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viernes, diciembre 17, 2010

Esto no es lo que usted piensa. Disculpe lo cortante de mi trato

(La declaración del reportero).
Creo que estuvo esperando pacientemente el ocaso de mi carrera para darse a conocer. Adivinó que si se mostraba antes no sería comprendido su destino y su testimonio continuaría en el anonimato. Sospecho que en un arranque de candidez se confió a mis manos, ya que es sabido que las fuerzas innombrables son cándidas. Así llegué a su figura y gracias a mí esta figura tendría que haber llegado al gran mundo, pero no al importante, ya que para los doctos, que trabajan con otra arcilla, la vida de un personaje como el que tuve la suerte de conocer, diría la mala suerte, vendría siendo algo así como un pelo en la sopa.
Para mí, esa entrevista fue un canto de cisne. Sospecho que todo ha terminado y me maldigo a mí mismo. Pude haber sido la linterna que apuntara su luz sobre objetos ignorados, acaso inservibles, incluso aquello habría servido una enormidad. Pero la rueda de la fortuna giró en mi contra, resta poco y nada que hacer.
Fui un periodista, dicho con mayor exactitud, un reportero. Mi oficio terminó convirtiéndome en un cínico. Hubo un tiempo en que lloraba demasiado, como las mujeres, ante cualquier estímulo provocador. Mas la naturaleza de mi trabajo, que me cambiaba cada día una sorpresa por otra, hizo de efecto demoledor; entrado a la madurez acabé no creyendo en nada y simplificándolo todo. Yo escribía para el gran público y la ansiedad me dominaba al repasar mis escritos: ¡eran tan fáciles de leer!, de lo que se desprendía que correspondían exactamente a lo que se me ordenaba hacer, que era penetrar en las almas de ese gran mundo. Los académicos siempre me han causado terror, por el portentoso bagaje de citas que guardan en la maleta de sus cerebros y por la profundidad de su pensamiento, que se deja ver aun en tres líneas. Los estudié y descubrí que el secreto consistía en la particular metodología utilizada, que les inyecta densidad a sus trabajos; por ejemplo, si para presentar una idea se requieren 25 palabras, ellos convierten ese esfuerzo en doce palabras que encima encierran tres ideas. Recién a la cuarta lectura -siempre que la concentración fuese absoluta- se logra entender la idea central por un segundo, mas no las secundarias; pero entonces ellos ya han tomado la delantera y continúan exponiendo ideas en las siguientes tres líneas. Los triunfadores traducen lo que creen haber entendido y los derrotados como yo se retiran con la cola entre las piernas. Descubrí también por qué se necesitaban tantos libros para interpretar una obra maestra de pocas páginas y descubrí el misterio del misterio; o sea, el misterio que encierra un mensaje que no se entiende. En suma, los admiraba con terror, como ya lo dije, quería ser como ellos, pero mi vida fue una vida sin método, y al momento de escribir terminaba cayendo en mi vicio perverso. Sabía que estaba atrapado en una quimera, porque no tenía mucho más que decir que contar historias que atrajeran el interés de la masa, y bien tarde vine a reparar en que aun la masa desconfía de personas como yo. A la hora de tomar sus decisiones se queda con el pensamiento austero y racional, que es el pensamiento ausente de emociones e ininteligible con asiento en las grandes academias. Este es el reino de la elite porque la elite es la que gobierna al mundo y nosotros somos sus títeres.
Cuando nos reunimos en el café mi prejuicio fue el de pensar que se trataba de un personaje más, de una más de las fantásticas historias que la gente ansía conocer, y que no son más que simples historias de personas a quienes les sucede algo increíble; o sea, la historia de toda la gente. Se le movían las manos, parecía estar bajo los efectos de algún medicamento. Encendía un cigarrillo apenas se le acababa el otro. Le pregunté su nombre, me confirmó que era la persona que me había citado por teléfono con una voz que ese día se me había antojado insegura y suplicante, pero que ahora parecía completamente independiente de los nervios que gobernaban al resto de su cuerpo. Me presenté, me senté y ordené café. Me dijo que prefería té, de modo que ordené un café y un té. Enseguida, haciendo gala de mi oficio, abrí la conversación con un par de frases destinadas a romper la barrera de hielo inicial, pero no pareció conmoverse. Al contrario, noté un cambio de expresión en su rostro, una pincelada de fastidio.
