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lunes, abril 04, 2011

Mis compañeros de curso

No creo haber tenido amigos en mi segunda infancia. Por más que hago memoria no recuerdo a ninguno. He dicho en otras historias que hubo ciertos compañeros por los que sentí compasión, pero eso no es propiamente amistad. A uno de ellos lo llevaba a tomar once a Ibieta, advirtiéndole a la abueli que lo alimentara porque "este niño es pobre", frase que el aludido oía sin hacer el menor comentario. En realidad mi compañero pobre no hacía comentario sobre asunto alguno, dejaba que hablara yo solo y cuando había que tragarse el café con leche en la taza verde con estrías diagonales, se lo tragaba junto al pan con dulce de membrillo. Nos íbamos, llegábamos a la esquina de Bueras con Palominos y nos despedíamos hasta el otro día. Yo entraba a mi casa y él caminaba una cuadra, hacia la población Sewell. Eso era todo. Mi candidez era tan propia de mis siete u ocho años -y puede que haya sido aun más cándido que eso- que no sentía ninguna culpa de invitarlo a la casa de la abueli, no a la mía, algo que en Ibieta 732 se me hace ver hasta hoy. Pero en esos tiempos era la abueli quien llevaba la casa, y ella jamás puso reparo alguno en servirnos la once.
Ahora que escribo me doy cuenta de un detalle: nunca supe si realmente ese niño era pobre; yo fabriqué la imagen para desahogar un sentimiento guardado en mi corazón, en este caso la necesidad de sentir compasión. Lo aclaro porque todo lo que viene a continuación se basa en opiniones.
En primero preparatoria tenía un amigo al que admiraba. Era alto y bueno, de cursos superiores. Debí de inspirarle ternura porque en la Escuela 1, la escuela vieja, me buscaba para abrazarme, regalarme caramelos, jugar conmigo. Durante los recreos los niños hacíamos una larga fila y estirábamos nuestros jarros. El cocinero metía el cucharón dentro de una olla gigantesca y lo sacaba lleno de leche humeante. Mi amigo grande me ayudaba, para que la leche no se me cayera del jarro. Un día, al momento de retornar a las salas, yo de puro gusto salté y le di un beso. Algunos testigos de este hecho espontáneo me hicieron burla. No recuerdo nada más de esa breve amistad, pero si escribo sobre ella es porque el asunto me ha hecho reflexionar. Desde luego, existe alguna desconocida razón por la que la anécdota se me quedó grabada. No está en mi ánimo conjeturar de temas que desconozco, pero sí hacer una afirmación sobre algo que conozco muy bien y que viene a contradecir mi anterior juicio sobre la subjetividad de las opiniones: los niños distinguen perfectamente lo bueno de lo malo. La bondad del corazón de mi amigo no tenía dobleces y mi beso tampoco los tuvo. Mi beso fue una manifestación de auténtico cariño, que con los años debí ir reprimiendo, conforme a los dictados de la sociedad. Y así como distinguía a los buenos también distinguía a los malos. Ante las conductas de los niños es más o menos fácil hacer ese ejercicio; el problema está con los adultos. Hay adultos buenos-buenos, buenos-malos, malos-buenos y malos-malos, sin contar los más o menos.
