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viernes, septiembre 14, 2012

Una casa en el campo

A los 15 años seguía siendo un niño cándido y culposo. Cuando practicaba el onanismo me dormía inquieto y amanecía con ansiedad, con miedos que duraban dos o tres días, hasta que volvía a caer en la perdición. Inútilmente buscaba el perdón en el seno de la Jec, la Juventud Estudiantil Católica, a la que pertenecía. El padre Caviedes nunca sentenció que esa costumbre fuese mala, tampoco buena. Yo, que ansiaba no ser sólo bueno sino realmente un santo, necesitaba la absolución rotunda, porque íntimamente me sentía culpable de un pecado mortal. Los consejos sacerdotales, en cambio, iban por el lado de que ese hábito se podía y hasta se debía evitar en casos especiales. Subrayaba entre los casos especiales el de un muchacho que se había vuelto loco a raíz de la incesante repetición del acto.
Cuando hablábamos de chicas con mis compañeros de curso no era raro que yo asumiera posiciones fundamentalistas. Encasillaba el más leve contacto, la más ingenua o instintiva relación en la antesala del matrimonio, lo que no me impedía juntarme con ellos para fumar a escondidas o ver revistas de mujeres piluchas. Era la mía una disputa entre la fuerza de la virtud y los albores del vicio, que comenzaba a avizorar.
En ese contexto fue que un sábado fui a parar con mis papás a una casa de campo en las afueras de San Vicente de Tagua. La dueña de casa había sido compañera de mi mamá en un curso de perfeccionamiento del magisterio, su esposo era un fanático radioaficionado y vivía con ellos una sobrina. Mi mamá y su amiga le dieron a la lengua y el radioaficionado invitó a mi papá a su estudio, para mostrarle su joya de equipo. Apenas estuvieron adentro inició una comunicación con un par invisible instalado en su propio taller, a miles de kilómetros de distancia, para que mi papá se maravillara; y de hecho mi papá se maravilló, lo justo hasta que llegó la hora de servirse algo. En cuanto a mí, escuché el primer intercambio de mensajes pero luego me aburrí, al constatar que se decían las mismas cosas o aun más banales las que uno podía escuchar en cualquier parte. Volví al living y entonces la sobrina me invitó al patio.
Ella no me había causado ninguna impresión. No era ni bonita ni fea. Era delgada, de pelo negro y largo y carecía de curvas. Tendría dos años más que yo. Su principal característica la descubrí horas después, cuando paseábamos, lejos de su casa, pero ya llegaré a esa parte.
Estando ambos en el patio me señaló una esquina. Instaló un piso, se subió a la pandereta y me instó a pasar a la otra casa.
-Ven -me dijo-, no hay nadie. Salieron.
Subí y salté al otro lado. Efectivamente, la casa vecina estaba vacía. Y ella me estaba esperando.
¿Qué pueden hacer dos adolescentes en una casa vacía? ¿Qué debe hacer un hombre al que una mujer conduce a una casa vacía? No tenía la menor idea. A diferencia de mis compañeros de curso, en ese tipo de ocasiones mi sentimiento era elevado y no ofrecía resquicio alguno por donde se pudiera colar el deseo de la carne. A los 15 años seguía siendo un niño.
Ella se metía a las piezas más oscuras, siempre ordenándome que la siguiera. Luego permanecimos sentados uno al lado del otro, conversando, hasta que nos llamaron a comer. En su honor debo admitir que si se me insinuó no lo hizo con vulgaridad; de otro modo me habría dado cuenta.
Después de almuerzo me invitó a caminar. Nos perdimos por los sembradíos primaverales y al atardecer enfilamos por el camino de ripio que llevaba de vuelta a su casa. En el intertanto mi corazón iba incubando la posibilidad de un pololeo; de pronto le tomé la mano y no dijo nada.
Entonces sucedió algo terrible. Una camioneta frenó bruscamente, haciendo volar piedras, y retrocedió hasta quedar junto a nosotros. El conductor, un hombre mayor, abrió la puerta del copiloto, agarró de la muñeca a mi compañera y la metió adentro, a la fuerza. Ingenuamente, me dispuse a subir; él apretó el acelerador y ambos se perdieron detrás de la polvareda.
Volví, agitado, y conté con horror la escena. Los tíos se miraron y sonrieron con malicia.
-Esta chiquilla tiene loco a ese hombre -se resignó a comentar la amiga a mi mamá, en voz baja. Enseguida cambiaron de tema.
¿Eran así las relaciones sentimentales? ¿Así debía tratar el hombre a la mujer?
Al regresar, desde mi ventanilla de la micro que nos llevaría a Rancagua y que recibía a sus pasajeros por goteo, miraba hacia afuera, desconcertado, pensando en las cosas de la vida. Abajo, a punto de abordar la máquina, una mujer de mediana edad discutía con un ciclista, un hombre de bigotes, camisa blanca y rasgos duros. Ella le elevaba la voz, furiosa, los insultos eran visibles pero no lograban traspasar el vidrio de la ventana. El hombre pasaba el trago amargo en silencio. Parecía una disputa sentimental de tantas, cuando de repente él la agarró del moño y la levantó casi en el aire hasta sentarla en el marco de la bicicleta, donde la apretó con un brazo, la echó hacia atrás y la besó con violencia, sin soltarle el moño. Ella abrió la boca y cerró los ojos, desfalleciente.
La micro partió y la bicicleta nos acompañó hasta la esquina, donde el raptor y su pareja doblaron en otra dirección.

2 comentarios:

mentecato dijo...

Buenísimo, como de costumbre.Sigo pensando en un libro con estos escritos.

Abrazos.

La Lechucita dijo...

Extraño comportamiento el de los hombres, me quede con ganas de saber como estas visiones influyeron en el joven niño..... !quiero saber más! ¿que pasó con la muchachita y aquel hombre?
Un abrazo