-Esto no es lo que usted piensa. Disculpe lo cortante de mi trato, mi amigo -dijo sin rodeos.
Me trató de amigo. Eso me sorprendió, viniendo de quien venía, pero me gustó. No significaba que fuésemos amigos, sino que había una ligera dosis de confianza de la que me podía agarrar para robarle misterios a su vida. Me había autorizado a ir al grano cuanto antes.
Terminada la entrevista, luego de más de dos horas, tiempo excesivo para un encargo de este género, pero mínimo para la trascendencia de lo que me fue revelado, me vi en la obligación de pedir un par de días libres, pero intuí que no serían suficientes para ordenar mis ideas. De partida, se me planteaba el desafío de tomar una decisión que para mí resultaba capital, aunque suene infantil declararlo. ¿Debía dar a conocer la historia o debía destinarla a mis archivos? ¿Debían de saberla mis jefes o era mejor mentirles, asegurándoles que el personaje no tenía importancia alguna? Y suponiendo que decidiese escribirla... suponiendo... cómo diablos explicaría algo casi imposible de explicar, cómo lo haría atractivo a los lectores, por dónde debía empezar, por dónde terminar.
Revisé la grabación una y otra vez. No, trataré de ser preciso: escuché tres veces las dos cintas de 60 minutos cada una. Releí los apuntes otras tres y los mantuve a la mano, encima del escritorio. Todo giraba en torno al mismo tema, que pudiéndose expresar en un par de palabras convirtió nuestra conversación en una eternidad, durante la cual vislumbré un nuevo cielo, otra manera de encarar el infierno. Hice ciertos cálculos, bosquejé su retrato de memoria, para ver si el misterio estaba oculto en algún trazo del subconsciente. Conseguí bastante poco.
Quise iniciar la nota escribiendo... tenía el primer casete, el relevante... allí lo tenía... lo hice andar de nuevo... sí, lo decía claramente... entonces... ¿abría la entrevista con dicha cita y luego reafirmaba sus dichos con los datos reunidos? Pero, ¿quién iba a creer algo así? ¿Lo creía yo mismo?... Consideré más apropiado repasar otra vez mis ideas.
Su lógica me parecía implacable, pero me pareció que vivía en una atmósfera de aparente alienación. Dado que no se ha llegado aún a la raíz de la locura y de que los doctores ven colores y formas en un escáner que interpretan a su gusto, avalados por un diploma en la pared, pensé entonces partir desafiando a los siquiatras. Pero si lo hacía me los echaría encima y transformaría la entrevista en una denuncia contra una asociación médica. Pésimo camino. Debía centrarme en la figura que vi con mis propios ojos y de la que capturé su voz en una cinta. Fue entonces cuando la rueda de la fortuna me giró hacia el lado inverso.
La ambulancia tardó un par de días en llegar al departamento. No podía mover un solo dedo, me hallaba atrapado en mi propio cuerpo. Alertados por vecinos, los enfermeros subieron en el ascensor y debieron forzar la puerta. Después apareció un grupo de policías que estudiaron detenidamente el lugar y recibieron testimonios de gritos y forcejeos de los que sinceramente no recuerdo haber sido partícipe. La gente suele imaginar historias para justificar su conducta. Mientras me llevaban al hospital pude ver que el jefe de los detectives, a quien llamaban Navarro, accionaba la grabadora y escuchaba una de las cintas. Quise advertirle que no lo hiciera, pero no me dieron las fuerzas. Me sacaron de allí; mis tíos se quedaron con las cintas. Cuando me vinieron a ver al hospital intenté decirles... contarles... todo fue en vano. Mi tía me miraba con esa expresión tan propia de ella y echó un lagrimón; mi tío la puso en su lugar con un reproche corto y seco. Me aseguraron que las cosas marchaban bien, en orden, como corresponde, pero sabía que no era cierto.
