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jueves, junio 02, 2011

La muerte del bombero

En el centro el comentario obligado era la muerte del bombero. Todos hablaban de ello; muy pocos lo vieron morir. Un muchacho joven participaba en una maniobra nocturna en el Liceo de Niñas cuando perdió el equilibrio y cayó al vacío. Las mujeres lo describían con piedad no exenta de detalles escabrosos. Mi madre las escuchaba, agregaba su comentario y yo miraba desde abajo. Ciertas voces lo identificaban por su pelo rojizo, pero otras decían que era rubio y otras, negro azabache.
El voluntario atravesaba un puente hecho con una escalera. Ante sus ojos tenía la Catedral con sus dos torres. Detrás, la cornisa del liceo. Abajo, la multitud expectante y los focos que le daban un aire cinematográfico a la escena.
El muchacho no estaba hecho para ser bombero. Sus manos no se apretaban como garras a lo que fuera. Sus sentidos solían extraviarse hacia cualquier cosa que llamara la atención. Su corazón palpitaba demasiado velozmente ante el vértigo de la altura. Su sed de futuro era incapaz de calcular el valor del presente.
Perdió el equilibrio y se vino abajo y lo recibió el pavimento de la calle, pobrecito, decían las mujeres y luego venía el tema del funeral, también de noche, y yo me imaginaba a todos los bomberos vestidos de rojo entrando al camposanto alumbrados con antorchas, mientras el carrobomba ululaba en la calle, como hace el perro cuando echa de menos a su amo.
Por esos días, junio de 1957, en todo Rancagua se respiraba incertidumbre. La muerte había calado hondo entre las vecinas y los hombres perdían la seguridad en sí mismos. Aún quedaban rastros de sangre en la Plaza de los Héroes, epicentro de la tragedia, que las máquinas no habían podido borrar. Muchos escogían vías alternativas en sus viajes al centro, aunque los más torcían su destino con el expreso propósito de acercarse a una historia de la que no pudieron ser testigos. El mártir era una mancha que ofrecía su enseñanza desde el suelo, puesto que no había sabido hacerlo desde las alturas.

2 comentarios:

mentecato dijo...

La muerte y la vida siempre rondaron en torno mío: la muerte de los amados abuelos; los muertos que, en el invierno, navegaban por el río hacia el mar; la niña que encontré a orillas del mar y que en su rostro el infinito era el último crepúsculo; mi tío David que me cogía de la mano para irnos a beber la primera chicha de manzana del año que exprimían las señoritas Avendaño; el compañero de curso que le decíamos "Gallinazo" y que imitaba a las torcazas y a los buhos; la señora Aída que nos regalaba cestas de duraznos, y después en mi adolescencia la aventura de trabajar en "Funerales Villagra".

De la vida no hablo porque aún está viviéndome.

Por el libro de recuerdos rancagüinos ¡salud!

Un abrazo, doc.

La Lechucita dijo...

Un recuerdo impactante sin duda. Bonita manera de contarlo.

Un abrazo