Visitas de la última semana a la página

viernes, junio 22, 2012

El último salto

Jugábamos a subirnos a los techos del fondo. Antes que eso hubo dos galpones, un galpón claro y un galpón oscuro. El galpón claro era una ruina romana. Cuatro pilares, un millar de ladrillos tendidos y dos ventanas que miraban el cielo, sin entenderlo. Desde el galpón oscuro, donde había tejado, nos pasábamos al techo del galpón del vecino. Eran juegos peligrosos; mirábamos por una rendija y veíamos los huevos que ponía la gallina en un rincón del piso de tierra, entre herramientas y cachureos. Dejábamos caer piedritas; los huevos se rompían con un lamento seco y  arrancábamos, quebrando tejas. Con los años el vecino levantó una muralla gigantesca que impidió toda aspiración de fisgoneo, pero para ese tiempo ya no había galpones y ya no había niñez en la casa de la abueli, de modo que si supongo motivos de carácter plumífero o nutritivo en su proyecto, concluyo que se trató de un derroche de cemento. Esa especie de pedazo de Muro de Berlín o fracción ridícula de la Muralla china en medio de una cuadra del centro de Rancagua no le hizo bien a nadie.
En el galpón oscuro me quebré el brazo; más de la mitad de su espacio lo ocupaban tablas y listones acostados contra la pared, todos listos para tomar la forma de habitaciones nuevas. Esos maderos nunca se clavaron; se fueron carcomiendo y se usaron como leña.
Casi la mitad de la obra humana es inútil, juicio compasivo. Cada vez que veo en el campo una casa abandonada vislumbro risas, fiebres, traiciones, aniversarios, velas. Duerme el reflujo y queda la obra, resto absurdo de paredes rayadas y suelos plagados de papeles amarillentos y caca seca. 
Detrás de cada molino sin rueda se esconde una aspiración trágica.
Los dos galpones se echaron abajo; vinieron otros cobertizos. Uno se levantó sobre el muro del vecino de al lado y el techo le sirvió de descanso a las ramas de una higuera; el otro sirvió para cubrir parte del gallinero dispuesto al otro lado del patio de la casa. El espacio del fondo, el que ocupaban los galpones, quedó vacío.
La abueli murió. Años después Miguel, mi primo menor, que ya ganaba un sueldo, edificó al fondo una pieza de arriendo, que efectivamente se arrendó dos años. Hoy se usa para ensayos de música. El gallinero, en tanto, desapareció con todas sus gallinas. En su lugar se habilitó una pieza para guardar herramientas y cachureos. El otro cobertizo desapareció, al igual que la higuera que le hacía sombra. Todo ha cambiado y sin embargo se mantiene casi exactamente igual.
El árbol crece hasta donde puede, la araña vive de su tela y no le sobra nada. La mente humana trabaja con demasiado apuro.
Pero a qué voy. A que un día subí al techo de la higuera y entreví mi destino.
Percibir el destino no tiene nada de extraordinario. De hecho, uno lo percibe al menos una docena de veces cada día. Lo ve al apagar la luz, dentro de la cama; al cruzarse con un verso prodigioso, al admirar sin ser admirado, al elevar la voz a un niño, al mentir y pillarse en la mentira, tantas cosas. Pero hay ocasiones, como aquella de ese día, en que se distingue diáfano. Es como si un velo cubriera todos los fenómenos que están siendo en el espacio y dejara uno solo, para deleite de la melancolía.
Nadie me acompañaba y no es que me hubiese aburrido de estar allí. Miraba con gusto las hojas de la vid como si fueran la alfombra del patio de la casa, las vigas del parrón semiescondidas debajo de las hojas, las brevas al alcance de la mano, la ventana del living a lo lejos, el misterio que encierra un silencioso patio ajeno. Todo aquello me provocaba la misma fascinación de siempre, aumentada de vez en cuando por un hilo blanco de volantín a las pailas que rozaba mis manos y seguía su andar llevado por el viento. En ese mismo sitio el Julio había encumbrado su propio volantín, corriendo de espaldas hasta que se le terminó el techo, pasó entre las nervudas parras y acabó en el suelo, magullado.
El techo de la higuera de ese instante de ese día me ordenó recordar que hay cosas que no se harán ya más; que aún a mis cortos años había llegado el momento de morir, de soltar una capa de piel y tenderla sobre el zinc para que el sol la resecara hasta hacerla polvo. Era mi última vez en ese techo, pero aunque no fuera así, habría una última vez en ese techo y a menos que en un desesperado esfuerzo me volviera barón rampante, mis días de niñez estaban contados. Eso entreví.
Entonces me arrojé al suelo. Salté, caí parado, se me doblaron las piernas, miré hacia arriba, vi el oleaje del zinc, sobre él la majestuosa higuera, surqué el patio pasando uno a uno los pilares, entré a la casa. La abueli me esperaba en el mesón de la cocina.
Hartos años después, durante una visita de domingo, a la hora del tedio, fui discretamente al fondo, subí la escala y caminé sobre el techo de la higuera, por el puro gusto de torcerle la mano al destino. Algunos llaman a eso ironía, otros tozudez; hay un cuento, incluso, que refiere la historia de un cándido alemán y su sofá. Pero mejor cierro aquí el recuerdo, porque esto no es un chiste y aunque quisiera, yo no soy alemán.



2 comentarios:

La Lechucita dijo...

Cuando escribes de tiempos pasados evoco historias con higueras y saltos, tardes de verano y tormentas de otoño.
Un abrazo
yo, también, le echaba en falta.

mentecato dijo...

volveré para el deleite.