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viernes, octubre 19, 2012

Toronjo asesino

El Vitorio era un torito, en todo el sentido de la palabra. Alegador y vigoroso, se salía fácilmente de sus casillas y embestía lo que se moviera. Jamás tomó Ritalin, porque afortunadamente no existía, y hoy es un exitoso profesional. En esos tiempos mis papás, para tranquilizarlo, le decían que un día cualquiera despertaría con dos cachos en la frente. Cada mañana, al levantarse, se miraba al espejo y le entraban dudas angustiantes, me lo reconoció con los años: imaginaba esa natural protuberancia en su hermosa frente como dos pequeñísimas extensiones de hueso que le empezaban a crecer.
Un día íbamos en bicicleta a jugar a Ibieta cuando chocamos de frente con un gendarme que manejaba su propia bicicleta con una escoba en la mano, con tal mala suerte para el gendarme que el marco se le partió en dos, y con tan buena suerte para nosotros que apenas se nos dobló la patente (en esos días las bicicletas usaban patente). No bien comparamos las pérdidas el Vitorio se le aniñó al gendarme y lo enfrentó de hombre a hombre. En la esquina opuesta funcionaba una bicicletería. El Vitorio lo conminó a atravesar y le aseguró que en un dos por tres le enderezaban el marco y aquí no ha pasado nada, pero tanto él como yo y el gendarme sospechábamos íntimamente que la verdad era otra, como de hecho lo fue y le costó bien caro a mi papá. El caso es que a su edad se le encachó a un uniformado, arriesgándose a terminar sus días en la cárcel, ya que para la fantasía infantil todo es posible.
Me desvío de lo esencial, pero no puedo rematar la anécdota del gendarme sin complementarla con un par de datos extras. Ese día manejaba yo y el Vitorio iba sentado en el marco. Para mi desgracia, yo iba por la orilla izquierda de la calle y el gendarme venía por su lado correcto, el derecho. Lo divisé a unos 200 metros y le anticipé a mi hermano: "Vamos a chocar con ese gendarme". Inexplicablemente no me cambié de lado, pensando que un choque de frente entre dos bicicletas que se han divisado a 200 metros era insólito. Así nos fuimos acercando hasta que chocamos, con las consecuencias señaladas. Pero vuelvo al Vitorio.
Si las peleas con mis primos se hacían violentas, el torito pasaba a ser Toronjo. Y si lo que buscaban sus rivales era sacarlo de quicio, Toronjo se transformaba en Toronjo Asesino. De sólo oír tal insulto, automáticamente iniciaba una persecución por el patio y la escena desembocaba en una fiesta para todos nosotros, salvo que agarrara a su ofensor o que la abueli saliera de la cocina para calmarlo, lo que no siempre conseguía, pues más de una vez se vio obligada a encaramarse a una parra para escapar de su ira, que era ciega, visceral.
Una vez exigió que le compraran un martillo para romper la pared.
Nuestras peleas infantiles, como las de todos los hermanos varones de esa edad, eran a muerte. Como yo tenía fama de tranquilo, bueno y paciente, lo lógico era que las mochas las buscara él. Si ocurría lo contrario resultaba difícil para un tercero darle crédito a la versión.
Nunca nos sacamos un diente, pero estuvimos a punto. Los cototos y rasmilladuras eran cosa de todos los días.
La pelea comenzaba cuando lograba colmar mi paciencia, como sucedió una tarde, bajo el parrón de la casa de Ibieta. Irritado ante las provocaciones le grité Toronjo Asesino y se me lanzó encima. Al sentir sus puños me enfurecí y crecí de tal modo que al inclinar la cabeza lo vi pequeño, atrapado entre las dos tenazas de mis brazos; se me figuró un muñeco que suplicaba con ojos desorbitados y mirada fija, como miran los toros en el matadero, entregado al castigo feroz que le esperaba. Y en efecto, vacié toda mi fuerza en su cuerpo, lo que me generó una culpa que sobrellevé durante varios días. Así era nuestra vida de entonces.

1 comentario:

La Lechucita dijo...

Peleas de hermanos....y de hermanas no crea que solo los varones se revuelcan por el suelo hasta hacer al otro rendirse.
Un abrazo