Uno de estos días vino a verme Witelwan, no acierto a recordar el día exacto o quizás lo imaginé. Apareció con su novia. Venían tomados de la mano. Me miraron con un aire amoroso, miradas de lástima que encerraban un cariño real, como el que ellos se profesan. Cuando le insinué que tenía algo que decirle, Josefina entendió el mensaje y se retiró discretamente de la sala. Entonces le conté lo de las cintas. Witelwan abrió los ojos como suele hacerlo cuando algo le sorprende y me hizo algunas preguntas. Luego llamó a Josefina y antes de despedirse me hablaron de sus proyectos académicos. Se retirarían del periodismo; una prestigiosa universidad privada, debidamente acreditada, les abría sus puertas de par en par. Tuve una visión instantánea: los vi entrando a un viejo claustro de estilo gótico con paredes de piedra y columnas de granito adornadas en el cielo por murciélagos de verdad, que revoloteaban alrededor de bruñidas lámparas de bronce; severos maestros los iniciaban en los secretos de la humanidad y ambos vestían de toga y birrete. Ellos se aman y serán felices, no nacieron para el periodismo. Sus tardes de sábado serán como esas delicadas sonatas de Mozart que suavizan la vida, ella le llevará té de bergamota al escritorio y lo abrazará por detrás, le dirá cosas lindas con su grave voz de terciopelo; él estirará el cuerpo y echará una broma para sacarse de la mente las páginas del libro que le quema las pestañas. En cambio yo... temo que mi vida habrá de culminar en una sala de hospital.
La enfermera me leyó el diario de la mañana y se detuvo en la columna de Witelwan. Salté en la cama. La mujer se crispó como gato. Parecía aterrorizada. Se acercó, me miró a los ojos, yo miré fijamente el periódico y ella llamó a los doctores. Cuando entraron, mi cuerpo estaba inclinado sobre la página. ¡Así interpretan los aspirantes al podio académico los dichos de mis personajes, con esa liviandad de criterio!, como si los hechos fantásticos se prestaran para ejercicios de la ironía, para juegos de la retórica.
Ayer entró el detective Navarro, lo reconocí por sus mostachos. Me trató de amigo, no me gustó nada. Jamás he buscado hacer amistad con policías; he tenido el cuidado de no relacionarme con ellos más allá de lo estrictamente necesario. Me preguntó por la columna de Witelwan; me hice el que no le entendía y se fue, me deshice de él en cinco minutos. En cuanto a lo demás, no puedo seguir pensando del modo en que lo hago, vivo en una constante ensoñación. Los días pasan y no guardo memoria de ellos. A veces me dicen que yo dije tal cosa o anduve con tal persona y no recuerdo prácticamente nada. En cambio, ¡con qué meridiana claridad reaparecen en mi mente los estados de ánimo pretéritos!, día por día, hora por hora, y así mido el tiempo. Pero es mi forma de analizar el problema, así no resolveré jamás este caso, tan engañoso como cubo de Rubik. Debo ir a la fuente, beber de la fuente, bañarme en la fuente; esto no es lo que parece a primera vista, esto debe tener un final feliz, debo evadir a toda costa la tentación de las historias retorcidas. No puedo embarcar a nadie en mis fantasías, causaría algo de inmenso placer, pero el daño sería espantoso. Aún confío en los dictámenes de la moral. La religión levanta mi casa. La oración me sana. Dios me guía.
(La declaración de la tía).
Entramos a la casa como si viniéramos de un funeral. Me metí a la cocina; él se sentó a ver las partidas, mandón, gritón, grita por todo, pide a puros gritos. Hay que quedarse callada no más, pero cuando echa pie atrás me promete este mundo y el otro, dice que su carácter es tan fuerte y que va a cambiar. Siempre diciéndome que las cosas van a mejorar. Puros gritos, nunca agresivo, y el fútbol para él es importantísimo, el fútbol y el ciclismo, se queda pegado a la televisión como niño con juguete nuevo, llevamos tantos años así, ya estamos acostumbrados, no sabría qué hacer si él se me fuera.
Luego del almuerzo, mientras lavaba la loza, le pregunté qué pensaba hacer con sus cosas del trabajo. Seguía viendo el fútbol y me gritó que no lo molestara. Fui al living y le mostré las cintas de grabación. Me ordenó que las echara a la basura. Le hice ver que se trataba de nuestro sobrino, pero no me contestó.
