso lo que nos separaba sino su testarudez. Se me pasaban por la mente tantas cosas desagradables, tantos asuntos inconclusos, tantas batallas absurdas, inútiles, esos mismos pueblos recién divisados por primera y última vez, pero estaba en un país que no era el mío, de modo que actué con prudencia. Le rogué una vez más al indígena que me condujera a la pieza y no lo hizo. Su argumento era idiota, me decía que si me alquilaba la habitación me tendría que cobrar el día anterior, pues el ingreso corría a partir de las 8 de la mañana y recién eran las cuatro veinte. No importa, le imploraba, pagaré. No señor, el dueño del hotel me ha ordenado proteger los intereses de sus clientes, espere y tome asiento hasta que den las ocho de la mañana y en ese momento lo llevaré a su habitación.
Uno frente al otro, hasta las ocho de la mañana. Se notaba que había tenido una jornada agotadora, a pesar de que en el casillero colgaban todas las llaves menos dos. El cuello de su camisa blanca, cerrada hasta el último botón, estaba completamente sudado y negruzco, con ambas puntas dobladas hacia arriba. Conservaba la vista fija y no se movía ni para adelante ni para atrás, de tal forma que al despuntar el alba se me figuró un tótem fantástico de malos augurios. Cinco para las ocho se levantó y me pidió que lo acompañara. Salimos a un patio perfumado de frutas raras y doblamos por un sendero de ladrillo al aire libre hasta que llegamos a una especie de galpón abandonado, más parecido a un gimnasio que a un hotel. Las puertas se sucedían a ambos costados del pasillo de piedra y ningún material aislante separaba el techo de zinc de las habitaciones. A esa hora los buitres o zopilotes aún permanecían en las vigas y yo los divisaba perfectamente desde mi cama, pero no bien el sol bañó el pueblo se vieron obligados a levantar vuelo hacia los árboles o a las montañas, me imagino que siguiendo el ritual de cada jornada. Me resultó tremendamente fácil inferir dicho razonamiento: yo mismo tuve que huir de allí apenas sentí en mi cuerpo la radiación infernal que desprendía el zinc. Ella no había tenido una noche de película, me confesó cerca de las nueve y media, cuando la llamé, pero todavía le quedaba cupo en dos tarjetas y esperaba dar el gran golpe en cualquier momento.
Nunca me ha quedado claro si el hombre que crecía y decrecía fue un invento del irlandés ampliado por la publicidad, un fenómeno real o la demostración de que los detalles ligeramente inexactos del diario acontecer concluyen con una suma gigantesca de equivocaciones, que a la postre provocan que el mundo marche no tan bien como debiera. Repaso la historia y advierto desde luego que el primer error consistió en una suerte de omisión perversa, la de borrar de sus páginas al hombre que crecía y decrecía por parte de los editores del Guinness World Records, sin mediar explicación alguna. De no haber sido así yo no estaría en este pueblo infernal, haciendo averiguaciones. Mas espero hallarlo pronto; me han dicho que a no más de dos kilómetros, saliendo hacia la zona selvática, hay un hombre que concordaría con sus rasgos, de modo que antes de partir a pie debo acudir al bar situado al costado del hotel, donde hay un teléfono público. Si la señal de mi celular fuese lo potente que me habían prometido no tendría necesidad de cumplir con esta angustiante misión, pero no es así y me veo obligado a echar moneda tras moneda en el aparato, que se las va tragando todas sin dar la menor señal de vida. Sólo cuando el encargado me advierte que el proceso es diferente logro salvar las que me quedan y comunicarme con ella por segunda vez. Me cuenta que en este rato ha vuelto a perder, noto que se encuentra ligeramente ebria, chispeante; esto es, alegre.
-Es demasiado temprano, amor. Más tarde te va a doler la cabeza.
-No te lo tomes tan a pecho y vuelve pronto, que ya me está pesando la soledad.
-Aquí hay demasiada luz.
