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martes, noviembre 22, 2011

El Lucho intercede por nosotros en el campo de fútbol

Me cuesta recordar un hecho que generara más expectativas en mi espíritu infantil que el que pasaré a narrar. Los viajes a Santiago tenían ese encanto extraordinario de meterse de golpe, a la bajada del tren, en una ciudad gigante, gris y bulliciosa, plagada de calles, edificios de cuatro y hasta seis pisos, cines, pasajes interiores, jugueterías y restaurantes. En Santiago tomé por primera vez té en bolsita; no sabía qué hacer con la bolsa, me asustaba dejar al descubierto mi ignorancia ante los clientes que llenaban el local. El mozo terminó echándola dentro de la taza y se acabó. En Santiago probamos con el Vitorio, por única vez, los helados calientes, moda que se transmitió a Rancagua a través de la radio y que duró menos de un mes: era una mezcla absurda. Fracasaron estruendosamente. En Santiago almorzamos un día en el restaurante Germania. El tío Isidoro, que iba con nosotros, pidió erizos y de pronto vimos que se le asomaba por la boca un animal negro parecido a una jaiba, que huía de la caverna humana caminando por encima de la lengua. El tío Isidoro se reía de nuestras caras de espanto, la mía y la del Vitorio, y también la de mi mamá, no así la de mi papá, hasta que cerró la boca, aplastó al bicho contra el paladar y se lo comió. En Santiago vimos a Los cinco latinos, a Los santos y a La caravana del buen humor, en el auditorio de la radio Corporación. Allí también visitaba año a año al doctor Schifrin para que revisara si mi soplo al corazón avanzaba o seguía estancado, acechando. En Santiago mis papás se descuidaron y me dejaron solo al otro lado de la calle, a la salida de la Estación Central. Pude atravesar cuando un carabinero detuvo el tránsito especialmente por mí.
Pero aun esa gran fantasía hecha realidad una o dos veces al año, Santiago, pasaba a segundo plano si se la comparaba con una prueba para la selección. Incluso un rotativo con películas de jovencitos y de monos animados era sacrificable por una prueba en la selección. Hasta el día del cumpleaños. La Nochebuena con sus días previos tal vez no; ante tal disyuntiva habría que afinar la memoria para desempatar.
La prueba para la selección consistía en llegar a un centro deportivo, apenas comenzada la tarde, aceptando de buena gana el llamado del profesor. Allí se juntaban todos los niños de la escuela a quienes les gustaba el fútbol, que eran casi todos los alumnos, por no decir todos, salvo uno que otro como el Pierré o el guatón Berríos, que por vocación y genética eran malos para los deportes y por ser malos, lógico, evadían el fútbol. Las canchas de pasto estaban llenas de niños de todas las edades; vale decir, de ocho a 13 años, y los balones de cuero del tres al cinco volaban en una y otra dirección, mientras el profesor revisaba su cuaderno con un pito en la boca y los equipos se empezaban a formar.
Ignoro si hoy las pelotas de fútbol tienen número, pero antes sí lo tenían, y el número era muy importante. Las del uno casi no existían, creo que solo en una ocasión vi una con mis propios ojos: era casi del porte de una pelota de tenis, acaso un poco más grande. Por lo tanto, no se consideraban. Las del dos se usaban para jugar en los patios, pero tampoco eran masivas. Las verdaderas pichangas comenzaban con las pelotas del tres, de un tamaño realmente infantil, especial para dar puntetes o intentar vencer las leyes del chanfle. Como seguían siendo pequeñas eran lobas, no les obedecían lo que uno desearía a los pies. Las del cuatro eran las más populares. Venían siendo lo que significaban las del cinco para los grandes. La proporción con el pie infantil era perfecta. Las del cinco eran las profesionales. Solo se usaban en los partidos oficiales, por los puntos. Era un orgullo jugar uniformado a los ocho años en una cancha a todo lo largo, con árbitro, arcos con mallas y una pelota del cinco en equipos de once contra once. Lo hacía sentirse a uno un pequeño as, a pesar de que la pelota apenas saliera expulsada al dar el chute con toda la fuerza.
