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viernes, mayo 13, 2011

Copenhague

El telescopio y las sondas espaciales ya han dado buenas pruebas de que pueden robarle sus secretos al mundo desconocido. Desde la inmensidad del espacio se les ofrece a sus lentes una difusa esfera ensuciada por un sinfín de partículas cósmicas. Al aguzarse la observación surgen las nubes y los ciclones, las montañas, las torres y las amplias avenidas. Van apareciendo entonces los detalles, inesperados maceteros en ventanas melancólicas, mujeres con otras vestimentas, el piso plagado de desechos. Finalmente los instrumentos logran penetrar en la vida subterránea: las cloacas fluyen hacia el río que lleva sus aguas asquerosas a la mar. Los científicos tienen el deber de entregar la información, pero usualmente se la callan y la archivan en depósitos sellados. Del nuevo mundo se exhibe a la comunidad un prospecto idealizado de esperanza.
Bajé a la calle. Estaba en Copenhague, la nubosa Copenhague, plagada de graves reminiscencias. Ante mis ojos se abrió una plataforma de cemento y de silencio y deseé no haber estado solo. Me invadió una intensa angustia, esa que viene de pronto ante el vacío en un viaje de turismo. No conocía a nadie, salvo a mi admirada lectora, pero ella se hallaba tan lejos. Baudelaire no me sirvió de nada. Fue así que me las di de hombre y enfrenté el malestar con un paseo.
Se me figuró que la vida entera era un incesante ciclo de olas que rompen y se recogen, lo digo porque recordé, por experiencias anteriores, que este momento de melancolía inevitablemente habría de dar paso al otro. Nada es para siempre, ni siquiera el desaliento, al que tanto tememos, al punto de creerlo infinito.
Las sensaciones eternas sólo duran instantes.
Hubo quienes nacieron héroes; para ellos no existió el reposo. Lucharon por su pueblo y no tuvieron tiempo de pensar en sí mismos. Esa misión, la de pensar en sí mismos, la de hablar por ellos, se me asignó a mí, mas las críticas hacia mi trabajo arrecian. Los que entienden de estas cosas argumentan que me concentro demasiado en mí mismo, que no aludo a los demás y que hay otras formas de enfrentar los desafíos que impone el arte. Lo sé, no dejan de tener razón en eso, y sin embargo no me arrepiento de enfrentar al monstruo con mis armas. Alguien saldrá beneficiado de mis observaciones, tarde o temprano.
Los santos se entregan, los asesinos matan, los reos hacen volar su imaginación en las cuatro paredes de su celda y los pastores fijan la mirada en las ovejas. Cada cual hace lo suyo, lo que les viene mejor, lo que les nace del misterio del espíritu. No se trata de comparar santos con asesinos, sino de contarles lo que sucedió a continuación, en un abandonado galpón de Copenhague, y luego...
El frío me llevó hacia allá; las nubes, más y más bajas, presagiaban nieve. La edificación había servido para el almacenaje de la carga de las naves y, sospecho, se hallaba en tierra de nadie, a la espera de la remodelación que anunciaba un lienzo colgado en su frontis. No entendí nada lo que éste proclamaba, pero por las imágenes de gente joven leyendo, comiendo y bebiendo, me figuré que el espacio pasaría a ser una biblioteca o un centro gastronómico. Desde adentro, un ser humano sentado en el piso me gritó. No lo había visto, debido a la diferencia entre la escasa luz exterior y la casi completa oscuridad del recinto. Le contesté: "No entiendo su idioma" y corrió a abrazarme. Era chileno. Se llamaba Ismael Baeza y había llegado a Dinamarca huyendo de Pinochet. Ya tendría sus buenos sesenta años, muy mal conservados, se le notaban en las manos partidas y en las arrugas que le atravesaban el rostro en todas direcciones. Su hálito alcohólico delató su forma de vida. No hubiese querido encontrarme con un compatriota, con este tipo de compatriota y creo que con ningún tipo de compatriota. Inevitablemente hay que hacer las veces de altavoz y relatar hechos que no tienen la más mínima importancia para la víctima, cuyo papel desempeñaba yo en esas circunstancias. Sin embargo, le resumí los últimos logros de la selección, las protestas de moda, los escándalos locales y los avances urbanísticos de Santiago y Valparaíso, que era la ciudad que le interesaba, ya que de Quilpué no pude decirle gran cosa.