-Acá en el casino está fresquito. ¿No tienes aire acondicionado?
-No, y más encima me voy a la selva.
-¡A la selva! ¡Pero qué vas a hacer a la selva!
-Son sólo dos kilómetros, amor, no te preocupes. Es que me dijeron que lo puedo ubicar en un caserío.
-¿En cuál?
-Olvídalo.
-Cuídate, ¡y te doy dos días de plazo para volver conmigo!
-¿Cómo lo estás pasando?
-¡Mal!
-¿Me echas de menos?
-¡No!
-Pero qué...
La señal se había cortado. ¿Valía la pena gastar más monedas?
Salí del bar, pensando únicamente en una farmacia. En este lugar no se puede caminar sin bloqueador. Ahora entendía por qué los rostros de la gente brillaban como la cera de las velas. Me costaba dar un paso bajo el sol y no todas las casas disponían de alerones, apenas pude llegar a la farmacia, no exagero si digo que entre las 8 y las 11 de la mañana había bajado unos cuatro kilos debido al sudor. Andar por allí era como andar dentro de un túnel de fuego. La extrema luminosidad impide ver la salida, tal es la luz que el final del túnel parece un círculo negro.
Cuando llegué al caserío la lluvia se había desatado como nunca había visto en mi vida. Las palmeras volaban por el cielo, arrastradas por el viento. Algo les había oído comentar durante el viaje nocturno a unos pasajeros del bus sobre una tormenta, pero no les di importancia, craso error, de aquellos a los que ya me referí. En el pueblo no se veía un alma, la gente se había resignado a perder sus viviendas, cuyos techos chocaban entre ellos en las alturas, provocando chispas que daban miedo. Vi una o dos vacas mugiendo entre las nubes repletas de agua, como si fuesen veloces aeroplanos, y allí tomé conciencia de la existencia de Dios o de los milagros, que vendría a ser lo mismo. Me pregunté qué hacía en ese lugar, pero sobre todo cómo era posible que continuara con vida, y aun algo más improbable que eso, cómo era posible que el ciclón aún no me hubiese llevado consigo. La Divina Providencia me condujo a una boca de metal cerrada sobre el césped. Me agaché y agucé el oído: se oían murmullos y rezos. Entonces me abrieron la puerta y me tiraron de los brazos hacia adentro, ya estaba a salvo.
La gente que pude ver transitaba de un lugar a otro, la mayoría con las palmas unidas en actitud de oración. Era un espacio inmensamente amplio e irregular, del tamaño aproximado de una cancha de fútbol, colegí luego de recorrer el muro contando los pasos hasta volver al punto de partida, que había dejado marcado con una rayita cuya forma solo yo podía dibujar. Lamentablemente el refugio, porque se trataba de un refugio contra huracanes, había sido construido sin tomar providencias. Digo lo anterior porque en algún momento de mi estadía, tal vez fue en la farmacia, mientras compraba el bloqueador, alguien me comentó que la estatura promedio de los hombres en este país se había elevado 10 centímetros en los últimos 20 años, de lo que se desprende que antes fue de un metro 58 centímetros, ya que a simple vista detecté que actualmente la mayoría de los indígenas bordeaba el metro 68. Dicho factor no fue tomado en cuenta al decidir la altura de la bóveda, que no sobrepasaba el metro 65, por lo que tanto los demás como yo debíamos esperar el paso del huracán caminando no solo agachados sino soportando sobre nuestras cabezas el molesto roce de las raíces profundas de los árboles que resistían la furia del viento. Todas esas molestias eran evitables mediante el simple expediente de cavar hasta aumentar la profundidad del refugio en un metro, por ejemplo. Mas por alguna razón que ignoro, el trabajo no se había hecho. Se me ocurrió pensar que la cueva artificial difícilmente tendría menos de 20 años, lo que quiere decir que en las anteriores tormentas, al menos en las ocurridas 20 o más años atrás, los indígenas caminaban por dentro cómodamente, sin agacharse. Yo calculé que tenía más de 50 años, pero no dispongo de datos objetivos para confirmarlo.