(La declaración del cartonero).
Al escarbar en la bolsa no les di ninguna importancia y debo admitir que estuve a punto de despreciarlas. Un segundo después debí pensar que en la Feria Persa se les podrían sacar algunos pesos, de modo que las sumé a los cachivaches reunidos durante la noche. Al llegar a mi residencia las dejé sobre el tablón junto con los demás tesoros, abrí la caja de vino y me la tomé casi al seco. Luego me dormí. Esa noche soñé por milésima vez la horrible pesadilla que se me viene repitiendo por años; tuve que levantarme a tomar, a exprimir la caja para saciar la sed, muy mala idea. Apenas me acosté de nuevo se me apareció la vieja. Venía de lejos con los perros envueltos en esas sábanas blancas que me persiguen para echarme a un sepulcro de tierra, sin cajón, sin nada. Ay, si ese día hubiera reaccionado de otra forma, una forma menos... drástica, hoy no estaría aquí, no viviría recolectando cartones ni leseras, no tomaría vino como condenado a muerte. Pero a qué lamentarme.
Cuando partí a entregar lo recolectado me dio por escuchar una de las cintas. La metí en la radiocasete. Quedé impresionado y desperté a la Irene, que seguía durmiendo a pata suelta en la mansión. No quería abrir los ojos, pero cuando la escuchamos por segunda vez, y yo por tercera vez, no pudo dormir más. Después escuchamos juntos la segunda cinta. Lo primero que pensé fue en llevárselas a los carabineros. Y eso fue lo que hice, se las llevé a los carabineros. Maldita hora la mía en que se me ocurrió hacer eso, me preguntaron por qué andaba con la caña, me retaron bien retado y me mandaron a la casa a dormir la mona. Les dije que me quería quedar con las cintas y el cabo me preguntó dónde las había encontrado. Le dije que dentro de una bolsa de basura. Me preguntó si no sabía que era delito sacar basura. Le dije que no era una basura porque eran unas cintas. Se fue enojando y me leyó un artículo que decía que no se podía ensuciar la vía pública. Yo le dije que nunca ensuciaba, que dejaba todo bien ordenado. Me dijo ándate pa tu casa pobre infeliz, con esas mismas palabras, y me vine con las cintas, casi me toma preso.
Anoche las volvimos a escuchar con la Irene, pero la guagua nos desconcentró y después yo tuve que salir a recolectar. Cuando volví a la mansión la guagua estaba jugando con una cinta; la había sacado del casete y la tenía enrollada en el cuello. La Irene no se había dado cuenta y pegó un grito, pescó un cuchillo y cortó la cinta para que el mocoso no se asfixiara; creo que le puso mucho. Busqué la otra cinta, estaba llena de baba del Cholito, con una marca de colmillo, medio a medio del casete. Ni siquiera traté de escucharla; total, ya me la sabía casi de memoria. Fui al puente y las boté las dos al Mapocho.
(El informe de Navarro).
Tuve que releer la columna para darme cuenta de que en el fondo se trataba de lo mismo. El texto no pasaba de los cinco párrafos y me costó asociarlo con aquel reportero, con aquel... ataque, más exactamente con el contenido de las cintas halladas en el departamento de ese hombre. Debo aceitar la máquina, antes no se me habría ido una cosa así: ese día tuve las cintas ante mis narices y no me llamaron la atención. Alcancé a escucharlas y las dejé torpemente abandonadas sobre la mesa.
Más tarde fui al hospital, era sábado. Entré a lo doctor, acerqué la columna a sus ojos y la apunté con el dedo. ¿Lee bien, puede leer?, le dije, ¿leyó esto, conoce a Witelwan, ha hablado con Witelwan? ¡Deme una señal, quiero ayudarlo, es importante que recuerde!, ¡diga algo, por favor!, pero la señal me la dio la enfermera, que me sacó de la sala a empujones.
