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martes, octubre 09, 2012

Ángel Arias, el gran fabulador

Ángel Arias tiene un alter ego que no le favorece. Se llama Nicomedes Mendes y fue visto en las páginas de una oscura revista de comics que circuló a la mala en los tiempos de la dictadura, revista que fundó el alter ego de Nicomedes Mendes, cuyo nombre es Ángel Arias, más que un nombre un personaje, un visionario sin destino en esta tierra, un gran fabulador.
Nicomedes Mendes era tremendamente depresivo, más que la tinta negra con que Ángel Arias le daba triste vida en esas tristes jornadas de los tristes años 80. El autor de estas líneas y otros tres o cuatro amigos participamos en esa revista, "Tiro y retiro". Paradójicamente, casi me atrevería a decir milagrosamente, cada vez que nos reuníamos a planificar el número siguiente irradiaba de nosotros un aura de entusiasmo insólito, que surgía al vaciarse tantas quimeras sobre la mesa de trabajo: la expresión libre, la búsqueda de la belleza como arma redentora, la fama que nos daría el sustento económico. En las veredas había más cesantes que colillas de cigarros; lo veíamos con nuestros propios ojos al subir a la pobre oficina de la calle Nataniel, que alguien nos prestaba de pura buena gente. Acabada la junta las esperanzas nos acompañaban un buen rato al bajar de nuevo al mundo real, entrada la noche, hasta que se perdían en alguna alcantarilla. En esa pieza o en alguna otra parecida conocimos las aventuras de Nicomedes Mendes, el romántico perdedor de tercera categoría que paseaba por las calles del centro a la hora del crepúsculo en busca de una dama de cierta edad a la que ansiaba convertir en princesa. Las historias de Nicomedes terminaban indefectiblemente en la soledad, entendida ésta como castigo, fracaso. En la viñeta que incluía la palabra FIN, Nicomedes Mendes desaparecía hasta el próximo número envuelto por un manto negro como las sombras de los cuadros de Rubens, mientras fluia desde su figura vista de espaldas un desánimo invisible, el más profundo de todos, el que se arrincona en el último cuadro de una página destinada a ser leída por apenas un poco más que nadie.
En más de una ocasión, siempre ante un plato de algo, de preferencia pernil, prietas con puré picante, riñones al jerez, arrollado huaso, porotos con rienda o lo que fuese, Ángel me habló de un Nicomedes Mendes de verdad que pululaba por el Paseo Ahumada. Consistía la estrategia de ese tercer eslabón de la cadena, de ese otro Nicomedes, de ese viejo de bigote negro vestido a lo cantor de tangos, zapato blanco, sombrero y abrigo al brazo, consistía su estrategia en elegir con pinzas a su víctima, perseguirla discretamente, sin apuro, plantársele de pronto a media voz en el rincón de una vidriera donde la dama admiraba un par de zapatos, una chalina, una hervidora eléctrica, y enseguida mostrarle el interior del diario que contenía un par de bifes adquiridos en la carnicería de su barrio. Mordido el anzuelo, el viejo la invitaba a su cuchitril a servirse algo, donde terminaba el día haciéndola suya entre suspiros.
-¿Pero cómo sabes todo eso, lo has visto de verdad, lo has seguido? -le inquiría.
-Muchas veces -me aseguraba Ángel, mirando de reojo el plato vacío, y yo ansiaba creerle, inundar mi conciencia con sus fantasías.
Es notable, rayano en lo increíble, que un hedonista voluptuoso y sibarita como Ángel Arias contenga un alma tan sensible como la del viejo Nicomedes Mendes -el de sus comics o el que asegura haber seguido-. Aun así sostengo que su alter ego no lo favorece.
