Visitas de la última semana a la página

miércoles, diciembre 15, 2010

El hombre tirado en la línea del tren

A una cuadra de mi casa pasaba el tren a Sewell. Generalmente iba semivacío, pero los domingos los mineros se asomaban por las ventanas apretujados como racimos de uva. Daba la sensación de que los llevaban al matadero, por las caras con que miraban a las personas que se iban haciendo chicas en la acera al despedirlos. Solía ver todo eso desde el quiosco de mi tío Pablo, que quedaba justo al lado de la línea, separado por una malla de alambre. Detrás del quiosco había un largo terreno eriazo que limitaba en un flanco con una calle de escaso y nulo tránsito y en el otro con la malla de alambre, de tal forma que resultaba perfecto para nuestras pichanguitas. Al fondo se levantaba una vivienda de dos pisos que siempre se me antojó una casa fantasma. Nunca vimos salir a nadie de allí, aunque eso no quiere decir nada. La verdad es que jamás le dimos la menor importancia.
La Toya vivía en la población Sewell. Usaba un moño, era morena, bajita y curvilínea. Por las noches yo apagaba la luz del comedor y la veía besarse con un hombre desde mi ventana. Buscaban el sector de la calle Palominos más alejado del poste. Me llamaba la atención cómo se arqueaban al unir sus cuerpos con el beso. La Toya era una de las mujeres que acudía a despedir a los mineros, con un pañuelo blanco y alguna lágrima que demoraba poco en secarse. En el quiosco se podía ver frecuentemente a un muchacho vestido con el uniforme del servicio militar. Fumaba cigarrillos Cabañas, uno tras otro, como si estuviera nervioso; los dedos se le habían puesto amarillos. Iba al quiosco a lucir su uniforme, pero al mismo tiempo sabía que tarde o temprano debía volver al regimiento. Mas, disponía de una cuota extra de tiempo antes de acudir voluntariamente a su cárcel, y ese dato resultaba clave para una ciudad que se despoblaba de hombres los domingos, después de las cuatro de la tarde. Solo le ganaba un lector infatigable que se sentaba todo el día en un piso a los pies de su puesto de verduras. Era un viejo de pelo oscuro que se peinaba para atrás: él sí que tenía los dedos amarillos, porque se fumaba hasta la colilla.
Cuando estábamos aburridos poníamos monedas sobre la línea y esperábamos que pasara el tren. Salían convertidas en un disco que no servía para nada. Si en vez del tren pasaba el autocarril se achataban menos, porque el peso era inferior, pero tampoco tenían utilidad alguna.
Una tarde de invierno se comenzó a hablar de un borracho tirado en la línea, en la cuadra siguiente. Llegué a la escuela con escalofríos y no pude asimilar las materias; estaba demasiado preocupado por la suerte del hombre. ¿Alcanzaría a salir arrancando al despertar con la vibración de la máquina en sus barbas? Al volver a casa con un compañero miramos hacia la lejana esquina fatídica: el hombre aún parecía estar allí. Era un día de sol.
Al día siguiente le pregunté a mi compañero si sabía algo. Me dijo que el tren le había pasado por encima y le había reventado los sesos. Lo dijo con una frialdad que me hizo dudar, de modo que si bien lamenté su suerte, en el fondo sobrellevé la noticia con dignidad.
Sin embargo al despedirnos se me abalanzó por sorpresa y me llenó la espalda a puñetazos. Dio todos los golpes que pudo dar, como si se estuviera desahogando. Yo permanecía sin habla, estupefacto, ni siquiera fui capaz de llorar. Al alejarse me dijo:
-Te pegué porque no le puedo pegar a tu primo.

1 comentario:

mentecato dijo...

¡Escritos admirables, doc!