Estiró el brazo, alcanzó una botella de vodka y me instó a beber. Le di un sorbo, por complacerlo. Admito que la situación me estaba sacando del recogimiento y ya podía vislumbrar la rompiente. Aun así sentí el impulso de ser sensible; esto es, de ponerme en el lugar suyo, de escucharlo y de animarlo a vivir. Baeza se reía de mis palabras, luego descubrí que reía de gozo al rescatar desde el fondo de su cerebro chilenismos que creía olvidados.
Abrió un paquete grasoso y me ofreció arenques; el revuelo del vodka dentro de mi boca le dio un sabor delicioso a los pescados. Comí con ganas. Entonces una voz filuda me estremeció. No contaba con que hubiera alguien más, pero sí lo había. Más bien, la había. Era una chica danesa de unos 24 años, naturalmente rubia. Vestía parka, minifalda y botas y hablaba con ese tono cortante que más se parece al mago haciendo el número de los cuchillos alrededor de una figura humana que a un idioma europeo. Baeza la increpó en danés y de pronto se armó un jaleo descomunal, del que me desligué, corriendo a la salida. Pero afuera ya nevaba intensamente y me vi obligado a mirar la escena desde el portón, no sabiendo en definitiva si irme o volver. Baeza se había bajado los pantalones y la había agarrado, es el verbo correcto, de la cintura. La chica lo rasguñaba hasta que él la sentó en su miembro. De pronto ambos se anudaron y rodaron por el piso, volcando la botella y aplastando unos frascos de remedios, pensé en mi ingenuidad. Tal vez en el fragor de esa sucia pasión él le dijo algo al oído, porque de pronto la rubia me habló en español, con un timbre que reveló su estado mental y emocional. "¡Veing chileno! ¡Veing chileno!", me llamaba, perdiendo abruptamente el interés por su compañero, quien ahora parecía dormir o descansar, tumbado en el piso de cemento. La saludé, crucé la calle y me guarecí en un paradero de tranvía. Subí al primero que pasó y me bajé a unas dos cuadras del hotel. Llegué a duras penas, con los zapatos cubiertos de nieve; los botones corrieron a atenderme. Uno de ellos me llevó al bar y ordenó un vodka. Me lo tomé de un trago, sentado ante la chimenea, sumido en la sensación agradable que despierta un recuerdo desagradable que lo ha hecho a uno revivir. El fuego acariciaba pensamientos constructivos, edificantes, pero al mismo tiempo me anunciaba una nueva ola de recogimiento, como si profetizara que el placer merece un castigo. En el sofá de al lado, dos militares discutían acaloradamente en torno a una botella de whisky. Cada vez que examinaban unos planos surgían palabras de discordia, mas al fin conjeturé que mi impresión se debía al sonido de los vocablos. Tal vez sólo estuviesen dándole la última mirada a unos cuartos de regimiento, no había cómo saberlo. Una mujer que tenía carta libre para operar en este ambiente se me acercó. Al instante el barman le habló desde la barra y ella le pidió algo. Bien pronto tuvimos con nosotros una botella de champaña dentro de una hielera. Le serví y se tomó la copa echándoles el ojo a los militares. Masculló algo escabroso; éstos le concedieron apenas dos segundos y siguieron conversando. Ofendida, les dio la espalda y me apretó el muslo; sentí sus uñas y experimenté una ligera erección. Frotando el pulgar con el índice le pregunté por el valor de su servicio. Sacó un fajo de billetes y los contó delante de mí. Los militares volvieron la vista, hicieron un comentario y prosiguieron su apasionada charla.