Si he sido algo majadero en la descripción del lugar, se debe al propósito de ilustrar mejor la entrevista que tuve con los familiares y conocidos del hombre que crecía y decrecía. Me llevaron a un rincón apartado de la masa y me ofrecieron una taza de algo caliente y amargo, que bebí más por cortesía que por placer, con algo de esa afectación que denota superioridad de raza. Me preguntaron si yo era algo del gringo, pariente, amigo, cualquier cosa, por último si lo conocía o había oído hablar de él. Sobre nosotros las raíces vibraban, como si tuviesen miedo de que el viento quisiera llevárselas. El murmullo grave que llegaba desde la superficie intranquilizaba hasta a la conciencia más intachable, que desde luego no era la mía, de modo que no es necesario describir mi estado en ese momento. Me hicieron más preguntas y cuando llegamos a la raíz del asunto, cuando comprobaron sus aprensiones, se miraron un momento y luego habló el de menos edad. Enseguida lo hizo una mujer, después se cruzaron varias opiniones, fueron dejándose llevar por la pasión, hubo alegatos y casi se llega a la violencia, de no mediar la aparición de unos 30 indígenas, atraídos por la discusión. Los ánimos se aplacaron, no hubo explicaciones en ninguno de los dos bandos y el grupo original que conformábamos volvió a apartarse de la masa, pero noté que la irascibilidad nos había desplazado varios metros. Contra toda lógica sonó mi celular. Era ella. Aproveché de preguntarle la hora, porque había perdido conciencia del tiempo. Me dijo que eran cerca de las cuatro de la tarde.
-Imposible -me ofusqué-, estás borracha. ¿Has recuperado algo?
-Lo perdí todo. Perdóname.
-No pueden ser las cuatro -le dije-. Llegué a este pueblo antes del mediodía y entré al refugio no más allá de las 12 y cuarto.
-¿Qué refugio?
-Estoy en un refugio -le respondí, desconsolado, anticipándome a su reacción.
-¡Ja ja ja!... ¡Y qué estás haciendo en un refugio, hombre por Dios! -reaccionó, tal como pensaba.
-Al regreso te contaré.
-Vente ya. No tengo crédito.
-¿Cómo va el huracán allá arriba?
-¿Qué...?
La señal se fue. Me quedé pensando en lo que me había dicho. Si el recorrido por el contorno del refugio me había tomado tal vez una hora y media y la conversación con los familiares y conocidos del hombre que crecía y decrecía a lo sumo tres cuartos de hora, entonces quedaban unas dos horas ciegas dando vueltas. Recordé que en este país el reloj marcaba dos horas más. Allí podía estar la causa, pero solo en el caso de que ella hubiese levantado la vista hacia algún reloj ubicado en alguno de los casinos flotantes y no la hubiese bajado hacia su Cartier. Esta posibilidad hablaba a las claras de que había empeñado su valiosa prenda en la caja de un casino, lo que no tenía por qué llamarme la atención. Pero si no era así, ¿dónde diablos se habían ido esas dos horas ciegas? La duda era espantosa, porque me distraía de la misión que me había llevado a este sitio. Los indígenas, en efecto, se acercaban e iban sumando testimonios sobre el hombre que crecía y decrecía. Incluso un hombre de mediana edad aventuró la hipótesis de que su pariente "había caído en el juego del hombre blanco" y vendido su récord Guinness a un precio irrisorio. Eso no tenía sentido, pero sirvió para que volviera a concentrarme en la historia. A pasos de mi propia raya se encontraba la del irlandés. Cuando recordaron la medición hecha por él sentí lo mismo que si hubiese descubierto ElDorado. Me informaron que el hombre que crecía y decrecía había sido medido allí y lo comprobaron