De la Escuela 1, en su nuevo edificio y con mi nueva profesora, la señorita María Eugenia, tengo en la memoria al Herrera, al Aliaga, al guatón Berríos, al Ricarte Soto, al Fuenzalida, al Pierré, al Abud. Con uno que se llamaba Torres éramos compañeros de banco y leíamos las aventuras de Hipólito y Camilo. El Ricarte Soto era nieto del director. Entró al Segundo B igual que yo, pero a los 15 días desapareció. Después supimos que se había ido a Argentina con su papá, que era director de cine. El guatón Berríos tenía una habilidad extraordinaria para escribir composiciones. En eso siempre ganaba y se las hacían leer en los actos importantes de la escuela. Al escuchar las palabras que pronunciaba con tanta gracia desde el escenario pensaba en la pobreza de las mías, al tiempo que observaba que el buzo le quedaba chico y estrecho, y más encima se lo amarraba fuerte a la cintura. Cuánta profundidad y sentido de conjunto encerraba su prosa poética, qué cantidad de palabras bonitas se distribuían con acierto en la hoja. Nunca se me ocurrió pensar que se las pudieran haber escrito en la casa, aunque no creo, porque después se inclinó hacia el mundo de las letras y tengo entendido que finalmente se recibió de abogado. Era un auténtico genio del género de la composición y si ha de buscársele un parecido físico con alguien, para que se hagan una idea, el Berríos se parecía a Charles Laughton, pero de 9 años.
El Aliaga era el segundo mejor alumno del curso. No sé por qué, recuerdo algo burlesco en su semblante, como esas personas que aplastan a todo el mundo sin la menor sensibilidad. Se peinaba para atrás. Un completo cachetón. Nunca me cayó del todo bien. Debió ser empresario porque tenía la pasta, pero le perdí el rastro. El Herrera era el mejor de todos. Era hijo del doctor Herrera y por lo que sé, hoy es doctor. Nos hermanaba el mismo soplo al corazón, pero que yo recuerde, nunca hicimos un comentario del asunto. Me gustaba apegarme a él porque sus palabras me hacían entender muchas cosas. Era culto, inteligente, malo para la pelota y de una fealdad atractiva. Le sudaban las manos y siendo serio como lo era siempre, a toda hora, era un serio amable. El Fuenzalida también era hijo de doctor, del doctor Fuenzalida, pero la figura; es decir la metáfora, no era igual. Como su papá además jugaba de centrodelantero en el O'Higgins, él había salido excelente para la pelota. Tenía cara bonita y se peinaba a la moda, estilo cepillo, todo lo cual le daba un aire envidiable, que en un momento me hizo desarrollar una tirria hacia él, que desembocó en una pelea a la salida de la escuela. Perdí lejos.
El doctor Fuenzalida no debió ser muy bueno como médico, porque una vez atendió a mi papá y mi papá llegó a la casa contando que el doctor estaba angustiado porque creía que le habían hecho una brujería, de modo que mi papá terminó consolándolo, y eso que fue a pedir licencia por depresión.
Se me olvidaba el Abarca. Le gustaba usar las uñas largas y su caligrafía despertaba admiración. No hacía las letras bonitas porque se dedicara a eso; le salían bonitas naturalmente. Era delgado, no flaco, y se peinaba para el lado. Sin ser afeminado había algo extraño en él, una especie de serena delicadeza, en realidad una delicadeza impropia de lo que éramos a esa edad: una tropa de vándalos. En cuanto al Pierré, de partida ya era raro porque tenía apellido francés. Decían que su mamá era locutora de la radio Rancagua; a lo mejor, yo casi nunca escuchaba la radio Rancagua, mis preferidas eran la Corporación y la Minería, donde por las noches llegaban a actuar Los Cinco Latinos, Paul Anka, Dean Reed o los TNT como si nada, sin mencionar La Caravana del Buen Humor, con el Flaco Gálvez y Firulete. Yo los sintonizaba de muy lejos, con la luz apagada, y fue tanta la admiración que en mí despertaron Los Cinco Latinos que les escribí una carta a la radio. Traté de hacer la letra derechita pero se me fue para abajo. A las dos semanas me llegó la respuesta: una foto con dedicatoria escrita de puño y letra por los cinco, incluyendo a Estela Raval. A propósito, una vez un humorista de los famosos de entonces chocó, fue a dar al hospital de Rancagua y lo atendió el doctor Fuenzalida. Al otro día el Fuenzalida nos contó que el humorista andaba con las uñas de los pies pintadas y todos abrimos los ojos de par en par.
