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lunes, junio 13, 2011

Esos niños no nos podían ganar

Días atrás leí la historia de una tenista alemana que rompió en llanto cuando advirtió que se le iba un partido de entre las manos. Tras perder, se derrumbó y fue sacada en camilla de la cancha de Roland Garros. Hace muchos años a mí me pasó algo parecido, y debo confesar que se trató de una sensación inolvidable.
Vistas las cosas con una ligereza no exenta de objetividad, el partido lo teníamos ganado de antemano. Nosotros nos conocíamos y nuestros rivales se venían conociendo. El terreno era menos neutral para nosotros que para ellos. De hecho era "nuestra canchita" en las proximidades del refugio del liceo, que usábamos todas las tardes de campamento. Ellos habían acampado en el bosque la noche anterior y cuando llegamos a ocuparla nos encontramos con su presencia. Como oficialmente no era de nadie, el inspector ideó un partido entre ambos equipos y así fue como salimos a la cancha.
Con el correr de los minutos nuestras expectativas se hicieron realidad. Eran bastante malos y, además, dos o tres de ellos evidenciaban problemas de motricidad que resultaron patológicos. Quizás eso hizo que nos contuviéramos, que sacáramos el pie del acelerador, como se dice en el fútbol, y mantuviésemos una discreta ventaja de dos goles. Era más que suficiente, considerando que nuestro rival disponía de una barra femenina ubicada al pie de los álamos, ubicada a una altura de unos dos metros de la cancha y a la que no resultaba caballeroso humillar. La cancha era un trecho de tierra robado al bosque y sus dimensiones, las de un campito de baby fútbol. Los arcos habían salido de los troncos de los álamos. Ese era todo el paisaje en el que dos grupos de niños que rondaban los once años se enfrentaban entre ellos.
Las niñas no saben nada de fútbol, pero sus gritos encienden los corazones. Era emocionante hacer jugadas y dárselas de héroe en su presencia, aunque uno intuyera que estaban más preocupadas del bochinche que armaban ellas mismas que del partido. Después de todo era su forma de jugar.
De pronto, el más enfermizo de nuestros rivales hizo un gol que fue celebrado como una hazaña por el bosque, ya cubierto de sombra. No era algo como para preocuparse; sin embargo, daba rabia que hubiesen sido capaces de convertir. Vino el empate y vino el tercer gol, con que dieron vuelta el encuentro. Arriba, la algarabía era irracional y hoy, para rebajar la intensidad de la sensación, me trato de convencer de que las niñas no comprendían el score.
Sin que nadie me hubiese puesto la jineta me las di de capitán y comencé a increpar a mis compañeros, que cometían error tras error, al igual que yo, influenciados por los nervios. Los minutos corrían y se acercaba el final del partido, que seguíamos perdiendo, inexplicablemente. En mi interior nació una torpe desesperación que hoy sé muy bien de dónde vino: del desprecio hacia la raza inferior, de la rabia de constatar que fuesen capaces de competir y aun de osar ganarles a los poderosos, encima con una alegría, una ingenuidad y una pureza de sentimientos que sacaban de quicio. A esa altura estaba fuera de mí y recuerdo que me perdí goles increíbles, sobre todo uno frente al arco sin arquero y con la pelota en los pies. Sólo me quedaba llorar y rompí en llanto, como la tenista. Lloré largos minutos, corriendo como un loco detrás de la pelota. La angustia nos estaba haciendo naufragar. Lloré a moco tendido con el llanto más trágico que se puede dar en un hombre de diez años: el llanto incontrolable delante de un grupo de niñas de su edad.
El partido terminó y regresamos al refugio. Nadie me consoló y creo, si mal no recuerdo, que el inspector me llamó la atención en el camino de bajada, merecidamente, por mi falta de espíritu deportivo.
Cuando más tarde me lavaba los pies en el lavamanos vi que por la puerta se asomaban dos compañeros a mirarme, risueños. Luego fueron tres, cinco. Nadie decía nada, pero les costaba contener la risa. Eran mayores que yo y descubrí que no habían venido a ver al derrotado, sino mi pene minúsculo, pene de angelito, que había quedado al descubierto con mi maniobra de aseo.
No le di importancia al asunto. Mi pene jamás fue constitutivo de complejos durante mi infancia. Sólo con los años el tema adquirió una categoría a la que realmente no le encuentro explicación, siendo como soy, un tipo bastante normal, analítico y aunque fantasioso, no ajeno a la realidad.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

!Ay! D. cuando creía que ya iba a disponer de tiempo...vuelvo a verme liada en ocupaciones que me alejan de la lectura y la escritura, espero venir pronto y poder leerte con calma.
Escriba, escriba, escriba, téngame muchas sorpresa para cuando vuelva.

Un abrazo

mentecato dijo...

Reitero que usted, doc, tiene una cantera literaria que daría para una hermosa novela.

Recordé en algo la novela "La guerra de los botones".

Un abrazo, doc.

mentecato dijo...

Gracias por su visita y palabras. Le comento que, por primera vez, me ha pasado lo siguiente: mientras pensaba el cuento Ester, se metió en mi magín otra narración, ferozmente invasiva, que la intitulo, momentáneamente, "El viaje". Pero me está pasando lo que sucedió con "La monja enana": no logro coger el hilo de Ariadna.

Un abrazo, doc.