mostrándome las marcas en una roca vertical que sobresalía de la pared de tierra húmeda. Eran tres rayas, separadas cada una por menos de un centímetro y bajo ellas las iniciales J. J., que correspondían a las de Jack Jameson. El más viejo tomó entonces la palabra y me relató la historia. Dijo que él tendría unos 24 años ese día que entró al refugio y que vio cuando el gringo midió a su tío tres veces en el mismo día. En la mañana, en la tarde y en la noche. Le pregunté cómo sabía que era la mañana, la tarde y la noche y me contestó que eso era un decir, que lo que quería contarme era que lo había medido tres veces, pero no al mismo tiempo, sino que en un lapso que podía corresponder a casi un día entero. Le creí y aproveché de preguntarle por qué lo había hecho. El anciano me dijo que su tío siempre comentaba en el pueblo que por lo general en las mañanas amanecía muy alto, durante la tarde se achicaba y al llegar la noche crecía de nuevo. A veces los ciclos cambiaban, a veces se alteraban y crecía o se achicaba dos veces seguidas; el hecho, decía él, era que nunca tenía el mismo tamaño. Le pregunté dónde estaba su tío y me dijo que ayer mismo lo había visto, pero que ahora era imposible buscarlo entre la masa que deambulaba por el refugio; temía que se hubiese apartado voluntariamente del grupo familiar, debido a una disputa con uno de los suyos, cuya razón no logré entender. Le pregunté por qué había sido medido durante un huracán y me dijo que el gringo estaba ese día en el refugio, tal como yo estaba ahora, y que al escuchar la historia se entusiasmó y lo midió tres veces. Me agregó que el gringo había quedado convencido del fenómeno y que "lo puso en una revista". Le pregunté por qué, siendo sobrino y tío, el sobrino parecía tener más edad que el tío. Me contó que el hombre que crecía y decrecía era el penúltimo de 11 hermanos y que como él era hijo del segundo hermano, más bien de una hermana, contando del más viejo al más joven, nació primero él y después el tío, y me recordó además que por ser hijo de una hermana no llevaban el mismo apellido. Me fijé que la piedra desaparecía en el piso mediante un declive irregular, sobre el cual debió de poner los pies el hombre que crecía y decrecía. Le pregunté entonces qué instrumento había utilizado el irlandés para medir a su tío y me dijo que la cuarta; qué es eso, le pregunté y como respuesta abrió lo más que pudo los dedos de su mano derecha. Le pregunté dónde estaba el gringo y me dijo que estaba en el cementerio. De modo que en eso descansa todo este asunto, pensé, abrumado, descansa en una operación al voleo dentro de un refugio en medio de un huracán, salvo que los indígenas no estén siendo precisos en sus recuerdos. Porque no podía ser que una medición tan superficial constituyera la base de un record recogido como cierto por un libro que, aunque de divulgación popular, basa su prestigio en la confirmación de los datos que publica. Los irlandeses tienen fama de obstinados, incluso de cargantes, de modo que por fuerza J. J. debió recopilar más información antes de ofrecerle la historia a la compañía, así debían de ser las cosas, concluí, convencido. En ese momento volvió a sonar el celular.
-¿Sí?
-...
-Ah, eres tú.
-...
-¿Para qué me llamas de nuevo? Estoy muy ocupado, mi amor.
-...
-Todavía no, me falta un poco.
-...
-¿Recuperaste el dinero?
-...
-Estás en bancarrota. Y borracha.
-... ... ...
-¿Qué?
-... ... ...
-No sé qué decirte.
-... ...
-No lo hagas, por favor.
-... ... ... ...
-¿Puedes esperar al menos un día?
-...