Era demasiado dinero. Incliné mi rostro hacia la derecha, como lamentando no tanto lo caro que cobraba sino mi imposibilidad de cubrir aquella cifra. Entonces la bajó bruscamente y subimos a la habitación.
Luego de sucedido todo recordé la escena del galpón y me pareció increíblemente parecida a la que acabábamos de montar. Discurrí un par de estupideces y ella me confesó entonces en un pésimo español que durante las mañanas oficiaba de maestra de lenguas en un colegio para adolescentes. Me recitó de memoria varios versos de poetas latinos y una estrofa de "El poeta y la muerte", de Nicanor Parra.
Ella declamaba, yo repetía:
-Anti morrir tení
-Antes de morir tení
-Qui cham nai güen cach
-Quechame una güena cacha
-Lai puertak abrió dei golp
-La puerta se abrió de golpe
-Yak pas viej cuifuf
-Ya, pasa, vieja cufufa
-Ella k seim pelot
-Ella que se empelota
-Eil viej k selo enchuf
-Y el viejo que se lo enchufa
Le pregunté cómo interpretaba esos versos y me dijo que, por lo que había estudiado en la universidad, se trataba de una historia en que la muerte acosa a un poeta, acudiendo personalmente a su domicilio con el fin de seducirlo. Añadió que primero el poeta se rehúsa y a continuación cede a sus deseos y terminan haciendo el amor.
Me reí a gritos. No había entendido nada. Ella se sintió humillada y me insultó en danés, empequeñeciéndome. Me hizo saber con su lenguaje indescifrable que quien se encontraba en tierra extraña era yo. Es más, dejó claramente establecido que es arriesgado reírse de los daneses en su propio país. Marcó un número en su celular y no pasaron dos minutos antes de que golpearan la puerta. Tal como estaba vestida, con las medias rotas y los calzones sucios, sin sostenes y la falda tirada sobre la cama, así mismo se levantó y abrió. Yo había logrado entrar el baño y desde allí, por la ranura de la puerta, vi a dos agentes de la policía. Los invitó a pasar, pero no entraron. Le hicieron un par de preguntas, anotaron algo y se fueron. Ella los siguió por el pasillo, pero luego se devolvió, cerró la puerta y me llamó. Al momento de pagarle me exigió un monto bastante mayor que el acordado previamente. Contó el dinero sin ganas, se metió a la ducha y se vistió con prendas nuevas que sacó de la cartera. Las usadas las dejó en el tacho de la basura ubicado al costado de la cómoda. Se veía hermosa, con sus labios rojos brillantes. Me miró con dulzura, nos recostamos sobre el lecho, nos besamos y entrelazamos las piernas, sin parar de acariciarnos el cabello. Por primera vez llegó a mis narices la fragancia de su sexo. Luego se levantó y me deseó suerte. "Hasta la vista, chileno", dijo, como si deseara quedarse para siempre conmigo; así lo interpreté, porque al despedirme la apreté con una fuerza algo desmedida, lo que la hizo separarse de mi cuerpo y reír con ganas. Ahora le había tocado el turno a ella pues, con sus palabras filosas, parecía decirme: ¡Quien no entiende nada eres tú, hipócrita!
A la mañana siguiente ingresé al salón donde se ofrecía el seminario sobre turismo ecológico en Groenlandia. Había representantes gubernamentales y de agencias de viaje de toda Europa, Estados Unidos y Japón. Cuando entré exponía una señora del gobierno; usaba lentes y pelo corto, teñido de color cobrizo. Pedí audífonos, pero al momento de entregármelos, el caballero que atendía en la mesa me preguntó mi nombre y revisó una lista, no hallándome. Vino entonces un confuso diálogo en inglés sobre mi inscripción, mi país de residencia, el número de mi tarjeta de crédito. Antes de que el asunto se tornara delicado abandoné la sala, pero el caballero salió a buscarme. Insistía en querer solucionar mi problema. Vestía chaqueta verde y corbata anaranjada. Era extremadamente flaco; le sobresalía la nuez y me pareció que sus patillas excedían el tamaño convencional. Aun así no desentonaba del resto, y con esa sola impresión creo que he dado a entender el tipo de concurrencia que repletaba el salón.
