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jueves, diciembre 16, 2010

La abueli Amanda y la abuela Ángela

La abuela Ángela era portadora de algo invisible, sombrío y profético que nos impedía acercarnos mucho a ella. Su figura representaba el temor de Dios; de lejos parecía como si un vestido largo y ancho se nos viniera encima, una mole compacta de la cual no se podía huir, porque nos había cazado con la mirada. De cerca uno le sentía los pelos de la pera al besarla en la mejilla. Ella no era de muchas palabras y su intención final era conducirnos a Dios a través de la religión evangélica. Era la suegra de mi mamá y mi mamá, que era católica, accedía a enviarnos a la escuela dominical que se impartía en el culto que quedaba a los pies de la casa, a sabiendas de que al Vitorio y a mí no nos convencerían, porque en el fondo la religión era un asunto social. Y como los evangélicos eran los de la población Sewell y los católicos eran los de la población Rubio, no había dónde perderse.
La abueli Amanda, en cambio, era adorable, siendo tan viejita como ella, pero más chica. Un día me llevó a la matiné del cine Rex, a una función que habían organizado los bomberos. Me compró pastillas de anís y vimos el Zorro. A la hora de once me servía pan con dulce de membrillo y café con leche en una taza verde. Yo varias veces le llevé a un compañero de curso que vivía en la población Sewell y le pedí que lo alimentara bien porque era pobre. Mi amigo no se ofendía; era de naturaleza dócil. La abueli vivía en Ibieta, de su jubilación de maestra, con la Mirita y mis tres primos. El tata Lucho y el tío Octavio ya se habían muerto y el día del pago la abueli llegaba con pasteles de la Reina Victoria. Como el patio era tan grande servía de cancha de fútbol. Un día tiré un pelotazo y ella iba pasando y le llegó en la cara. Meses después le dio una trombosis y se murió.
En el culto los evangélicos se reunían una vez al mes a pasar la noche rezando y llorando. Confesaban sus pecados a grito pelado y a nosotros nos daba terror. Una noche me levanté a cerrar la ventana y saltó un gato que se había metido a la casa y me pasó rozando. Detrás de aquellas imágenes fantasmagóricas estaba la abuela Ángela, donante del terreno en que se levantó el templo, de modo que se podría decir que esa era la razón por la que desprendía un aura como de los Diez Mandamientos. Vivía al lado de nosotros y cuando mi papá se tomaba unos tragos ella se daba cuenta y lo pasaba a ver. Lo metía a la pieza y de afuera sentíamos los correazos y las cachetadas. La resistencia de mi papá era decir no madre, no madre, no madre; después la abuela Ángela salía bien tranquila y él se quedaba dentro de la pieza. A veces, si estábamos solos y nos oía pelear, llegaba y nos leía la Biblia. Entonces con el Vitorio nos dábamos un abrazo y prometíamos ser mejores hermanos y ella volvía a su casa.
La abueli dormía largas siestas, dentro de la cama y con camisa de dormir. Le gustaba sobre todo descansar, porque era madrugadora y pasaba el día entero en la cocina. La abuela Ángela se enfermó de cáncer y le dio una hemorragia que la hizo vomitar sangre, y después se murió. A su casa no entraba la luz y nunca hubo allí una fiesta. Los funerales de mis dos abuelas fueron con carrozas con caballos con crespones negros.
Con el tiempo descubrimos que el tata Lucho era como diez años menor que la abueli, pero esa diferencia nunca fue tema de conversación porque no tenía importancia y el tata Lucho a esas alturas ya era un recuerdo.
Al abuelo Isidoro no lo conocimos nunca porque se fue temprano de la casa y dejó sola a la abuela Ángela y a sus cuatro hijos, vaya uno a saber por qué. Era contador y escribía poemas, aunque la abuela Ángela no le iba a la zaga. Para mi cumpleaños me regaló esta poseía, que conservo en mi memoria:

En Bueras con Palominos
A Huguito Mardones vi
Jugando con la pelota
Y me dije para sí
Este es el niño que busco
Para hacerlo feliz

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Vendré con calma...a leeerte
Un beso

Anónimo dijo...

Ya me puse al día.... así que a seguir escribiendo.

Un abrazo

mentecato dijo...

¡Bravo, doc!