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martes, diciembre 07, 2010

Interpretación de un cuadro de Torterolo

En Rancagua las hojas del abanico que marcaban las diferencias de clase eran limitadas. Casi todos íbamos a la misma escuela, comíamos y bebíamos más o menos lo mismo, las mujeres ricas y las pobres se encontraban en la carnicería, en la misa del domingo y en la Plaza de los Héroes, donde les compraban algodones, turrones y pelotitas de esponja a sus niños. Los hombres iban al estadio a ver al O'Higgins; unos a tribuna, otros a galería, pero todos experimentaban una decepción similar después del partido. La diferencia la hacían la casa, el automóvil y sobre todo, el televisor. Tener una casa grande de dos pisos con chimenea era prueba irrefutable de riqueza. Tener un automóvil era signo de poder. Tener un televisor, de poder secreto. Una noche volvíamos a casa por la calle Bueras y mi mamá me dijo, con una voz baja y cortante que destilaba no muy sana envidia: "Aquí tienen televisión". Miré y no vi nada. ¿Dónde está?, le pregunté. "Allí, detrás de la ventana". Agucé la vista, tratando de olvidar el antejardín, y solo conseguí vislumbrar una especie de mancha luminosa que cambiaba constantemente de brillo. Meses más tarde caminábamos por el centro y me mostró un televisor. Una tienda comercial lo exhibía funcionando detrás de la vitrina. La tienda estaba cerrada y el frío de la noche se cortaba con cuchillo; en la calle Independencia penaban las ánimas. Nos detuvimos a ver el programa. Sentí una enigmática sensación de desaliento, de sueño cumplido al que le faltó algo. La nieve se apoderaba de la pantalla y lo que se podía adivinar era la figura de un señor de terno y corbata sentado en un sofá, hablando. De modo que así son los televisores, pensé, sin moverme, como un cine chiquitito, pero por qué no hay más gente aquí, por qué no se agolpan frente a la vitrina, hasta que la situación se tornó insoportable y nos fuimos.
Planteado entonces el problema de la identidad, la gente debía buscar la solución. Y como para nosotros el auto y el televisor eran a lo sumo esperanzas de un mundo mejor, lindas fantasías de tardes de invierno, mi madre ideó una triquiñuela y consiguió su objetivo de ubicarse donde le correspondía, de darse y darnos el estatus que merecíamos. Si no se podía llegar a lo más alto del podio había que subir a otro podio, que no nos rebajara tanto, que nos diferenciara, y ese era el podio de la cultura, donde quedaríamos bien ante la ciudad, seríamos la envidia de muchos y nos sentiríamos cómodos, a nuestras anchas, felices de ocupar el casillero asignado naturalmente para nosotros; qué curioso, pienso esto como si fuese mi madre y es que así lo sentía entonces: sus ideas, sus gustos, sus sueños y su interpretación de la realidad eran mi Faro de Occidente, algo se ha escrito alguna vez sobre eso.
En el mundo del magisterio se comenzaba a hablar del pintor Torterolo, del que revolucionaba la ciudad con sus cuadros abstractos. Paradójicamente el sujeto era Fernando, no su hermano mayor Luis, quien había obtenido innumerables premios por sus obras. Es que Luis era figurativo; o sea, pasado de moda, mientras que lo de Fernando era otra cosa, algo así como el anuncio de los tiempos que nos esperaban, que nadie sabía bien cuáles eran y que al final nos llevaron a todos al despeñadero en el nombre de la igualdad social. Fernando era un poco la locura, la transgresión, cuando dicho concepto llegaba a adquirir ribetes mágicos.
Una tarde mi mamá me vistió de domingo y fuimos a la casa del pintor. Recuerdo una pieza alta y oscura, una lámpara como de relojero apuntando a un costado, un anciano sentado en un mueble tapado de chales, un mesón salpicado de óleo seco de los más diversos colores. El viejo me puso "El Mercurio" sobre la cubierta y yo me arrastré por una noticia hasta que pude completar la primera línea. El esfuerzo me llevó a la línea de abajo y a la de más abajo, pero eso fue todo. Le había demostrado que ya sabía leer y él dijo algo cariñoso, no sé si a mí o a mi madre. De esta simple observación desprendo que el episodio tuvo lugar alrededor de octubre o noviembre de 1958.