El Pierré era el más tímido del curso, y por eso se ganó el calificativo de guailón. Como en esos tiempos nadie sabía lo que era el bullying, cada uno debía soportar estoicamente las burlas de los otros cuando le correspondía el turno. Ya vendría el momento de la venganza. En el caso del Pierré, las burlas consistían en risotadas y chistes cuando lo llamaban a interrogación, porque se ponía a tiritar y no era raro que largara el llanto, cuyo efecto chistoso se multiplicaba en su figura alargada de nariz ganchuda y ojos finos con pestañas como de patas de araña y frente de luna llena. En momentos como esos la señorita María Eugenia se veía en la obligación de pararnos el carro:
-¡Ya comieron caca de mono! -gritaba y el curso volvía a guardar silencio, pero a medias.
Por ser el Abud el más despierto del curso agarró temprano el privilegio de ir al banco a pagarles las cuentas y cambiarles los cheques a la señorita María Eugenia. Otros que optaron a ese cargo nunca fueron elegidos. Yo respiraba aliviado cada vez que el Abud salía de la sala con los papeles en un sobre: si me hubiesen escogido a mí no habría hallado qué hacer. El Abud era alegre y bromista, sin ser pesado. Le relucían los cachetes y también le quedaba el buzo corto, lo que no constituía mérito alguno: en esos tiempos a todos nos quedaba el buzo corto, porque nos tenía que durar el año entero y hasta dos años.
Mis grandes amigos del colegio surgieron en humanidades. Al entrar a sexto preparatoria mi mamá me cambió de la Escuela 1 al Liceo de Hombres y el cambio me transformó por entero. Me puse aplicado, estudioso y ya en el primer trimestre obtuve el primer puesto, que no solté en todo el año, lo que me llenó de alegría porque impresionó a mi mamá. Desde luego, estudiar era un martirio, un trago amargo que sin embargo se recompensaba con creces cuando el señor Olavarría dictaba las notas en voz alta. Para sacarme un siete en las pruebas de historia leía la materia tres veces hasta que me la aprendía de memoria; de allí que mi fuerte siempre fuera historia. Pero como el calvario del estudio no bastaba, además me las ingeniaba para atrasar hasta el último minuto el momento de hundirme en el libro de Francisco Frías Valenzuela. Cuando llegaba la noche y la ansiedad ocupaba por entero mi pensamiento lo abría y empezaba a estudiar. El Vitorio, en la cama de al lado, dormía. Hay que ser un completo imbécil para tener ese sentido de la realidad, pero confieso que en esos años yo pensaba exactamente así. Los buenos tenían buenas notas, los flojos eran despreciables y el pololeo era una forma de malgastar el tiempo. Y si por casualidad yo también llegaba a caer en ese bajo pensamiento de carácter romántico averiguaba antes con el máximo detalle, pero tratando de no despertar sospechas, el promedio de la alumna.
Aun así, de miserable desconocido me puse popular. Al tiempo descubrí que el curso le tenía mala al mateo y que mi llegada lo había ensombrecido. El Plátano González no era mala persona. No se ufanaba de sus notas, parecía tener ese orgullo muy escondido. Tampoco era competitivo, pero ahora pienso que ocultaba ese rasgo. En todo caso, jamás me hizo daño alguno y hasta me invitó un domingo a su cumpleaños, al que falté con pesar, porque ese día jugaba Colo Colo con O'Higgins. Se peinaba para atrás con gomina y tenía linda letra, para el lado, una letra especial, entre nerviosa y ordenada, escribía la ge de una forma única, inimitable, no sé cómo la hacía. Al egresar entró a la universidad y estudió medicina. Y como si el curso hubiera querido sacarle pica al Plátano, ese año me eligió mejor compañero. De mejor compañero nunca tuve nada; es más, ese año ni siquiera hice amigos, absorto como estaba en la obsesión de las notas. Los amigos llegaron en primero humanidades, cuando me relajé. Bajé del primero al segundo puesto. Al año siguiente bajé al cuarto y sólo retomé el primero en sexto de Letras, cuando me volví a poner estudioso.