Colgué. La conversación me había derrumbado emocionalmente, el anciano lo advirtió de inmediato y me preguntó qué estaba pasando allá arriba. Lo tranquilice, le dije que se trataba de un problema personal. Me tomó las manos y me instó a confesarle mi pesar. Le dije que ella estaba en problemas, me preguntó qué tipo de problemas, lo perdió todo en el casino, se le acabó el dinero le dije, me preguntó para qué podía querer dinero ella, para vivir, para mantenerse le dije, me dijo que en su aldea todos vivían sin dinero, pero ella no puede, usted no la conoce le dije, me preguntó qué haría entonces, un hombre le está proponiendo hacerse cargo de la deuda le dije con mucha vergüenza, me preguntó en qué consistía eso de pagar una deuda, en quedar limpia, en empezar de cero le dije, se alegró y me apretó fuertemente las manos, no se alegre porque eso no es tan bueno le dije, me preguntó por qué no era tan bueno empezar de nuevo y dijo que él lo encontraba muy bueno, no se lo puedo decir le dije, me rogó que le explicara, es que ella tiene dudas porque usted debe imaginarse el costo de aceptar esa oferta le dije, me dijo que no se lo podía imaginar y me ofreció la ayuda que quisiera de su pueblo, dígame cuánto falta para que pase el huracán le dije, me dijo que ya estaba terminando. Un grito surgido del otro extremo del refugio, semejante a la celebración de un gol de la selección, fue efectivamente el aviso de que todo había pasado y de que la gente podía emerger, lo que fue ocurriendo con el orden más matemático que jamás haya visto. Los indígenas formaron una fila en forma de serpiente, similar a las que se disponen frente a las cajas de los bancos o los centros de pago, pero multiplicada por cien, pues aquí estábamos hablando tal vez de 2 mil a 3 mil personas. Cada uno era llamado por su nombre y cuando a lo lejos se escuchó el del hombre que crecía y decrecía, el indígena que iba delante mío me comentó: "Ese es mi tío". No salí de la fila para ir tras él; de tal modo estaban dispuestas las cosas que resultaba ilusorio siquiera levantar la cabeza por encima del hombro. Creo que ese fue el momento en que lo perdí para siempre.
Me quedaban dos pasos a seguir, pero antes debía esperar mi turno para subir a la superficie. Éste se concretó un par de horas después.
Al salir, lo que vi me maravilló. Una vaca mugía en la copa de un árbol y los indígenas cortaban el tronco a hachazos, hasta que el árbol se inclinó y la vaca fue a dar al barro. Cayó sobre una pila de ramas y piedras y quiso huir, pero una de las ramas se le había incrustado en la panza y de la herida manaba abundante sangre. Los indígenas trataban de curarla. Mientras, yo caminaba a toda prisa al pueblo en medio de un festival de colores brillantes, parecidos a los de las películas de Tim Burton, perdóneseme esta comparación tan fuera de lugar, pero es que no hallo la forma de describir mis emociones ante un paisaje que a mis ojos parecía antinatural. Los animales continuaban horrorizados ante el fenómeno atmosférico; fuera de esa vaca no se oía siquiera el canto de un grillo, el trino de ave alguna. El ciclón, por lo demás, había dejado en la tierra una calma fúnebre, una paleta de colores mezclados e impasibles y por ende, perturbadores, de modo que el viaje de ida estaba resultando extremadamente diferente al viaje de vuelta, vaya sí me daba cuenta, único humano entre el villorrio indígena y el pueblo, a saltos entre desperdicios más que andando rápido, acechado desde todas partes por esa especie de camposanto salvaje y desde arriba por los rayos del sol.
Entré al cementerio y comprobé que las lápidas estaban en sus puestos, bien plantadas en la tierra. Sobre la del irlandés se paseaban enormes babosas que acababan de salir y chupaban lo que podían antes de regresar a sus escondites, ya que el calor volvía a tornarse insoportable. Su epitafio decía en inglés: "Después de todo, vine a dar aquí" y no supe si reír ante su sentido del humor, si tratar de interpretar el doble o triple significado de su mensaje o si echarme a llorar frente a su tumba. Un hombre como ese me había hecho viajar tanto, había arriesgado tanto por su culpa y ahora que casi ya era demasiado tarde... bueno, cada cual escoge lo que quiere poner en su epitafio, si lo pienso bien no era su culpa, era la mía, salvo que un bromista o un amigo suyo hubiese improvisado esas palabras al momento de encargar la obra al lapidario.