Cuando salíamos le pregunté si ese era el pintor. Mi mamá me dijo que no. Le pregunté quién era. Me dijo que era el papá del pintor. Le pregunté dónde estaba el pintor. Me dijo que los pintores trabajaban de noche y dormían de día, porque eran bohemios. No consigo rememorar otra voz ni otra imagen; en la habitación creo haber levantado la vista y observado decenas de cuadros esbozando luchas entre santos y demonios, jugosas cataratas fascinantes, esplendorosos infiernos de la mano de flores marchitas, patos muertos con las patas colgando. O quizás no vi nada porque las pinturas estaban arrimadas al muro, ya no hay cómo saberlo. El hecho cierto es que días después, dos de esas obras se lucían en las paredes de nuestra casa. Mi mamá había ido a la segura y optó por trabajos diametralmente opuestos, correspondientes a dos periodos del artista. Un cuadro representaba un florero con rosas sobre una mesa y sobre él no podía existir debate alguno: era un florero con rosas. Se conservaba así la tradición clásica. El otro fue el que generó los comentarios, abrió encendidas discusiones y nos regaló grandes satisfacciones durante años. Se trataba de una majamama de colores brillantes sobre un fondo negro; cuántas veces cayó desde la altura como tabla de salvación para los intermedios de las canastas vespertinas.
Durante esas largas horas de soledad de la niñez, aquellas que pasaba esperando la llegada de mis padres, me detenía minutos enteros a descubrir qué diablos podían significar esos trazos. Así fui llegando a la siguiente interpretación, que quedó inscrita en mi mente hasta el día de hoy: al centro del cuadro, la figura de un monstruo o dragón sobre el cual estaba montado un payaso con sombrero de cucurucho y con una espada al aire. Al costado superior izquierdo, un árbol con una casita en las ramas y un nido con pajaritos. Al costado superior derecho, la figura de la Virgen escondida en una cueva, más bien raptada, pues se adivinaba un grito agónico tras ese resplandor. Abajo, rayas sin importancia. Dicha interpretación debí manifestarla en voz alta ese mismo año o el siguiente, pero solo fue cinco o seis años más tarde cuando cobró su verdadero sentido.
Un verano de esos que no terminan nunca, agotada nuestra imaginación para idear juegos, tal vez cansados del esfuerzo de correr tras la pelota, uno de mis primos, el Julio o el Lucho, propuso interpretar el cuadro de Torterolo. Éramos tres o cuatro sentados en el sofá, con la pintura al frente y el sudor seco en el cuello. Apliqué mi falsa modestia y guardé mi brillante teoría para el final. Cuando le llegó el turno al Vitorio, dijo: "Al medio hay un monstruo con un payaso con sombrero de cucurucho y con una espada al aire. Arriba hay un árbol con una casita en las ramas y un nido con pajaritos. Al otro lado está la Virgen en una cueva". Choqueado por el asombro hice ver que esa interpretación era mía, que mi hermano me la estaba copiando; pero él, aún más asombrado que yo, refutó mi crítica con el argumento irrebatible de que siempre vio tales imágenes en el cuadro.
¿A quién le pertenecía esa forma de ver la obra? A mí, estaba seguro. Y demostraba de paso que la ascendencia que yo tenía sobre mi hermano era mayor de la que me había imaginado hasta entonces. Por eso al cabo de un rato decidí regalarle la presa y dejar de discutir. Mas con los años he ido madurando una idea inquietante: quizás la traducción sí fue suya, pues, ¿qué garantías poseo de que realmente nació de mi mente? ¿Solo aquella de que pienso luego existo? ¿No será este un argumento demasiado débil? Peor aún, quizás la interpretación primitiva haya sido de mi mamá, de alguno de mis tíos o de una voz anónima que pesqué al vuelo. Una cosa sí es segura: de mi papá no fue, porque a él jamás intenté copiarle nada. Aunque ayer mismo, sentado con las piernas cruzadas frente al televisor, en actitud grave y ausente, mi mujer no pudo dejar de comentarme: ¡Por Dios que te estás pareciendo a tu padre!

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Tendré que volver....

Un abrazo

Anónimo dijo...

Intentamos atrapar el pasado, o mejor la verdad del pasado, pero no hay verdad, Es solo el recuerdo de como hemos experimentado las situaciones. Es más, qué diferente es la memoria de cada uno ante el mismo acontecimiento.
Seria divertido si tu hermano recordara como te hizó sufrir robandote la idea delante de tus primos( es una posibilidad tambien)

Besos

mentecato dijo...

He estado leyendo al escritor chileno Carlos León (adquirí sus obras completas hace poco). Es un autor que me gusta mucho. Y debo decir que los escritos suyos, doc, están a muy buena altura narrativa para hacerle collera a cualquiera. Notable.