De estos nuevos tiempos fueron el Ogaz y el Juan Carlos González. El Ogaz usaba lentes poto de botella, tenía voz nasal, como de vieja, y se peinaba para el lado, con gomina. Lo que más envidiaba de mí no eran mis notas sino mi talento para el dibujo. Devoraba mis historietas. Su papá era carnicero, lo que no es poco decir, ya que en esos tiempos los carniceros ganaban mucha plata. Por eso el Ogaz siempre andaba con  los bolsillos llenos y una vez que el curso fue a Santiago a ver "La niña en la palomera", a la vuelta abrió la ventana del tren y lanzó tres o cuatro billetes a la vía, uno tras otro, enloquecido de placer. Como a los seis meses de nuestra amistad me fijé que había empezado a dibujar caricaturas, que le salían bastante bien, aunque todas las caras se parecían. Le pregunté cómo lo había logrado y me contó que estaba siguiendo un curso por correspondencia. Para mi cumpleaños los invité a los dos, pero justo en la mañana nos peleamos en un recreo y les retiré la invitación. En venganza me mostraron los libros que me tenían de regalo, Ivanhoe y Colmillo Blanco, de gruesas tapas amarillas, y delante mío los regalaron a la biblioteca, con dedicatoria. Yo hervía de rabia. Del Juan Carlos me hice amigo porque me gustaba su hermana y tenía casa en la playa. Su papá era fabricante de baldosas y un día el Juan Carlos me enseñó a hacer baldosas; era fácil. Viajábamos a la playa en la parte de atrás de la camioneta del papá, con el Miguel Alea, pero con el tiempo descubrí que tenía costumbres que no compartía y me alejé de él.
En segundo humanidades estaba descansando en el gimnasio, al terminar la clase de educación física, cuando me fijé en el Tonyi y pensé: "Voy a ser amigo de ese". Me acerqué y nos hicimos amigos.
El Tonyi me enseñó la parte oscura de la vida, o sea, la realidad. Me enseñó a aspirar el cigarrillo, los rincones donde esconder las cajetillas en la casa, los lugares donde vendían cigarrillos importados, el salón de pool del Lucerna y cómo debía abordarse a una mujer. Era el más chico del curso y sumamente tímido, pero al conocerlo se revelaba en él un carácter maduro. No era mal alumno, pero las pruebas y sobre todo las interrogaciones orales lo bloqueaban y para los exámenes llegaba con un valium en el cuerpo. Su papá era el comisario de Investigaciones de Rancagua y un día lo subió y lo bajó porque entró a su oficina justo cuando entre dos detectives le estaban dando la fleta a un preso. Con él nos hermanaba el mismo calvario de tener papás buenos para el trago y gran parte de nuestras conversaciones versaban sobre eso. El Tonyi además me introdujo a su círculo de amigos, que se incorporaron a mi repertorio. No eran mateos, pero me ganaban lejos en experiencia vital. El Tatán Berríos ya se había desarrollado, de modo que lo admirábamos. Vivía en Freire, en una casa grande y oscura, sin calor de hogar. Trataba a su mamá a la patada y el combo delante de nosotros y se ufanaba de conquistar minas parándose en la puerta e invitándolas a entrar. Como su mamá vendía boletos en el cine San Martín, siempre estaba solo. Se sabía todas las películas, coleccionaba afiches y dominaba los repartos. A veces nos invitaba, no tantas como hubiésemos querido, y entrábamos gratis. En ese cine daban especialmente películas francesas de la nueva ola, que no se entendían. A la proyectora le faltaba más luz y por eso cuando abandonaba la sala lo hacía con una sensación de pena que no se me pasaba durante un buen rato. El Tatán nos aclaraba que esas películas eran "para pensar". No estudiaba nunca y al final quedó repitiendo. Años después, cuando él ya trabajaba en la mina El Teniente, ganando un sueldo muy superior al mío, nos encontramos en los billares. Me contó que acababa de ser papá. Lo felicité y le pregunté qué había sido la guagua. "Mujer, carne pal pico", me contestó, resignado, y seguimos jugando.