El único bus del día salía en dos horas. Antes pasé a la biblioteca, donde encontré un dato clave acerca del irlandés. El encargado no lo recordaba, pero un indígena que miraba una revista de aventuras me dijo que lo vio llegar al pueblo con una mujer y cinco chiquillos pecosos, de eso haría unos buenos años, él estaba muy joven cuando lo vio, y me contó que al poco tiempo la mujer había partido con los niños y "el gringo se puso a tomar hasta que se murió". Se levantó y fue a un estante, sacó un libro y me lo pasó. Era una novelita que llevaba la firma del irlandés, titulada "El hombre que crecía y decrecía". Le pedí al bibliotecario que me la prestara y me dijo que no podía, que debía leerla en el recinto. Ofrecí comprársela y se negó rotundamente. La obra tenía unas 120 páginas; calculé que bajo el estado de ansiedad en que me hallaba tardaría una hora y media en leerla.
Me senté a leer con desesperación y habría avanzado la mitad del libro cuando el encargado me ordenó que se lo devolviera porque la biblioteca tenía que cerrar. Me dijo que abriría de nuevo "si pasaba la calor", respuesta ambigua que me dejó pensativo. Volví al hotel y ordené que me prepararan la cuenta. Un recepcionista -no el indígena del cuello doblado de la camisa- comenzó a estudiar el registro con una insoportable calma e indiferencia. Desde el mesón vi pasar el bus lanzando barro hacia las veredas. Iba prácticamente vacío, pero entre los pasajeros me pareció ver una cara conocida.
Ahora se ha vuelto a nublar y estoy de nuevo en la cama. Tuve que volver a registrarme, pues no hubo caso de que el hombre entendiera que, siendo yo la misma persona que había alquilado la habitación la noche anterior, resultaba innecesario chequearme dos veces. Él argumentó que, úsese o no se use la habitación, pasados siete días era norma de la empresa rechequear a todo pasajero que permaneciera en el hotel, frase que me dejó sumamente pensativo, porque denotaba algo que yo debía saber y no sabía. Los buitres han regresado a las vigas, pero me han dicho que la biblioteca no tiene para cuándo abrir, porque el encargado viajó en el bus a la capital a hacerse un arreglo a los dientes. En otras circunstancias, este sería un buen momento para reflexionar sobre mi vida, la del irlandés, la de ella y la del hombre que crecía y decrecía, pero ahora lo veo difícil. Creo que la clave de todo está en la novela del irlandés, pero me faltaron muchas páginas, quizás lo que promete no sea cierto. No puede ser que un hombre pueda crecer y decrecer a su voluntad; más bien son sensaciones, aspectos ininteligibles de ciertas tramas que se van armando solas. Hay veces en que una sola voz, un solo signo, pueden variar una realidad firme como roble, por ejemplo un amor de toda la vida. Esa coma en la lápida, otro ejemplo, esa coma dice tanto porque no procede, me angustia pensarlo, el epitafio debiera leerse de corrido, la coma fue un artificio, una pedantería impropia del lugar, no había para qué ponerla, en ese mensaje no era útil el descanso, al contrario, resulta sumamente irónico. Y ese "después de todo", otro ejemplo, y sin ir más lejos la redacción en primera persona, como si los muertos hablaran o nos recordaran ciertos elementos que parecen venir desde el más allá. Entonces es tremendamente injusto que así sea, creo, porque no se trata de eso, se trata de que las cosas sean como realmente son, pues de otra manera todo se presta para interpretaciones y allí está el error que alimenta la vida de los hombres, allí la tragedia que los desemboca en una perdida lápida de pueblo dado a los huracanes, a los calores infernales y al desasosiego permanente.

1 comentario:

La Lechucita dijo...

Veremos como sigue...

Un abrazo