Cierto amigo que atribuía la existencia de Ángel Arias a un personaje salido de mi galería ficticia concluyó, tras conocerlo, que no era más que un orate fabulador. Lo vio una sola vez, lo escuchó y no le creyó nada. A mi juicio, no supo apreciar el tesoro que precisamente escondían sus palabras, bañadas de una picaresca brillante que cala en lo más hondo de la naturaleza humana. Pues Ángel Arias es un fiel exponente de esa tradición oral perdida del contador de cuentos. Allí radica su mérito, tanto mayor que el del viejo Nicomedes con su sensibilidad crepuscular.
Oír historias de este hombre sobrepasado por su apetito voraz, de este ansioso que vislumbra permanentemente la derrota a través del sudor de sus manos, oír historias contadas por Ángel Arias -en lo posible junto a un plato de lentejas con longaniza acompañado de una botella de vino tinto- supera al placer de dar vueltas y vueltas en la rueda de Chicago, ver Psicosis por primera vez o leer un cuento de Salinger, sumadas incluso las tres experiencias. Recuerdo con sus detalles más sordidos la del voyerista que fue traicionado por su excitación al contemplar por una rendija la autosatisfacción de una mujer que estaba tendida en su cama, en la pieza de al lado: los cabezazos que se daba involuntariamente contra la madera alertaron a la dama en pecado y acabaron con el banquete del mirón. Suya es también la historia de los nuevos locos que transitan por las calles de Santiago, cada uno de ellos representado en su relato mejor que si hubiesen salido de la mano de Dickens. Suyos son también los consejos para conquistar a una desconocida secretaria en los días previos a las Fiestas Patrias, que no tendré la tupé de revelar, ya que no son de mi autoría. Y suyas son las mil historias urbanas de un tal Guillermo Montecinos, de las cuales extracto la siguiente, salida de sus labios una noche de pichanga y pipeño:
"A Montecinos lo tenía loco un huevito que veía todos los días en la calle, como abandonado frente a un pasaje. Averiguó a quién pertenecía el vehículo y un día me pidió que lo acompañara y me pusiera detrás suyo. Entramos al pasaje, tocó un timbre y pronunció su discurso a un hombrecito que nos salió a recibir. Mire, señor -le advirtió- somos inspectores municipales y si usted no retira de inmediato ese huevito de la calle nosotros lo requisaremos y le daremos diez mil pesos".
-¡Compró un huevito en diez mil pesos! -lo interrumpí.
-No -aclaró-. Montecinos se quedó con los crespos hechos porque el dueño metió el huevito en el pasaje, ante la ira de todos sus vecinos, que apenas podían transitar por el hueco que quedó".
Unos seis meses atrás me topé con Ángel en el Café Haití. Me relató su última aventura, como todas inverosímil pero con una chispa de credibilidad. Había sido reclutado por una especie de organización secreta denominada "Los soldados del amor". Las tazas iban en la mitad y de sus palabras me iba formando la idea de un nuevo sueño del pibe. Arias acudía cada cierto tiempo al domicilio de alguna mujer solitaria que requiriera de sus servicios. Satisfacía sus necesidades carnales, las de ella y las suyas, no cobraba un centavo y alivianaba un alma femenina del peso y las urgencias de la libido. El amor no se veía por ninguna parte, mas le concedí que definiera su tarea como un apostolado, en aras del relato. Sin embargo, cuando el café se acabó y las tazas quedaron vacías me confesó que su espada de soldado estaba perdiendo filo.
-¿Dejaron de llamar? -le pregunté.
-No, llaman cada vez más seguido, ¡pero cada adefesio! A la última le faltaba un ojo y encima quería toda la noche.
¿Historias verdaderas o falsas? Qué importa. Lo bueno es saber que en algún rincón de Santiago -una dudosa picada, un paseo peatonal, un taller de imprenta, una sala de clases universitaria- hay un gran fabulador que las cuenta y una suma de almas, entre las que me cuento, que las absorbe como esponja. Sospecho que de esta revoltura surge nada menos que la sustancia del progreso humano.




1 comentario:

La Lechucita dijo...

Realidad y ficción se amalgaman como un todo.
Un abrazo