Busqué en la agenda, hallé el número y llamé. Nadie me contestó. Tomé el auto y me estacioné frente a la casa de sus tíos; acababan de volver del hospital. La tía servía la mesa y el tío se disponía a comer un plato de tallarines. Había entrado en el momento más inoportuno. El viejo miraba cada cierto tiempo hacia el plato, que se iba enfriando, y no sin algo de infantil temor, como si estuviera delante de Pinochet, confesó que las cintas habían ido a dar a la basura. Volví a mi casa, aniquilado. El ejemplar del diario estaba desparramado sobre la mesa de la terraza, se había tornado amarillento con los rayos del sol.
A las nueve de la mañana del día siguiente, Witelman y su novia ingresaron a la secretaría académica y firmaron los contratos. Se dieron un beso a escondidas y pasaron al casino de los profesores a desayunar, invitados por el decano. Witelwan estrenó una chaqueta de tweed con coderas y pidió frutas, jugo de zanahoria con naranjas, té, un sándwich de jamón con queso y un trozo de kuchen. Josefina un café cortado y tostadas con palta. A las 10 de la mañana los recibió el rector y a las 11 entraron a sus salas, donde ya se hallaban sentados los alumnos. A esas alturas estimé que no tenía de qué conversar con ellos; los príncipes no se alimentan de gusanos, y volví al cuartel.
(La declaración de Witelwan).
Josefina me llama al lecho y cuando ello ocurre, noche a noche, ninguna fuerza de las que gobiernan el mundo podría impedirme acudir a ese llamado. Josefina lo es todo para mí y yo lo soy todo para ella, nos amamos como nadie se ha amado y aunque nuestras diferencias son enormes y a cada instante el tiempo nos hace ver y hasta se burla de nuestros defectos juveniles, incluso aunque los celos nos muerden el trasero apenas se da la oportunidad, ambos hemos decidido ingresar al mundo académico y esa perspectiva no tiene precio, pues nos conducirá al bienestar de la felicidad. Mientras hacemos el amor me recuerda que todavía no hemos firmado los contratos vitalicios. Luego, aún entrelazados, le advierto que lea más seguido a Kant; ella me dice que sí, que sí, con los ojos prácticamente blancos por el sueño. No te olvides de repasar a Pascal, la remuevo, los Pensamientos, aléjate de los cuentos de Hoffmann; Josefina da un salto sin saber dónde está y yo me echo a reír, porque el horizonte es bellísimo y no lo cambio por nada. Hay historias no aptas para periodistas; nos sientan mejor a nosotros. Te amo, Josefina, deslizo mis dedos por tu espalda marmórea a la luz de la luna, corren mis yemas por tu piel de universitaria. Te adoraré hasta que el velo de la noche cubra mis ojos y el vacío se apodere de mí. Ahora eres bellísima y no deseo que la noche muera, sin embargo las llamas del futuro se levantan altísimas para alumbrar nuestro sueño, es un fuego que devora las entrañas y no me deja dormir.
(Reflexión del magistrado antes de dictar el veredicto).
Aquellos que ven las cosas por encima afirman que para narrar El soldadito de plomo basta un hilo firme tejido por las fantasías de la mente, en tanto que si una obra merece ser considerada... cómo decirlo... superior... artística... revolucionaria... no encuentro el adjetivo exacto... el caso es que postulan que si una obra merece ser considerada, debe ofrecer virtudes necesariamente académicas, más complejas que una simple cadena. Tal consideración debiera ser examinada con el mayor detalle, con la mayor profundidad antes de dársele el crédito que estima merecer, pues si bien no está exenta de cierta dosis de verdad, especialmente en lo que se refiere al cuerpo de la obra, entendido este como la materia adherida a su esencia, así como el cartílago está pegado al hueso y el hueso contiene la médula, dicha característica por sí sola no valida su categoría.

1 comentario:

Carolina Del Pilar dijo...

Pienso,que al parecer,nunca ha escuchado esa frase para usted...Tal vez amigo, usted siga escribiendo y yo leyéndolo.
Me gusta esa ironía de los académicos,es chistosa,por decirlo menos.
El secreto de los secretos,en las palabras bien usadas por quién sea,siempre de los siempren hay secretos.
Me gustaron sus palabras.
Pd:nunca me gustaría ser amiga de un policía.