Esa tarde la cancha número uno se designó para los partidos de prueba y la número dos quedó para entrenamiento. Cuando los equipos salieron a la primera yo iba en uno de ellos y el Lucho ya se había arrimado al profesor. El primer partido de la tarde correspondía a la cuarta infantil; es decir, los más pequeños entre los pequeños, chiquillos de ocho a nueve años. Yo debo de haber tenido menos que eso, unos siete años, porque evidentemente era el más bajo de todos. Siempre me ha intrigado que durante la infancia los niños chicos resulten más simpáticos que los altos, los gordos y los flacos esqueléticos. En mi caso, ese prejuicio me era favorable y creo que a la larga el espejismo dejó huella: hoy, con mi estatura media, mis valores intrínsecos no me convencen y presiento que en algún momento fui engañado, me hicieron creer cosas que no era. De todos modos esa tarde contaba con un ángel protector. Con esa falsa inocencia de un niño de diez años, el Lucho le iba resaltando las virtudes de su primo hermano al profesor, sin decirle que era su primo hermano. Me imaginaba que le hablaba con voz firme y convencimiento, a juzgar por su manera de gesticular, que yo advertía desde la cancha. Sus consejos caían inexorablemente en tierra fértil y el profesor anotaba en el cuaderno, nótese que el adverbio nos subraya que no siempre el destino es trágico.
El Lucho me indicaba con el dedo y el profesor tomaba apuntes. Después de eso vino el penal.
Hubo en efecto un foul dentro del área y el referee cobró la pena máxima a favor de nuestro equipo. No recuerdo la razón, mas de pronto me vi ante los doce pasos, frente al arquero. Tomé vuelo, le pegué de puntete, la pelota se levantó e hizo inflar la red, tornando estéril la volada del goalkeeper. Fue un chute perfecto, al centro del arco, casi a ojos cerrados, y con los días creo que me lo relaté varias veces a mí mismo con esas mismas palabras, que por lo demás eran las que usaba Darío Verdugo en la radio Cooperativa Vitalicia.
El profesor ya había anotado, a instancias del Lucho, mis condiciones de velocista, mi juego por la punta derecha al estilo de Mario Moreno, con las medias caídas, y sobre todo el elemento distorsionador de la estatura. Yo sabía además que estaba jugando bien, porque esas ocasiones en que me hago notar siempre han constituido mi alimento. Me reconozco un apasionado frío, como esas bestezuelas que ven pasar la vida a través de un recoveco.
El partido terminó y el profesor me notificó que había quedado en la selección. El Lucho lo tomó como un triunfo personal y corrió a felicitarme pero volvió de inmediato junto al profesor, porque le tocaba el turno a su hermano. El Julio jugaba en la tercera infantil y era un tanto acaballado, algo tosco, de manera que los discursos del Lucho el profesor no se los tragaba tan fácil, aunque iban haciendo mella, al constatar, gracias a las palabras del niño que tenía al lado, que la entereza de ese jugador, sobre todo las chuletas de ese jugador que juega de cinco, profesor, ese de los cachetes colorados, generan respeto y hasta temor en el equipo contrario, fíjese, profesor, se llama Julio Mardones. De manera que un poco a su pesar y un poco convencido, finalizado el segundo encuentro el profesor anotó el nombre del Julio en la selección y el Lucho corrió a felicitarlo.
Ahora venía el turno del Lucho en la segunda infantil.
Salió vestido de arquero y jugó todo el partido, pero como nunca llegaron a su arco, salvo en una o dos ocasiones en que la pelota se paseó por el área sin mayores consecuencias, no pudo demostrar sus dotes y el profesor lo dejó fuera de la selección. Cuando vino a increparnos por nuestra falta de solidaridad, el Julio y yo seguíamos jugando, ahora en la cancha de entrenamiento. Escuchamos sus quejas airadas por no haberlo recomendado al profesor, sus indecentes epítetos, sus recriminaciones; nos hizo ver el egoísmo de nuestro actuar y eso fue todo, no había nada más que hacer.
En rigor, la anécdota fue esa y el recuerdo debiera parar aquí; pero la pluma se niega a volver a su sitio. El Lucho nunca logró formar parte de la selección de fútbol de la Escuela 1 en ninguna de las categorías, pero pocos años después después descubrió en el básquetbol y la natación su real vocación deportiva. Era admirado por las liceanas por su pelo ensortijado, sus mejillas rubicundas y su estatura de tallarín. Cada vez que encestaba en los grandes partidos contra el Instituto O'Higgins bajaba la vista y sonreía, asorochado, mientras se dejaba admirar.
En cuanto a la selección, no recuerdo un solo partido en que yo haya descollado. Me sucedió lo de siempre: al acceder al grupo de privilegio me replegué, temeroso, sintiéndome menos que los demás, y no lucí mis talentos. El único recuerdo que me quedó de ese paso por el fútbol escolar fue el de aquel día de noviembre, por esta misma fecha, en que por la mañana comí kilos de ciruelas verdes en el árbol de la abueli, por la tarde fui a jugar por la selección y cuando me aprestaba a volver sentí un violento retortijón. En vez de entrar a un baño del estadio decidí correr a todo pulmón a mi casa. Andaba de pantalón corto y me cagué a la primera cuadra; tuve que atravesar la ciudad completa con las piernas chorreadas, pasando por el centro, antes de que mi mamá me recibiera en sus brazos.

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