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lunes, noviembre 28, 2011

Reloj luminoso

Dos veces a la semana, la Mariquita llegaba cojeando a lavar y a planchar. Echaba la mañana entera en la artesa. La escena transcurría en el patio, que era un cuadrado claustrofóbico cubierto por un naranjo y por un parrón que daba uvas rosadas de un sabor que no he vuelto a probar en mi vida. Mientras la ropa se enjuagaba sacaba una prenda del montón y la refregaba con la escobilla sobre una tabla inclinada en un extremo de la artesa. Con el uso la tabla iba quedando lisa y de borde romo, daba gusto verla, duraba meses, hasta que le llegaba la hora y había que cambiarla por otra. En la tarde era el turno del planchado en la cocina. Me parece que la Mariquita siempre andaba de buen humor y cuando se iba con su paga no parecía cansada.
Dos detalles suyos me llamaban la atención. Uno era evidentemente la desproporcionada bola de guaipe y pedazos de género atados con cáñamo con que cubría el muñón de su pierna derecha (¿o era la izquierda?). Parecía que caminaba mejor con ese guaipe que con el pie bueno, al menos daba la impresión de que pisaba más blandito. El segundo detalle era su reloj luminoso, instrumento insólito en la mano de una lavandera y que ella me enseñaba con una sonrisa, cada vez que yo le pedía que me lo mostrara.
Aquel año, el 63, andaba antojado con los relojes que tuvieran calendario y fueran luminosos. Se los había visto a los grandes y hasta a varios de mis amigos de la plazuela Simón Bolívar. No lo puedo explicar, pero me parece que esa fue la primera señal inequívoca de que estaba empezando a dejar de ser niño. Mientras jugábamos en la plazuela hacía un paréntesis y le rogaba al Arratia que me enseñara la muñeca para verle el reloj. Lo examinaba atentamente y tomaba mis decisiones. Lo curioso era que mi padre coleccionaba relojes, pero no recuerdo que tuviese un reloj luminoso con calendario incluido. Para él no era importante, más valía la marca o que tuviera cronómetro; para mí, en cambio, un verdadero reloj debía ser luminoso y con calendario. De modo que me vi obligado a andar mirando otras manos, a inspirarme en manos ajenas.
Este tema del reloj luminoso me está resultando, al escribirlo, un verdadero y gran misterio. Me doy cuenta de que lo que fue un tímido deseo, el de tener un reloj luminoso, se fue transformando y creció a pasos agigantados hasta terminar ocultándolo todo. Sucede, como siempre les pasa a los obsesivos, que buscando lo verdadero se llega a un solo objeto y entonces nada más tiene valor.
Por ese tiempo mi papá me daba una mesada. Correspondía a la ayuda estudiantil que otorgaba la Braden al trabajador por cada hijo estudiante. Mi papá, en vez de incorporarla a su sueldo, nos la entregaba semanalmente al Vitorio y a mí. Le decía a mi mamá que era lo que correspondía, que esa plata no era suya. No era poca cantidad; de hecho, la ahorré durante todo el año y manifesté que la estaba juntando para comprarme un reloj luminoso. Llegado el momento, por ahí por julio o agosto, le pedí a mi papá que me acompañara a la relojería. Me llevó donde Schultz, que en Rancagua era como decir la Mercedes Benz de los relojes. Era un localcito ubicado en la calle San Martín, con una vitrina donde uno se podía pasar el día entero hipnotizado ante tanta variedad. Mi padre se sentía orgulloso de su hijo, continuador de su hobby, e hizo las presentaciones. Creo que Schultz no me vio ni como cliente ni como niño. Simplemente me saludó y se enfrascó en una conversación técnica con mi papá. Como buen especialista, el relojero era completamente miope y siempre andaba con una lupa en el ojo derecho (¿o sería el izquierdo?). Completaban su figura una generosa papada, una voluminosa barriga y unos suspensores sobre su camisa blanca a rayas. Tras el saludo me enfrasqué en el estudio de cada uno de los relojes a la venta, pegado al vidrio de la mesa. Eliminé de inmediato los que no cumplían con el requisito obligatorio, dejando para la gran final a cuatro o cinco aspirantes, que se fueron decantando naturalmente hasta llegar al elegido: un Delbana de 24 rubíes, luminoso, con calendario, números arábigos, horario, minutero, segundero, resistente al agua y con correa de metal. "Ese", le dije a mi papá y a Schultz, sacando la plata del bolsillo. Éste metió la mano dentro de la mesa de exhibición y lo retiró, puso la hora exacta, le dio cuerda y me lo colocó en la muñeca.
Durante al menos las primeras quince noches siguientes a la flamante adquisición me tapaba entero dentro de la cama y miraba la hora. Entonces "sentía una sensación".

1 comentario:

La Lechucita dijo...

Vengo y leo.....
Ando muy atareada y cansada, pero me voy una semana a Ibiza a descansar...volveré y le leeré con calma.
Mientras un abrazo....
Seguro que los árboles ya se llenaron de flores....