Me decían Mono o Pelao. El Tonyi con cariño, el Tatán con un aire irreverente y el Honeyman con cierto desprecio. De los tres, el Honeyman era lejos el más pesado. Fumaba Liberty o Capstan, andaba siempre con un abrigo pata de gallo, lucía su pelo rubio engominado como si fuera actor de cine y jugaba muy bien al básquetbol, pero no tanto como el Montes de Oca o mi primo el Lucho, las estrellas del Liceo. Pensaría que todo eso le daba derechos, mas jamás consiguió liderar el grupo. Allí el líder natural era el Tonyi, que fumaba Lucky. Un día fumábamos los cuatro en un escaño de la Plaza de los Héroes cuando vimos de lejos que el rector atravesaba la calle. Los tres apagaron sus cigarros y los aplastaron, pero yo apliqué la razón y me lo guardé encendido en el bolsillo, porque la posibilidad de que el rector nos dirigiera siquiera la vista era remotísma; pues no sólo nos miró sino que se acercó a conversar con nosotros. De repente me dijo: "Mardones, le está saliendo humo del bolsillo" y me vi forzado a reconocer la falta.
Si me decían Pelao o Mono era porque en estos tiempos acostumbraba cortarme el pelo estilo regular corto cada 15 días. Mi mamá decía que si el pelo empezaba a tapar la oreja había que aplicar tijera y como la peluquera era mi tía yo me pasaba bajo la máquina todo el tiempo, reconozco que voluntariamente, porque mi mamá me había convencido de su juicio y porque a nadie que tuviera el pelo largo le iba bien en el colegio. Lo peor eran los mordiscones y los pelos sueltos que quedaban todo el día en la espalda y a veces días enteros, porque en esos tiempos la costumbre era un baño de tina a la semana.
El Honeyman era tan cagado que para unas vacaciones fuimos al refugio que tenía el Liceo cerca de las Termas de Cauquenes, en Sauzalito, camino a Sewell, y el Honeyman se lució con un numerito que hasta hoy se recuerda. Éramos como cincuenta alumnos tomando once en una mesa larga, una mesa parecida a la de los apóstoles, pero con niños a ambos lados. Tomábamos el jarro de café con pan pelado que nos daban a esa hora cuando de pronto notamos que el Honeyman había escondido las manos debajo de la mesa: ¡El infeliz untaba para callado su pan de un tarro de manjar que tenía entre las piernas! En cambio, el Tani Suárez nos repartía las sardinas que su papá le mandaba del almacén. En todo caso, yo tampoco me destacaba como modelo de generosidad. Una vez el Tatán me pidió un cigarro y le dije que no podía convidarle porque sólo me quedaban 17 en la cajetilla.
El Loro Espinoza quería congraciarse con todos porque era fome. Los fomes viven exponiéndose; si guardaran silencio nadie les diría nada y la vida iría mucho mejor para ellos. Un día iba pasando por la calle el hijo de Germinal Hernández y el Loro Espinoza nos advirtió: "Le voy a hacer una broma". Con qué irá a salir, pensamos con vergüenza ajena anticipada. Le gritó ¡Germinalito! y cuando el niño se paró a escucharlo le dijo: ¡Flaco! Era muy fome, pero además, pésimo para la gimnasia, en un tiempo en que los héroes del curso eran los buenos para la gimnasia y los peludos. El Loro tampoco era peludo, el verdaderamente peludo era el Bencho Silva, le decían Manta de Castilla y subía la cuerda como un mono; en cambio el Loro apenas llegaba al nudo. Yo también era malo para subir la cuerda, pero era bueno para la pelota, las carreras y los saltos, aunque el caballete me daba un poco de susto. Eso sí que el Loro era súper esforzado, vivía intentando hacer la vela, la posición invertida y la vuelta de carnero, pero no le salía. Andando el tiempo pregunté por él y me contaron que se había recibido de profesor de educación física. Al Loro se le murió el papá y todos fuimos al velorio; se notaba en sus ojos que estaba agradecido. Tenía buenos sentimientos, pero cuando le daba por hacerse el gracioso la embarraba medio a medio. Ahí se ponía pesado y fome.