La nieve cubría las angostas calles, los edificios lucían impecables, como recién hechos hace quinientos años, si cabe la figura. Venía hacia mí una multitud con el rostro enrojecido por la rabia. Vociferaban dos o tres conceptos claves; lo intuí porque el sonido era el mismo y se repetía como un mantra. Las construcciones servían de eco y ampliaban el griterío a un nivel fantasmal. Más que nunca pude percibir el silencio que reina en Copenhague; sólo era cosa de desatender la manifestación para darse cuenta: casi se podía oir a las olas lamiendo la roca de La Sirenita. Pasaron marchando, me invitaron a unirme a ellos y pronto se perdieron por una callejuela que llevaba al ayuntamiento.
A las dos de la tarde fui a buscar a mi esposa al aeropuerto. La cubrí de besos, pero venía muy cansada; el viaje agotador le había afectado las piernas y los riñones. En el hotel orinó sangre. Cuando dieron las seis le pedí al taxista que nos llevara a la sala de conciertos, a la función de las 6.30. Dirigía Esa-Pekka Salonen. A la salida caminamos del brazo hasta el hotel, a pesar de la nieve que aún cubría las calles. El cielo estaba despejado y se veía un recorte de luna. Cuando pasamos frente al galpón le conté que allí vivía un chileno y se sorprendió gratamente.
En el bar vi a la mujer. Me hice el desentendido; ella rió amargamente. Mi esposa pidió un jugo de naranja y yo un Martini seco; la mujer ordenó una copa de vino blanco y le dijo al barman, primero en pésimo español y luego en danés, que la cargara a mi cuenta. Pagué sin chistar y al momento de subir a la habitación escuchamos a nuestra espalda un grito como cuchillo de hielo:
-¡Qui cham nai güen cach!
"Está ebria", comentó mi mujer. "En todos los bares del mundo es igual", le hice ver. "Qué idioma más ácido", dijo ella.
En la pieza encendí la TV; mi esposa protestó. No es que deseara sexo, sino que odia ver TV en el dormitorio, siempre ha sido lo mismo.
Seis días después regresamos a Santiago.
Durante el vuelo aproveché de llevar la conversación hacia uno de mis tópicos favoritos, con la facilidad que da el tener al interlocutor prácticamente cautivo en el asiento de la ventana. Ella leía una revista y me respondía con monosílabos, pero de pronto la abandonó de entre las manos, hizo una pausa y admitió estar sintiendo una pequeña debilidad, repito sus palabras, por un compañero de oficina, nada importante. Se me heló la sangre y mi corazón se paralizó por un instante, pero al siguiente se lanzó furiosamente a recuperar el terreno perdido. Por fuera, la presioné con estilo, de modo que no se notara mi ansiedad. Terminó confesándome que precisamente mientras yo paseaba en Copenhague, usó el verbo con resentimiento, se había dejado acariciar. La apreté más; dijo que ese día fue a la oficina con ropa sexy, no sabía por qué lo había hecho, pero a partir de ese punto de la historia, que para mí era verdaderamente el punto de partida, no pude sacarle más detalles, aunque juro que lo intenté. El resto del vuelo casi no hablamos, estaba demasiado ocupado construyendo rompecabezas. Al aterrizar me tomó la mano y me besó en la mejilla. Del compartimiento superior bajamos los regalos de los niños, que nos estaban esperando junto a sus abuelos. Cuando nos vieron agitaron sus manitas, como locos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Esperaré a los detalles.

Un beso

mentecato dijo...

De casualidad, ayer veía fotos de Copenhague. Jamás conoceré tal ciudad, pero siempre soñaré que allí debía encontrar a la adolescente que amé y que me susurró, antes de partir el tren: "Algún día te esperaré en una hermosa ciudad de nombre Copenhague".