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jueves, abril 05, 2012

Camino a casa

La primera vez que sufrió un ataque de pánico no sabía lo que le estaba pasando; luego aprendió a manejarlos y descubrió que detrás del fenómeno que se repetía siempre había una sensación de desesperanza, un miedo al miedo y una debilidad. Si a esos tres estados se les sumaba una observación absurda podía sobrevenir el ataque, cuya duración de no más de tres segundos le dejaba secuelas que podían prolongarse días, semanas y hasta meses. Hace tiempo que los había dejado de sufrir, que los tenía controlados, pero sentado en la platea del teatro Baquedano, junto a su mujer, rememoró con desagrado uno de los más violentos, ocurrido más de 30 años atrás, en plena ejecución de la Misa en si menor de Bach, aquella vez en el desaparecido teatro Astor.
Recordó que el ataque se asemejó a un orgasmo. Como si fuese un éxtasis de terror, se le anunció unos cinco segundos antes, lo sintió intensamente durante unos tres segundos en los que intentó vanamente huir del mundo, mientras los músicos frotaban los arcos contra las cuerdas, y luego el crujido de relámpagos desapareció, dejando una enorme huella que lo obligó a echarse en el diván del siquiatra durante más de dos años. Se le vino a la mente con toda claridad el día que siguió a ese ataque: ambos disfrutaban, si cabe la palabra, de un picnic en San José de Maipo. Vargas se echó a correr sobre el césped, rodeado de árboles nativos, bajo un sol de invierno, angustiosamente feliz, mientras su mujer le cronometraba la carrera con su carita alegre. Lo que ansiaba era vencer las consecuencias del ataque de la noche anterior y algo conseguía a través de esa carrera feroz, pero ahora que tenía ante sus manos el programa del concierto descubrió que si ese desesperado intento le había dejado una reminiscencia de derrota, entonces había sido en vano. De modo que no resultó extraño que al evocar de pronto el episodio Vargas sintiera que algo no andaba bien.
Leyó con atención el contenido del programa. La Orquesta Sinfónica de la Universidad de Chile interpretaría la Pasión según San Mateo, obra tan cercana a la anterior y que había esperado tanto tiempo para volver a escuchar en un teatro. Con sus instrumentos ya afinados, los músicos aguardaban el ingreso del director. La sala estaba llena, su mujer le apuntó que de gente diferente -de gente cuica, le dijo al oído y era verdad: familias completas venidas del barrio alto, incluyendo abuelitas y nietos, ocupaban las mismas filas que en otros conciertos acostumbraban regalar contornos normales, aureloas, vestuarios, acentos de voz de gente común, como ellos-. Todo eso fue quedando en el olvido con el arranque de la obra. La amenaza de un nuevo ataque se redujo a un mero atisbo, a un niño que se asoma, mira y se va al ver a tanta gente grande; pero la música en sí misma no lograba convencerlo, ora por el tempo demasiado rápido que le imprimía el conductor, ora por ese enigmático proceso que impide gozar sonidos conocidos al momento de tomar conciencia de que se los escucha. Aun así el oratorio pasó volando.
Cuando salieron del teatro y bajaron al Metro para enfilar hacia el hogar, Vargas y su mujer se vieron enfrascados en un tema de carácter religioso que cada vez que lo abordaban terminaba separándolos. Vargas, como solía sucederle durante esos arrestos infantiles, iba adoptando una postura de niño abandonado y mirado en menos, al tiempo que de dictador y juez castigador, una postura que desembocaba en despiadado pisotón sicológico a su esposa, que principalmente dejaba huella en esa alma que para él había perdido hace muchos años su carita alegre. Todo había comenzado cuando le dijo que la obra le había hecho muy bien, tanto por la profundidad y complejidad de su música como por la emoción que le provocó rememorar el mensaje del Evangelio de Mateo. Esos versos tan intensos, esa fuerza que emana de la Iglesia, ese amor a Dios tan grande ya no se ven, ya no se transmiten, le comentó. Su mujer expresó cierto desacuerdo y de alguna forma enfiló el diálogo hacia el espinudo sendero por el que ha transitado la historia de la Iglesia en sus dos mil años, que se empeñó en traducir como el sendero de los grandes pecados de la Iglesia y hasta el de los grandes crímenes de la Iglesia. Vargas se cerró en un instante y adoptó la defensa no de los grandes pecados, que obviamente son indefendibles, sino de la magna institución, de la columna que sostiene a Occidente. Qué nos queda, quién ha sido recto, quién ha sido justo, quién no ha cometido pecados, quién no ha cometido crímenes, pobres mortales edificados sobre barro; los reyes lo han hecho, los dictadores, la Iglesia, las fuerzas armadas, el pueblo, sobre todo el pueblo, la masa enfervorizada que enloquece y arrasa todo a su paso a la siga de un estandarte cualquiera. Fíjate quiénes atacan a la Iglesia, de dónde viene el mensaje, cómo prende entre la juventud para derramarse luego al resto de la sociedad. Un argumento tan fácilmente rebatible como ese dio pie a la inmediata réplica de su mujer, quien le citó casos y casos que no hicieron más que exasperarlo. Aunque a la hora de una discusión todo es rebatible, a Vargas le parecía que lo que él quería decir, mejor dicho demostrar, era irrebatible, pero sus ejemplos esenciales no lograban sino enredar más las cosas, de modo que fue entrando en dudas, ya que si no conseguía imponer sus argumentos era porque no tenían la suficiente fuerza externa, que era exactamente lo mismo que podía pensar su mujer al recibir el contraataque, lo que llevaba a concluir que había verdades internas secretas, vivas y palpitantes, pero enclaustradas. Se dio cuenta entonces de que la de ambos era una discusión política en que la justicia se enfrentaba a la conveniencia, el corazón al cerebro. Su mujer representaba al corazón, él al cerebro. Así, mientras para ella la lucha de las grandes masas oprimidas era justa a toda vista y los poderes fácticos objetos de repudio, para él sólo resultaba justo lo que a la postre desembocaba en un bien para esas mismas masas. Era la eterna disputa, que los hizo entrar a casa con un sabor agrio en el espíritu y que finalmente hizo que la hora de dormir les llegara con alguna diferencia; a ella más temprano, a él más tarde.
Al día siguiente, solo en su hogar, su mujer en el trabajo, pensaba: si fuese un poco más liviano y alegre, distendido, un poco más cariñoso, cuán diferente sería nuestra vida...
Cuando no estaba, la amaba con ternura. Bastaba que apareciera para que renacieran sus fantasmas.

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