A medida que fui creciendo me fui poniendo espiritual. En una decisión de la que hasta el día de hoy me lamento, por lo injusta que fue para ellos, renegué del Tonyi y su grupo y me alisté en otro tipo de sociedad. Entré a la Juventud Estudiantil Católica, la Jec, y viré hacia el lado de los buenos. Cada vez que me hacía la paja corría a confesarme. En las reuniones de corazón abierto debatíamos sobre nuestra obligación, como cristianos, de ser faros que alumbraran al mundo. Otros grandes temas eran la amistad, los padres, la responsabilidad y los dilemas de Jesús. Allí me hice amigo del Carolo y paralelamente, del Rucio Medina, a quienes recibía casi a diario en mi casa. El Rucio vivía en el internado del Seminario Cristo Rey porque venía del campo y su única posibilidad de estudiar en el liceo era esa. Tal vez por lo mismo odiaba todo lo que oliera a cura. Utilizó los mecanismos que la Iglesia le dio para labrar su propio destino. Era dueño de una inteligencia y una tenacidad notables, que contrastaban con la tristeza que emanaba de sus ojos y sobre todo con la idealización casi patológica de las liceanas que le gustaban. Las mujeres eran para él o vírgenes o putas. Cuando sufría un desengaño; o sea, cuando ponía los pies en la tierra, caía en un estado del cual le tomaba semanas reponerse. Mas en lo que correspondía a sus deberes de estudiante, como tenía su camino absolutamente claro, nada ni nadie lo sacaba de sus afanes. Hoy es un acaudalado ingeniero y cumplió religiosamente con lo que en esos atardeceres de pobreza y desesperanza me prometió que iba a poseer: una casa con piscina, cancha de tenis y sala de billar. Del Carolo, en cambio, se me perdió la pista. Tanto o más pobre que el Rucio en su tiempo, estudió actuación, se recibió y se dedicó al teatro infantil. Vivía en un conventillo con su abuelita. El piso de la habitación era de tierra y la luz se colaba por un ventanuco cerca del techo. Sus demás hermanos y sus papás vivían en un edificio en la población Rancagua Norte. Un día murió uno de sus hermanitos y lo acompañé en el velorio. El niño estaba jugando a las bolitas a los pies del edificio y otro hermanito lanzó desde arriba un cenicero de metal que le cayó en la cabeza y lo mató. Esa vez noté que el Carolo estaba resignado. Siempre le sudaban las manos, igual que al Herrera, y cantaba en un cuarteto que imitaba al Clan 91, para lo cual el grupo se mandó a hacer camisas op art. Me decía Huguito y durante un año fue mi jefe en el grupo de la Jec. Yo lo encontraba tan criterioso al momento de tomar decisiones que no podía comprender que se sacara malas notas. Lo que más me gustaba de él era su desapego ante las cosas materiales. Yo, por ejemplo, si no tenía plata para comprar una cajetilla me desesperaba, pero él se podía pasar la tarde entera sin fumar, aunque bastaba que alguien le ofreciera un cigarrillo para que aceptara. El año que veraneamos en el campamento de la Jec él trabajó un mes en una panadería para andar con algo de dinero. Todos los días, al regresar desde la playa de Las Vegas de Pupuya al campamento, a la hora de almuerzo, pasábamos por una ramada y compraba dos cervezas, una para mí y otra para él. Después nos íbamos cantando, ligeramente achispados; él haciendo la primera voz y yo la tercera.
Creo que con el Rucio y el Carolo repetí inconscientemente mi candorosa conducta de la segunda infancia. Para mí, la pobreza constituía un valor a seguir y como nunca fui humilde, ni espiritual ni materialmente, soñaba con rozar ese estado de gracia aunque fuese a través de otros. Los verdaderos pobres, sin embargo, sólo ansiaban, ansían y ansiarán salir cuanto antes de su estado.
Y si de remontarme a las comparaciones con la segunda infancia se trata, la figura del Marco Puga vendría a completar el cuadro.
El Marco Puga fue otra de tantas versiones de ese compañero más grande del que hablé al principio, una especie de figura de padre que hasta hoy necesito, pero que ya no encuentro en nadie, porque, que se sepa, los abuelos no andan buscando padres. El Marco era grande y obeso, parecía Nerón o algo así, le faltaba la pura toga y los laureles para ser un emperador romano. Me atraía su sarcasmo, acompañado siempre de una sonrisa mefistofélica, porque delataba su diferencia con el resto. Mientras la masa de pequeños burgueses gastaba el tiempo pololeando o fumando a escondidas, mejor dicho pendejos burgueses, él leía filosofía, o se hacía el que leía. En el fondo, creo que se burlaba de todo el mundo, partiendo por mí. Una tarde en la Jec, haciendo gala de sus dotes actorales, emitió un quejido, se desplomó y luego de un minuto, ya recuperado, me tomó de los hombros y dijo, o más bien declamó: "¡Oh, amigo!, acabo de ver tu tumba. Es una cruz sobre la hierba con tu nombre. Allí reposarás antes de que termine el año 69". Me lo dijo un invierno de 1968. El infeliz me tuvo con depresión como tres meses y juro que la noche de año nuevo que dio paso al año 70 pensé, al dar los abrazos: ¡Me salvé!
Sin embargo, le reconozco sus méritos y pensándolo bien, sus palabras fueron las de un profeta que se adelantó a su tiempo. Por lo demás, me enseñó a Poe y me prestó el libro "Mil años de amor",  que hasta hoy conservo. Además, el segundo cuento que escribí en mi vida nació tras una competencia entre los dos. Había que imaginar una historia sobre Dios. A mí me ocupó casi todo el día y el resultado fueron dos páginas a máquina de las que no recuerdo nada; él se debió tomar menos tiempo, porque llegó con una decepcionante reflexión de dos párrafos que carecía de argumento.
Y así he llegado al final de este monólogo. La historia de mis compañeros de curso, que no es otra cosa que la historia de una parte de mi vida, se cierra un luminoso día de diciembre de 1969, cuando los tres sextos de humanidades abandonamos el liceo rumbo a la plaza, el último día de clases. La gente que transitaba por el centro nos vio tomarnos la calle y aplaudió con entusiasmo al escucharnos cantar "Adelante, juventud". Por el camino se nos fue cerrando la garganta y al llegar a la ansiada plaza, meta provinciana, fumamos a vista y paciencia de todo el mundo, por fin libres; hicimos planes para el día siguiente y no habiendo otro motivo por el cual permanecer allí, nos fuimos cada uno a su casa.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Veremos como sigue

Fortunata dijo...

A lo largo de nuestra vida aparecen personajes que nos acompañan e influyen durante un tiempo luego los caminos se bifurcan y desaparecen en sus propios vericuetos. ¿Cuantos de ellos permanecen todavía cercanos?
Un abrazo D.

mentecato dijo...

Qué cantera inagotable es el tiempo escolar. Cuántos personajes. Un escrito en el que uno se ve reflejado.

¡Bravo!

Un abrazo, doc.

mentecato dijo...

He regresado y algo sorprendido. En mi última entrega, "Ivonne", creí sentir la mano de Vicious y como si, en alguna medida, lo hubiésemos escrito en tándem.

Un nuevo abrazo, doc.